"Me interesa la realidad que a simple vista no se ofrece"
Ph Alejandra López
Liliana Heker
Martes 20 de diciembre de 2016
"La escritura permite indagar la belleza, el horror o el absurdo de los actos cotidianos. Si pudiera sintetizar por qué me interesa escribir, diría que es por eso". Una conversación con la escritora argentina, a partir de la publicación de sus Cuentos reunidos por Alfaguara.
Por Ivana Romero.
Ella cumple cuatro años. No hay invitados, ni torta con velitas, ni regalos: sólo cuatro tazas de chocolate sobre un mantel de hule amarillo. “Yo tomo mi taza de chocolate. Estoy llorando dentro de la taza. Y esto sí es el principio. La trampa de las historias o el poder de la imaginación, es el principio”, escribirá Liliana Heker mucho tiempo después en “Los primeros principios o arte poética”. Ese cuento se publicó en 1982, como parte de su tercer libro, Las peras del mal. Ahora se puede leer en Cuentos reunidos, editado por Alfaguara. Allí se incluyen sus cinco volúmenes de cuentos, algunas nouvelles y seis textos inéditos hasta ahora, nuevísimos. “Sí, en ‘Los primeros principios...’ hay algo de todo eso que yo venía diciendo a pesar de mi juventud y que diría después”, cuenta Heker. Y es que en el extrañamiento de lo cotidiano subyace una de las grandes claves de su obra.
Eso es lo que señala Samanta Schweblin en el prólogo: lo siniestro agazapado en la cotidianidad familiar, la infancia, la fascinación por lo desconocido, la memoria. “Hay algo más en su literatura y su manera de mirar el mundo. Hay luz en sus personajes más oscuros. En las situaciones más terribles, siempre late una salida”, dice. Schweblin ―al igual que Pablo Ramos, Margarita García Robayo, Guillermo Martínez, Alejandra Laurencich y un largo etcétera― forma parte del listado de escritores que pasó por el taller de narrativa de Heker y que luego dio forma a una sólida obra propia. “Yo no invento talentos ni visiones del mundo, pero me gusta ver cómo alguien con su propio talento y una buena idea puede construir un texto”, comenta esta autora menuda mientras sube los dos pisos por escalera de mármol que la separan de su departamento en San Telmo. El ascensor se rompió, pero no importa: sus pasos son gráciles porque adora jugar el tenis. Una pollera de gasa flota a su alrededor.
Nacida en 1943, a fines de los cincuenta comenzó a colaborar en la revista literaria El grillo de papel, dirigida por el escritor Abelardo Castillo, uno de sus mejores amigos. Por entonces ―no tenía más que diecisiete años― publicó ahí su primer cuento, “Los juegos”. En 1961, dirigió y fundó con Castillo El Escarabajo de Oro, que salió hasta 1974. Allí colaboraban Cortázar, Augusto Roa Bastos y Beatriz Guido, entre otros. Allí publicaron sus primeros textos Ricardo Piglia, Miguel Briante, Haroldo Conti.
―¿Por qué decidiste que estos Cuentos reunidos no estén agrupados por orden cronológico sino temático?
―Creo que cuando una ordena los cuentos reunidos por libro, inevitablemente ubica una época, y yo tenía muchas ganas de que el lector se encontrara con mis cuentos por lo que cada cuento es, más allá de cualquier referencia temporal. El resultado superó lo que esperaba, porque incluso gente que ya había leído buena parte de mis cuentos los está redescubriendo.
―¿Y a vos te pasó esto de redescubrir tu propia obra?
―Yo no suelo leer mis cuentos aunque los conozco. En este caso, revisé sobre todo mis tres primeros libros: Los que vieron la zarza, Un resplandor que se apagó en el mundo y Las peras del mal. No modifiqué para nada los cuentos porque fueron escritos así y son de la manera que son. O sea, fueron retoques mínimos, esencialmente algunas palabras que no me gustaban. Quien se ocupó de leer desde del primero al último fue Gabriela Franco, mi maravillosísima editora, que además es poeta notable.
―Antes hablábamos de ese tramo de “Los principios o arte poética” que tiene que ver con el modo en que pensás el núcleo de tu obra. Y en ese núcleo, como dice Schweblin, entran el extrañamiento de lo cotidiano pero también el modo en que transformás tu memoria en relato.
―Sí, en ese cuento justamente estoy rastreando en la memoria. Tengo muchos recuerdos muy tempranos. Con el episodio del chocolate, que ocurrió de veras, no sentí que estuviese atravesando un momento fundamental. Sólo estaba totalmente melancólica y tenía conciencia de que ése era un cumpleaños muy triste. A los cuatro años, tener conciencia de eso está prometiendo un futuro de alguien que probablemente mire la vida desde otro lugar. Algo que se repite en mis historias es la nena que da vueltas en el patio mientras se inventa historias.
―¿Lo hacías realmente?
―Sí, de manera recurrente. Era el patio de la casa de mi abuela, en la esquina de Gascón y Humahuaca. El episodio que cuento de una tía que me estaba observando sin que me diera cuenta y que dice “parece un león enjaulado” fue cierto. Y fue terrible para mí. Por eso con esa historia armo una especie de comienzo mítico de mi escritura. Cuando vinimos de Bahía Blanca ―yo era muy chiquita, tenía 14 meses―, vivíamos en esa casa. Es decir, pasé mis primeros cuatro años ahí. Luego nos mudamos, pero mi mamá me llevaba casi todos los días. Mi mamá y mis tías se sentaban a conversar, entonces yo iba al patio, daba vueltas sola y me inventaba historias.
―¿En tu infancia había muchas mujeres? Porque tus cuentos refieren eso.
―Claro, en la familia de mi mamá predominan las mujeres. Eran siete hermanas y dos hermanos; tías muy singulares, que discutían y tenían un gran sentido del humor. Mi mamá era particularmente mágica. Ese universo fue importante para lo que escribiría después. Mi hermana Sussy es seis mayor que yo. Las historias de Mariana y Lucía, esos personajes que inventé y que aparecen en varios relatos, tienen mucho que ver con el vínculo entre nosotras.
―En “Berkeley o Mariana del Universo”, ella está ansiosa porque quiere que su madre vuelva a casa y tienen una discusión entre filosófica y disparatada con Lucía, quien le termina diciendo que nada existe, que el libro, la madre y Mariana misma son un invento.
―Supongo que mi hermana en algún momento se hartó de que yo preguntara cuándo volvía mamá y entonces me dijo: “Mamá no existe”. Ahí se lanzó con todo y terminó diciéndome que también yo la imaginaba a ella, a los libros, a todo, y en realidad estaba completamente sola. Me quedé con el horror momentáneo de sentir que el mundo era invención mía. Era demasiada carga para una nena.
―¿Le das algún mérito al hecho de que empezaste a escribir muy joven?
―No. De chica yo sentía mucho placer escribiendo pero también tenía habilidad para resolver problemas matemáticos. La escritura fue algo privado. Escribí un verso de varias estrofas cuando tenía nueve años. Era horrible pero tenía una métrica aceptable. Lo hice porque había dejado una página en blanco para la portada del día de la primavera en un cuaderno de la escuela y tenía intención de hacer un dibujo. Pero seguía pasando el tiempo y no la llenaba porque dibujaba horrible. Entonces se me ocurrió escribir un poema, pero después me dio vergüenza ponerlo en el cuaderno y no se lo mostré a nadie. Recién en cuarto año, cuando hicimos las canciones ésas sobre profesores, empiezo a actuar como escritora.
―¿Canciones paródicas?
―Sí. En cuarto año hice un monólogo cómico y lo actué. A mí me encantaba actuar. En esa época empiezo a ser considerada por mis compañeras como “la que escribía”. Pero recién ahí. Y cuando decíamos qué íbamos a hacer cuando fuéramos grandes, yo decía que iba a trabajar en una revista literaria. Sin embargo, elegí Física y entré a la Facultad de Ciencias Exactas. Pero al mismo tiempo busqué una revista literaria, que resultó ser El grillo de papel. A partir de mi entrada ahí, de encontrarme con escritores y hablar de literatura, descubro ese mundo y empiezo a elegirlo. O sea, no siento que haya habido ningún destino ni un don de escritora.
―Mencionaste a la poesía. ¿Escribiste poemas?
―Sí, escribí muy pocos poemas. Al contrario de lo que me pasa con los cuentos, que están destinados a los otros, los poemas tienen un circuito muy privado. Le escribí dos poemas a Ernesto, mi pareja desde hace más de treinta años, y están destinados a él, no a los lectores. Escribí un poema a mi padre. Pero no creo que sea un poema con un valor particular. Es algo personal, que tiene que ver con sentimientos y no va más allá de eso.
―¿Cómo fuiste destilando esas escenas donde una como lectora siente que incluso abrir una puerta, participar de una cena familiar o tomar un colectivo pueden ser experiencias rarísimas?
―No creo que haya sido una propuesta a priori sino que lo cotidiano y lo familiar me importan como mundos narrativos. Al mismo tiempo, me interesa indagar en la imperfección de esos mundos tan armónicos, que en general ocultan algo siniestro. Cualquier situación mínima puede desembocar en una catástrofe o en algo disparatado. Eso es lo que me interesa contar, que el mundo donde nos movemos es más complejo, menos sencillo y amable de lo que creemos.
―¿Qué tenés que saber para sentarte a escribir?
―Tiene que haber una situación que me haga pensar “acá hay un tema para un cuento”. A partir de ahí empieza un trabajo que a lo mejor dura una semana o, a lo mejor, un año. Escribir es todo: que empieces a armar el personaje, la situación, que vayas por la calle pensando esas cosas. Pero cuando me siento, hay varias cosas que sé.
―¿Tenés una rutina de trabajo?
―Para nada. Si sé lo que quiero escribir, puedo hacerlo en cualquier momento. Y si no lo sé, me puedo pasar varios días sin escribir. Si eso se prolonga mucho, me provoca cierta angustia.
―Cuentos hasta ahora inéditos como “Horchata de chufa” o “Mujer con gato” son brevísimos”, de media página. Hay escenas inquietantes y equívocas, ¿qué te seduce de esos universos?
―Me interesa la realidad que a simple vista no se ofrece. Esos cuentos brevísimos son distintos de los otros, porque el cuento breve es un género en sí mismo por su capacidad de condensación. Y por otro lado, eso es lo que tiene la escritura: permite indagar la belleza, el horror o el absurdo de los actos cotidianos. Si pudiera sintetizar por qué me interesa escribir, diría que es por eso.