"No hay ningún personaje de mi novela que me caiga bien"
Miércoles 27 de mayo de 2015
Conversamos con Daniel Saldaña París, autor de En medio de extrañas víctimas —libro que define en esta entrevista como un "ballet de perversiones"— en su visita a Buenos Aires.
Por Valeria Tentoni. Foto Valentina Siniego.
Daniel Saldaña París nació en Ciudad de México en 1984 pero ahí le cuesta mucho escribir y todo lo distrae: “Me absorbe muy salvajemente”, dirá de ese lugar. A poco de mudarse a Montreal, en Canadá, —ciudad donde ya estuvo por una beca y donde terminó su primera novela, En medio de extrañas víctimas (Sexto Piso)— bromea diciendo que no vive en ciudades cuyo nombre no comience con la letra M. También pasó una temporada en Madrid, donde comenzó a trabajar en la redacción de Letras Libres mientras se diluía su entusiasmo por la filosofía y el universo académico. Actualmente se desempeña como editor, fue becario del FONCA y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Antes de entrar en la novela publicó dos libros de poesía, antologó Doce en punto, de poetas chilenos recientes, y Un nuevo modo, de narrativa mexicana actual, y creó el Método Universal de Poesía Derivada que permite realizar recorridos urbanos tomando por GPS a un poema cualquiera. No va a abandonar la poesía, dice: y hay un documento de Word en crecimiento en su computadora que así lo prueba. Sin embargo, el pasaje de género no le resultó violento ni mucho menos. Hay sociedades de intereses y de modos entre el segundo libro y estas trescientas páginas. Y también préstamos más específicos.
“Decir de la Primera Persona que es un diletante sería un eufemismo: en realidad no hace nada. (…) No llegaría al extremo de calificar de ‘culpables’ a sus placeres, pero es justo decir que atenta contra sí mismo”, escribe en La máquina autobiográfica. En medio de extrañas víctimas comienza con el capítulo titulado “La tercera persona”, que dedica al protagonista, Rodrigo. Es un oficinista de museo que colecciona saquitos de té, un Bartleby fascinado con la visión de un terreno baldío desde su ventana, donde encuentra una gallina que convoca la totalidad de su entusiasmo por las cosas vivas del mundo. Esa sección del libro está escrita en primera: el ping pong de las personas verbales no es tanto una preocupación como un juego para Saldaña París. O una manera de visibilizar esa confusión holográfica y, en ocasiones, adolescente, que produce la primera persona.
Rodrigo tiene un trabajo que a este escritor quizás también le gustaría tener: redacta “boletines de prensa, hojas de sala, cartas y discursos de la directora”. En un bar de Palermo cerca del hotel donde se aloja para participar de la Feria del Libro, y mientras hace girar una cuchara dentro de una taza de café como un pequeño dios que distribuye mareas modestas, contará que hace unas semana envió una carta de reclamo en su trabajo pidiendo que retiren cierta alfombra. La escribió en soneto y entonces no se la querían aceptar. Le pregunto si leyó las cartas que aparecen en Ni puedo ni quiero de Lydia Davis y dice que sí, pero que no lo leyó completo al libro porque lo compró para un amigo que se lo pidió en un viaje y lo que alcanzó a pispear fue durante ese margen de traficante. “Ella es muy divertida”, dirá. También usará esa categoría para definir cómo se siente escribiendo narrativa: “Es muy divertido”. Mismo parámetro para distanciarse del primer libro que publicó, Esa pura materia, en 2008. Lo encuentra demasiado “engolado”, una palabra que se enrarece en esta esquina del universo pero que podría sustituírse, simplemente, por “afectado” o “solemne”.
Como los muebles del departamento de Rodrigo, de los personajes que Saldaña París construye se podría predicar: “Cada uno está un poco roto a su manera”. Por caso, Marcelo Valente, el que domina la segunda parte, “un cretino con doctorado”, un turista académico de “pretensiones desproporcionadas”: un profesor de filosofía dedicado a la estética de las vanguardias. Por caso, Richard Foret, personaje basado en el “poeta, boxeador, jactancioso ladrón de joyas, embustero, marchante de arte, desertor múltiple, sobrino de Oscar Wilde, leñador australiano, indigente berlinés, campeón semipesado de Francia” y sendos etcéteras llamado Arthur Cravan de este lado de la realidad, al que le dedicó un perfil entre sus columnas (que pueden leerse en este link). Las peripecias que reúnen y hermanan a estos en un sistema mayor con otros personajes son, para aprovechar todavía el término, muy divertidas.
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—¿Te sentís más cómodo escribiendo narrativa?
—Ahora creo que sí. Me gusta escribir, en general, y me quedo muy tranquilo cuando lo hago; me quita la ansiedad y el nerviosismo que generalmente tengo. Y me resulta mucho más sencillo escribir narrativa como propósito. Es decir, con la poesía de vez en cuando se me ocurre algo y lo escribo, soy muy lento –en general soy muy lento con cualquier cosa, pero con la narrativa puedo proponerme escribir dos horas y lo hago.
—¿Cuánto tiempo te llevó esta novela?
—Como unos cinco años.
—¿Y cómo fue mutando?
—Tenía la primera parte, pero cambió mucho. La empecé en España, la abandoné y la reescribí, y así sucesivas veces. La dejaba durante mucho tiempo y después la volvía a escribir desde el principio, y eso hizo que cambiara mucho el tono de los primeros intentos a lo que quedó.
—Es curioso el asunto del armado, Claudia Apablaza describe la estructura como caótica. Se me ocurre que tuvo que haber una planificación para lograr esos cruces, que escribirla en sí no pudo haber sido caótico.
—No, no me resultó caótico escribirla. No lo tenía claro desde el principio, pero hubo varios momentos de darme cuenta por dónde iba a ir la novela y con cada nueva historia, con cada nueva trama o hilo del que se podía jalar, se me ocurría la estructura en la que podía entrar ese elemento. Me parecía claro que tenían que ser capítulos alternados, y que toda la novela tenía que tener esta estructura de interrumpir lo que se estaba contando y luego regresar a lo que se estaba diciendo antes. No es tan caótica, sí están escalonadas las tramas.
—Tenés tatuado un poema dadaísta, y hay una presencia del humor y de lo lúdico muy fuerte que se puede vincular con eso.
—Desde el principio tenía en claro que quería hacer algo que tuviera alguna relación con el arte contemporáneo, con la historia del arte. El periodo del Dadá es algo que me fascina, pero también otros momentos de las vanguardias. Me parece que se prestan para una cosa con sentido del humor. Era todo tan absurdo, las vidas de estos personajes, como en el caso de Cravan que inspiró al personaje de Foret en el libro, tenían unas biografías que geniales, les pasaban cosas rarísimas todo el tiempo y me gustaba la idea de recuperar eso. También es raro, por otro lado, porque esta es una novela muy convencional en muchos sentidos. Es un rescate de las vanguardias pero sólo desde lo temático y no tanto desde lo formal. No hay de mi parte una puesta en juego de mecanismos propiamente vanguardistas, es solamente una nostalgia por esa época.
—Sí hay más en el Método Universal de Poesía Derivada, ¿no?
—Sí, en otras cosas que he hecho está más presente. Eso del Método Universal de Poesía Derivada era más en relación a los situacionistas. De hecho, surgió por un seminario de arte contemporáneo al que estaba yendo. En el seminario, que tenía que ver con hacer piezas y no solo leer textos, se me ocurrió esa.
—Leí que te gusta mucho Saer, por ejemplo.
—Sí, y hay algo que hace Saer, la prosa y el ritmo de la prosa y las interrupciones y las muchas comas; es una estructura que facilita mucho el sentido del humor, aunque él no lo explote demasiado. Todas estas interrupciones y esta forma de postergar el comienzo de algo, que es Beckett también, termina por ser muy chistoso. Hay algo en la prosa de Saer que me atrae por el ritmo, por la densiadad y por las ideas que pone en juego, pero también creo que se puede traer hacia el terreno del humor y se puede aprovechar para mi propio tono. Yo empecé escribiendo una poesía de un lirismo muy solemne y un poco engolado. Mi primer libro, que está desaparecido, por suerte (me he encargado de desaparecerlo), era un poco así, casi épico, una poesía infladísima. Luego me di cuenta que no estaba en el registro en que me siento mas cómodo. En la vida soy efectivamente escatológico y burlón, bastante cabrón y ácido con la gente. En La Máquina autobiográfica, si bien tiene registros muy serios y una parte medio chilena en su dicción que puede resultar también engolada, hay otras secciones donde aparece un poco más de sentido del humor y se asoman personajes. Creo que esas vías terminaron desembocando en la novela, que ya era como el carnaval absoluto.
—Ya que lo mencionás, te gusta mucho la poesía chilena, e hiciste una antología, de hecho. Hay una carga muy fuerte de solemnidad muchas veces en esa poesía, una intensidad particular.
—Sí, Zurita, por ejemplo, lo ves en vivo y es impresionante, pero también hay otros como Claudio Bertoni, que es muy juguetón en sí. La de él es una poesía completamente atípica en Chile, es raro. O por ahí Parra, que es muy simpático y es chistoso. Pero sí, fuera de dos o tres sí suele ser muy solemne. Creo que más que solemne tiene que ver con una visión casi premoderna del papel del poeta, no solo de la poesía sino del poeta como este ente en contacto con algo del más allá que tiene que aterrizar ciertas ondas radiofónicas que le sobrevuelan y convertirlas en algo intenso. Siempre están como leyendo en la cima del Aconcagua y mirando los riscos y el paisaje escarpado… Incluso la versión del poeta como iluminado la transforman un poco en la del poeta como un loco, que es lo mismo, ¿no? O Juan Luis Martínez o Diego Maquieira, no se abandona nunca por completo esa visión premoderna. El poeta no se vuelve un pesonaje laico, sino que simplemente se transforma el signo de su inspiración pasando de la santidad a la locura. Hasta en generaciones muy recientes —me he peleado con amigos chilenos por eso, por decirles que tienen una visión completamente arcaica de lo que tiene que ser el poeta. Y sin embargo me interesa muchísimo, me gusta lo que escriben aunque lo siento muy alejado de mí y mi visión de las cosas. Pero me gustan hasta como personajes los poetas chilenos.
—Esta es tu primera novela, después de dos libros de poesía. ¿Con qué te encontraste tras ingresar en el género?
—Por un lado, hay algo del mundo de la narrativa que me da un poco de rechazo. No tiene que ver específicamente con las obras sino con el mundo de la narrativa, con la idea de convertirse en un escritor profesional y decir: ah, bueno, ahora hago novelas, voy a hacer una novela al año, y todas con una eficacia y un grado de certeza que yo no puedo impostar. No tengo tanta certeza al escribir. Tardo mucho, me cuesta, reescribo bastante y mientras escribo pienso unas cuarenta veces: puta, nunca voy a terminar esto, no voy a volver a escribir un libro. Creo que publicar la primera novela sí fue importante como para decirme que bueno, puedo terminar una novela a pesar de todo lo dramático que puedo llegar ponerme, que después de un tiempo intentándolo sí se puede. Me dio un poco de calma con respecto a mi trabajo, pero me gusta mantenerme ahí, sin llegar a un grado excesivo de profesionalización de la escritura. Si tengo algo que decir lo escribiré, y si no, no. No quiero ser un escritor a priori y viajar por el mundo dando conferencias sobre mi persona, me parece ridículo ese aspecto, que está por lo general más vinculado con la narrativa. Pero, al mismo tiempo, es muy divertido escribir novelas. Así que lo seguiré haciendo.
—¿Por qué decís que es divertido?
—Yo me moría de la risa mientras escribía la novela, leía partes en voz alta... Lo paso muy bien cuando escribo, algunas partes tienen un ritmo que me va llevando en la prosa.
—Está Bartleby muy presente, es un lugar común en las entrevistas que te hacen pero vayamos igual. ¿Cómo armaste ese personaje de Rodrigo? ¿Quién más está en tu imaginario?
—Está también Gombrowicz, Cosmos, que tiene esta cosa de pequeños ritornellos que componen una personalidad medio obsesiva, algo de eso está en el hecho de que el personaje acumula bolsitas de té, estas pequeñas fijaciones que tiene y componen su rutina. Creo que, en general, para todos los personajes del libro, obviamente inspirados en personas reales o en combinaciones de personas reales, siempre traté de tomar lo peor de cada uno. A mí no hay ningún personaje de mi novela que me caiga bien o me parezca un buen tipo, son todos espantosos y eso es algo que me gusta: tomar lo peor, lo peor, lo peor de mí mismo, o de la gente que conozco, y ponernos a todos en este ballet de perversiones.
—¿Cómo pensaste el vacío como elemento activo, o la incapacidad como activo?
—Eso sí es muy de Bartleby, que la pasividad, la absoluta inutilidad y la reticencia a hacer cualquier cosa termina siendo el detonante de toda la acción de la novela. En el caso de Bartleby su negación lo mete en situaciones absurdas y creo que busqué hacer algo parecido: este tipo no hace nada, y justamente por su pasividad termina casado, por su pasividad termina involucrado en una sesión de hipnosis. La pasividad llevada a un extremo lo mete en situaciones más o menos absurdas que son las que van jalando la trama de toda la novela. Me gustaba esa idea, que no fuera un agente activo sino un agente pasivo, una suerte de antihéroe pero absurdo.
—Lo inanimado también tiene fuerza activa, de hecho en el libro de poesía trabajás ya con los objetos, y acá leemos: “Los objetos traicionan”. Hay un coleccionista. Está la idea de destrucción también, muy presente.
—Sí, creo que es una de las obsesiones que comparten los dos libros, además de un par más. Lo de los objetos: siempre he escrito sobre eso, incluso en el primer libro, tenía todo que ver con la materia, pero no sé por qué los materiales, o cómo los objetos reflejan la vida que llevamos, ha sido uno de mis intereses. Cómo las pequeñas obsesiones de cada uno de nosotros terminan reflejándose o confirmando un orden de cosas en lo inanimado y en lo material.
—¿Cómo surgió ese autor falso, inventado, dentro del libro?
—Yo estaba en ese momento leyendo mucho sobre Cravan y especificamente sobre su mujer, Mina Loy, una poeta del modernismo norteamericano muy padre y muy desconocida. La historia de ellos me fascinó y es la historia que aparece en el libro, más o menos, donde este tipo bastante desquiciado que es poeta y es boxeador y pelea por un título mundial y pierde termina en México. Me documenté, leí un par de biografías, están las cartas que se escribieron, y primero pensé simplemente escribir la historia real de ellos, respetando los nombres y los tiempos, pero en algún momento mientras escribía me resultó más sencillo volverlos ficción, apropiármelos un poco más. Si no sentía que tenía la responsabilidad de ser muy apegado a los hechos y un poco me empezo a estorbar, no me soltaba a escribir. Me resultó liberador llevarlos hacia el terreno de la ficción e inventarme obras escritas por ellos y eso me permitió también que todo lo que en la novela aparece como escrito por Foret sean apuntes míos, de mis cuadernos, apuntes para poemas y bocetos. Me gustaba el juego de incorporarlos a la novela como parte de la ficción.
—La autobiografía en tu obra es un tema, ¿por qué la máquina autobiografica?
—Creo que en ese título también hay algo de homenaje a las vanguardias: la idea de lo confesional violentado por la máquina, que podría ser incluso muy futurista. Y eso, la idea de trasngredir un poco la poesía como género confesional y autobiográfico, como el género más cercano a lo propio. La máquina me servía como pretexto, me imaginé una máquina que escribiera poemas sobre sí misma.
—Está también la primera persona en el libro, el juego con la tercera en la novela. ¿Te preocupa esta decisión de la persona en la escritura?
—Sí, específicamente la persona verbal. En el libro de poemas aparece La Primera Persona, que es un personaje, llamado así. Y en la novela, justo la sección titulada La tercera persona está en primera. Me gusta jugar con los pronombres y hacer malabarismos con las personas verbales. Es poner un poco de distancia entre la posibilidad de lo autobiográfico, construir un personaje que es La Primera Persona es ya tomar distancia. Toda la escritura tienen ese efecto de ficción, incluso de falsedad y de mentira, que me gusta.
—Y como lector, ¿cómo reaccionás a una primera persona?
—Prefiero creerle siempre, me gusta jugar. Lo que te da la primera persona es la sensación de disfraz, de meterte en esa mirada y de observar las cosas con un punto de vista de ese narrador o de esa primera persona, y me gusta creérmela toda y entrar plenamente al terreno de la ficción y dejarme arrastrar y encandilar por esa convención del lenguaje. Pero por eso, me gusta porque sé que es también una estrategia del escritor, no hay que perder de vista que lo está haciendo así por algo y quiere genererar cierto efecto.
—Escribís también columnas.
—Empecé a trabajar cuando vivía en España, a los 19, y estaba estudiando allá Filosofía. En algun momento me di cuenta que si estudiaba Filosofía no iba a saber hacer nada aparte de reflexionar, y me dije: voy a tratar de aprender alguna suerte de oficio. Me metí sin paga ni nada a trabajar a Letras Libres, a la redacción española, me quedé ahí y me volví editor. En algún momento me dijeron que escriba una nota sobre arte contemporáneo, que era lo que más me interesaba en ese momento, y vi que era una manera de ganar dinero, muy poco, pero algo. Me gusta. Me gustan los géneros menores, también: idealmente me encantaría poder hacer las etiquetas de los vinos, las descripciones enológicas que vienen atrás, o cartas de recomendaciones, todos esos géneros no literarios que implican la escritura tienen un encanto para mí. Hace poco tuve que hacer una carta en una oficina de gobierno en la que estaba trabajando como editor; una solicitud formal pidiendo que retiraran una alfombra de mi oficina, y la hice en soneto. Fue muy desconcertante, no me la querían recibir. Fue el primer memo en soneto que se entregó en una oficina de gobierno.
—Hay una desesperación en la que está el escritor a veces, auto impuesta pero también desde afuera, cuando uno ya va por el segundo libro. ¿Te sentís urgido, o ansioso, en este sentido?
—Sí, a veces lo siento, me da por rachas. Justamente, que ya ingresé en cierto circuito, que hay cierta expectativa de lo que se tiene que hacer en ese circuito, qué es lo que hay que publicar, qué tipo de libros se espera. A veces todo ese ruido externo me jode y me pone mal, me pone muy nervioso, me hace querer ponerme a escribir de inmediato 300 páginas y mandarlas al editor, pero luego tengo la racha opuesta que compensa. Hay algo más importante: que me guste lo que estoy haciendo, que me puedo tardar lo que haga falta, que puede ser un libro atípico. Creo que está bien, por otro lado, decepcionar. Decepcionar o traicionar las expectativas resulta un poco liberador.
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Algunos subrayados de La máquina autobiográfica
(Bonobos, México, 2012)
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“Todas las decisiones que tomo son tajantes y algunas de ellas son hermosas como las lámparas de araña, y tienen mil cristales tornasoles y un juego complejísimo de luces. Todas son arbitrarias hasta cierto punto y resplandecen en el techo de mi cuarto cuando tardo un poco más en conciliar el sueño. Están como estrellitas fluorescentes, mis decisiones, y componen galaxias provisorias o se hacen las genuinas en mi cielorraso, que rota y se modifica con un vértigo discreto".
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“No hay por qué llevar las cosas hasta el final en un poema. A veces basta con dejar caer las frases como quien filtra un rumor incómodo en un universo cerrado”.
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“Ella se cierra como una puerta”.
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“Todo lo que soy se me revienta".
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