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Entrevistas

"La misoginia, en vez de retroceder, avanza"

Por Valeria Tentoni

Conversamos con Selva Almada sobre su último libro, Chicas muertas, una investigación sobre femicidios en primera persona.

 

Por Valeria Tentoni.

 

En el portal del libro nos recibe Susana Thénon preguntándose por qué grita una mujer: “Andá a saber / mirá qué flores bonitas”. Es una bienvenida decidida: Selva Almada no está dispuesta a dejar que le señalen las flores cuando pregunta por las muertas. Ese mismo horizonte tibio y polvoriento que pone en sus novelas a sostener el equilibrio precario de sus personajes, siempre desesperados con una desesperación silenciosa, aterrada y tímida (y por eso más oscura), es la misma tierra que recibe la sangre de estas “chicas”. “A dónde va toda esa sangre derramada / acaso la tierra la bebe y con ella se emborracha”, se pregunta Jaques Prevért en la canción que canta en Palabras. Y como Soledad Castresana en Carneada o Ted Hughes en los Poemas animales, Selva Almada escribe lo rural como quien no puede encontrar mansedumbre en la quietud, sino el presagio de la tormenta.

 

Como en La parte de los crímenes del 2666 de Roberto Bolaño, donde se lee esa seguidilla de muertes violentísimas de mujeres (tan numerosa que el efecto es de un horror angustioso, uno que sospechamos insuficiente y sabemos inútil y, al final, por eso mismo, casi ofensivo), en Chicas muertas también se sabe, al ingresar en la historia de los pueblos, eso que escribe Bolaño: “Cada cien metros el mundo cambia. Eso de que hay lugares iguales a otros es mentira. El mundo es como un temblor”. Almada decidió contar tres casos de femicidio, tres muertes ocurridas y olvidadas en los ochenta en el interior de Argentina. Tres nombres que una vez fueron las palabras con las que se llamaban a tres mujeres distintas, y que luego fueron carátulas de expedientes, casos cerrados cubiertos por el mismo polvo, listos para ser convertidos en cenizas. De hecho, la escritora tuvo que rescatar el expediente de uno de los casos del incinerador de un juzgado.

En Mal de muñecas, tu primer libro, la figura de la madre ya tiene un lugar inquietante, como en Chicas muertas. ¿Los pensás cerca?

Es un libro que para mí quedó muy atrás, salió hace diez años y es lo único que escribí de poesía. Cuando pienso en perspectiva, o en la relación entre los libros, siempre pienso en narrativa, no en ese. En los demás sí encuentro una línea, que se fue dando espontáneamente. Te vas dando cuenta con el tiempo, porque te lo marcan los lectores o los críticos, que hay temas o hay núcleos que se repiten. Y sí creo que en mis textos está presente la violencia, y la violencia en las relaciones familiares, y la familia como lugar perturbador, pero nunca lo hubiese relacionado con Mal de muñecas. Es un libro que me gustaría reeditar, no se consigue más, salió con Carne Argentina.

¿No editan más?

El último libro que sacamos fue el Manual sadomasoporno de Lai [Alberto Laiseca], y ahí disolvimos la editorial. Lo que sí sigue el ciclo, y le va muy bien. Pero la editorial ya no.

¿Seguís yendo al taller de Laiseca?

Sí, lo que pasa es que hay un grupo, el grupo de los lunes: desde hace muchos años vamos, somos siempre los mismos, entonces es como si fuese ir al club, es la cita. Seguimos yendo como si fuera un taller, pero la relación es distinta. Somos todos amigos y somos amigos de Lai, lo ayudamos a hacer cosas, cuando estuvo internado estuvimos cuidándolo… Entonces vamos y leemos y demás, pero es una relación más entrañable que hay. Pero seguimos leyendo. De Chicas muertas leí muy poco ahí. Lo que pasa es que yo venía haciendo borradores y después abandonaba el libro. Cuando lo escribí, en el verano, llevé algunos capítulos. Pero, en realidad, lo escribí tan rápido que no tenía tiempo de ir llevándolo para hacer la corrección. Llevé algunos y después lo trabajé directamente con la editora. Entonces, ése fue el que menos laburé con él, pero los anteriores sí; Ladrilleros lo fui llevando capítulo a capítulo al taller. Y a mí me sirve muchísimo ir, porque es la primera mirada que tengo sobre los textos mientras los voy escribiendo. Esto de que semanalmente te vayan escuchando y marcándote cosas, también uno escucharse leyéndolo. Ahí te saltan en seguida los errores más gruesos, y también te compromete. Soy muy vaga, en el sentido de las rutinas; no es que todos los días puedo entre tal y tal horario escribir. Nunca lo pude hacer. Seguir yendo, tener el compromiso de todos los lunes, me obliga a mantener una cierta frecuencia en la escritura que, si no, creo que no tendría.

¿Por qué decís que lo escribiste rápido, a Chicas muertas? Tenía entendido que lo venías trabajando hace años.

Yo hice todo el laburo de campo hace un montón, en 2010, con una beca del Fondo Nacional de las Artes. Después, el año pasado hice algunas entrevistas más con gente que en su momento no había encontrado. No sabía cómo iba a escribir el libro y cada tanto lo agarraba, releía y escribía posibles borradores. En un momento había pensado en contar los tres casos como tres relatos y cada uno con un narrador distinto, hasta que me di cuenta que era un libro que yo necesitaba escribirlo con un editor al lado, o sea, con alguien con quien poder charlar y de quien recibir devoluciones mientras escribiera. Me dije: basta de hacer borradores al pedo. Me propuse dedicarme a escribir otra cosa, hasta que apareciera un editor que se interesara. Mardulce ya me había dicho que no, porque ellos no publican crónica. La cosa era buscar una editorial que tuviera interés en algo que yo consideraba difícil; primero, porque eran casos viejísimos, no resueltos. Y, después, porque no habían sido famosos. Pero a Ana Laura Pérez, que es mi editora en Random House, le encantó el proyecto. Después fue escribirlo. Mientras hacía los borradores, yo ya sentía que era un libro que el día que lo escribiese tenía que escribirlo rápido.

¿Por qué?

Por el tema. Convivir tantos años con esas entrevistas, con esos recortes, con esas fotocopias de expedientes y con las fotos de esas chicas, que las tenía en el escritorio como para darme fuerza, impulso, para recordarme todo el tiempo que les debía ese libro o que me debía yo ese libro… Sentía que tenía que ser una escritura corta, en un periodo corto de tiempo, pero intenso. Que no me podía llevar dos años: por mí, por mi salud emocional, básicamente.

¿Y las entrevistas que incluís y tuviste con la vidente, la “Señora”, fueron en Buenos Aires?

Eso fue en Buenos Aires, sí, y después del trabajo de campo que me permitió hacer la beca. Yo leí un libro precioso de un cronista chileno que se llaama Francisco Mouat, que se llama El empampado Riquelme. Es un esqueleto que aparece en el desierto de Atacama, que lleva cuarenta años ahí, y en el saco tiene sus papeles, sus documentos. A partir de eso descubren la identidad del esqueleto, y era de un tipo que estaba desaparecido, que teóricamente se había tomado un tren de una punta a la otra de Chile para ir al bautismo de su nieto y nunca había llegado. Lo buscaron un tiempito, pero como el tipo era medio picaflor pensaron que se había ido por las suyas. Hasta que alguien deja un anónimo: nadie sabe quién lo encontró porque el que fue dejó un sobre en el aeropuerto con los papeles y la indicación de dónde estaba el cuerpo. Mouat hace la narración, la investigación, se contacta con los familiares. Dentro de la gente que entrevista entrevista a un grafólogo, porque hay un papel escrito por el muerto, a una psicóloga que lo ayuda a reconstruir el perfil de ese tipo, y consulta a una vidente. A mí me encantó eso, me dije: qué loco, un periodista que se anime a hacer esto. El tipo entrevista, creo, a una médium. Cuando terminé de entrevistar, en esa época, yo laburaba en un hospital y no podía disponer de dos o tres semanas para instalarme en cada lugar. No me podía ir de Buenos Aires y quería seguir sabiendo cosas, y no se me ocurría cómo si no podía viajar. Me dije: por qué no ir a alguien que pueda ver cosas que yo no. Así fui a lo de la Señora, que no es una vidente, es una tarotista. Tiene alguna extrasensorialidad que le permite sentir cosas que yo no podía. Así que hicimos ese laburo de tirarles las cartas a las chicas. Yo veía que los casos tenían en común que habían sucedido en los 80, que eran mujeres jóvenes y que nunca se habían resuelto. En eso, la Señora me ayudó muchísimo a ver las figuras de los hermanos, de las madres. Me ayudó a ordenar y a relacionar, más alla de lo que hayan dicho las cartas. Me ayudó a pensar. Yo no planeaba incluirlo en el libro, pensé que el editor me iba a sacar carpiendo. Cuando empezamos a hablar con Ana Laura del libro le conté que había estado yendo a una tarotista, casi como algo simpático, y me dijo: “Eso tiene que estar”.

¿Lo leyó el libro ya la Señora?

Todavía no, se lo tengo que mandar. La fui a ver este año para contarle que la quería incluir y ver qué le parecía. Había intentado ponerla con su nombre, pero otro personaje se llama igual, no funcionaba. Entonces pensamos en ponerle la vidente, la tarotista, entre otros. La fui a ver y cuando le dije “La Señora”, me dijo: “La Señora me gusta”. Acordamos entonces que así la íbamos a llamar.

¿También te ayudó a pensar tu lugar en las historias? Se te puede leer, de algún modo, como un cuarto caso en el libro. 

Sí, en eso me ayudó mucho. La pregunta constante de ella era por qué te querés meter ahí, por qué querés contar eso. Medio a los tironeos me fue sacando, o yo empecé a pensar más seriamente dónde entraba yo ahí, por qué. Ella me ayudó a pensar que claro, de los tres casos, el disparador fue el de Andrea, que pasó en un pueblo vecino al mío. Andrea y yo veníamos del mismo estrato social, había un montón de relaciones. Fue Andrea, pero en una fantasía muy tremenda, podría haber sido yo. Esas cosas las empecé a ver en nuestros encuentros con ella y se terminaron de cerrar con la editora. En la primera versión del libro me metía pero no, no me decidía, y Ana Laura me dijo: “Me parece que acá está lo rico, cuando vos ponés el cuerpo y decís ‘Yo podría haber sido una de ellas’”. Están los casos, pero por debajo hay un entramado cotidiano de violencia contra las mujeres permanente. Entonces, gracias esas charlas con Silvia y Ana se terminó cerrando.

Con dos mujeres.

Con tres, porque además se lo pasé a María Moreno, que también me dijo unas cosas muy iluminadoras.

Hay algo en el formato; los guiones de diálogo desaparecidos y los textuales no entrecomillados. Hay una dilución de las voces.

A mí no me gustaba entrecomillar cada vez. Probamos cómo funcionaba sin guión; obviamente siempre hay una referencia de quién habla. Pero me interesaba que esas voces que aparecen en el libro, ahora que lo pienso, quizás pudieran perder un poco de importancia, o que quedasen todas en un mismo plano. Lo importante ahí era hablar de otra cosa, no tanto quién lo dijo, quién contó qué parte de la historia.

Contás que este libro se empezó a escribir cuando todavía no estaba tan tematizado el femicidio. Me gustaría conocer tu mirada sobre estos delitos, si observaste estos casos pensando en una respuesta posible.

Sí, por supuesto que lo he pensado. La única solución posible que se me ocurre, y por supuesto a larguísimo plazo, es la educación. No veo que esté cambiando la mentalidad, mas allá de que ahora usamos el término “femicidio” y antes eran “crímenes pasionales”. A mí me aterra la misoginia que veo todo el tiempo. Algo que para mí ya, a esta altura del partido, debería estar superado. O, por lo menos, que el misógino sea un bicho raro con el que topás como cualquier otro loco con el que te topás en la vida. Las redes sociales son el lugar donde los ves brotar como hongos. Me espanta muchísimo, sobre todo, que venga de gente que yo veo ahí; no a todos los conozco, pero seguramente compartimos alguna cosa, hay un campo de interés común que tiene que ver con la educación y la cultura, entonces me espanta que tipos formados, tipos que han ido a la universidad, tipos jóvenes, que tienen, qué se yo, treinta años, y no viejos que han sido criados de otra manera, digo; éstos muchachos sigan reproduciendo ese modelo patriarcal. Como que la misoginia, en vez de retroceder, avanza: esa es la sensación que yo tengo y que me espanta, me parece horrible. Por más universidad que vayan, por más libros que lean, por más intelectuales que sean siguen ensañándose con las mujeres desde el lugar que tienen. El lugar que digo es desde el periodismo, la crítica o la escritura, porque es la gente que yo veo. En el libro digo, y probablemente más de uno va a decir qué exagerada que es, pero mirando para atrás una conclusión bastante tremenda a la que llego es: yo tuve el privilegio de ser mujer y estar viva y tener ahora cuarenta años. A mí me espanta que tipos que obviamente condenan el femicidio, desde su pequeño lugar de poder se ensañan con una mujer porque escribe determinada cosa.

Vos, de chica, cuando vivías en Entre Ríos, ¿tenías miedo?

No, es algo de lo que tomé conciencia de grande. Sabía que había peligros, pero no detectaba que había cosas que me sucedían que eran violencia de género, o que estaba mal que sucedieran. Cuando uno vive en la naturalización no te das cuenta.

¿Por qué la elección de todos casos del interior?

El disparador del libro fue la chica de San José, a veinte kilómetros de donde yo vivía. A Andrea la mataron en el 86 y en el 90 fue el crimen de María Soledad. Pensé, en seguida, en Andrea y en ese caso que no se había jamas resuelto. Cuando pasó todo lo que pasó en Catamarca, que la gente se levantó y exigió justicia, el caso salió de la provincia y todo el país se enteró. Yo pensé, en ese momento: capaz que si con Andrea hubiese habido toda esta movida el caso no hubiese quedado en la nada. Casos del interior por eso, porque si bien ahora es mucho más sencillo con Internet, en esa época si no ocurría en Buenos Aires era difícil que alguien se enterara, no iban a tener nunca la tapa de un diario. Venía por ese lado, son casos que habían quedado ahí, invisibilizados.

Tomás el riesgo de contar algo viejo. Bueno, también son casos irresueltos.

Pero que sean casos no resueltos habla también del poco respeto que la justicia y la policía y aquellos que tenían que investigar tuvieron por esas chicas, porque eran mujeres, y porque eran mujeres pobres. Entrevisté a una Secretaria del juzgado, que me consta trabajó mucho, Cristina Calveyra, que además es prima del poeta, pero en ese caso por ejemplo el policía que estaba ese día de guardia justo acababa de entrar y entonces no tenía idea de nada, no preservó la escena del crimen. La gente entraba y salía, después limpiaron. Es decir, también está la ignorancia de la policía que no sabía cómo enfrentarse a algo así porque nunca había pasado. Un poco de todo se ha juntado para que esos casos no se resuelvan. En el caso de Sarita es distinto, porque ahí había un tipo poderoso metido, amigo de la policía; ella era prostituta, la policía tenía sus relaciones con droga y prostitución y etcétera. Pero en el caso de Andrea creo que fue más que nada negliglencia e ignorancia. Y en el caso de María Luisa estaba todavía la policía de la dictadura. Ella era una mucama, era muy pobre, y fue como si dijeran bueno, una chinita que la habrá matado el novio. El desprecio, ahí sí, aparece el desprecio por la mujer pobre.

¿Cómo te sentiste como periodista, trabajando entrevistas, en la crónica?

En realidad, cuando era chica quería ser periodista. Cuando me fui a Paraná estuve dos años, tres, estudiando en la facultad y después me pasé a Literatura. Esto hizo renacer el viejo idilio mío con el periodismo. A hacer las entrevistas nunca fui como periodista, me presentaba como escritora: nunca sentí que estuviese haciendo un trabajo periodístico. Iba desde otro lugar. Cuando escribí el libro yo no quería que fuese periodístico, ni quería hacerme la periodista. Esa fue una decisión que tomé desde el principio: soy una escritora que está escribiendo una no ficción, pero no soy una periodista.

¿El nombre del libro es por el tema de Charly?

No. En realidad, cuando empecé con toda la idea del libro, domésticamente le decía “El libro de las chicas muertas”. Y después, cuando pude leer los expedientes, me llamó la atención que dentro de tantos sinónimos que usan para nombrar a las víctimas también se usa “la chica muerta”. Eso me reafirmó con el título.

¿Lo pensaste en juego con Ladrilleros y con El viento que arrasa? Aunque ahí las figuras inquietantes, tensores de los conflictos, son los padres. Acá las madres, igual que en Mal de muñecas.

Para mí escribir este libro fue como separar mi cabeza de la ficción. Pensarlo desde otro lugar, que nunca había trabajado excepto lo que hice el año pasado para Anfibia sobre Ángeles Rawson, pero era mucho más breve. Pensaba en cómo escribir un libro que tuviese un pulso literario, pero teniendo siempre en cuenta que era una no ficción y que no me podía ir a la mierda con lo que estaba diciendo, que no podía inventar. En todo caso, las novelas aparecían para indicarme que no tenía que ir a ese lugar, que tenía que ir a otro nuevo y ver cómo lo resolvía.

Pero las novelas sí están en juego entre sí, ¿no? ¿O tampoco?

Sí, o sea… Creo que siempre queda el resabio de una en otra, porque soy yo la misma que las escribo, las imagino, las pienso. Sí había pensado en un momento en hacer una especie de trilogía del Litoral, lo descarté por ahora. La que estoy escribiendo ahora sí es el Litoral pero ya el entrerriano, no más el norte santafesino. Entre esas dos hubo una relación geográfica, porque el disparador de la segunda es una anécdota que me contaron que había sucedido ahí. Mas allá de que la historia cambia cuando la escribo, me interesaba mantener la zona, y me habia gustado trabajar con eso en El viento, con esa cosa del calor, la pobreza, la tierra, la pobreza en la tierra, la naturaleza… Me parecía que para Ladrilleros era un buen lugar para la historia.

Parecés absorber con el mismo procedimiento, pero luego tomar una decisión distinta; contarlo como ficción o no.

Escucho mucho, tengo cierta facilidad de captar, de recordar a través de lo que escucho, no así de lo que veo. Sí, Ladrilleros era una anécdota, una historia real donde también había muertos, pero siempre se me apareció como una ficción. Y con ésta me parecía que ficcionalizar algo tan tremendo… Lo sentía, de algún modo, como una falta de respeto para las chicas. Lo hubiese sentido como frivolidad. No es que la ficción no sea seria, pero quería darle un peso de verdad, decir: está sucediendo esto, viene sucediendo desde que tengo memoria y estoy espantada con eso.

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