Escribir como si estuvieras cantando
Lunes 26 de mayo de 2014
Compartimos la primera de las charlas del ciclo "El escritor y su obra". Patricio Zunini entrevista al escritor y psicoanalista Germán García a más de cuarenta años de la publicación de Cancha rayada.
Patricio Zunini: Bienvenidos al primer encuentro del ciclo “El escritor y su obra”. Ese título representa de alguna manera la relación entre el escritor y aquella obra que, por una cierta relevancia, sobrevivió como un sinónimo del autor. Empezamos hoy con Germán García para hablar de Cancha rayada —que se está reeditando este mes—. Cancha rayada es una novela experimental de principios de los 70, que aborda una trama familiar desde un lugar joyceano. Es asombrosa porque está escrita por un chico de 25 años con un nivel intelectual tremendo. Para comenzar quería contar lo que pasó tras bambalinas: cuando le propusimos esta entrevista a Germán, en realidad el primer título que surgió fue Nanina —su primera novela, escrita cuando tenía 20 y que hace unos pocos años fue rescatada por la colección de Ricardo Piglia—, pero Germán nos dijo que él preferiría hablar de Cancha rayada. Entonces, para arrancar quería preguntarte eso: ¿Por qué la preferencia de esta frente a Nanina?
Germán García: Cuando publico Nanina teníamos una situación muy esquizofrénica en Buenos Aires porque por un lado había una gran apertura de ghettos culturales, pero también teníamos un gobierno militar que prohibía todo lo que veía que se movía por el costado. Onganía estaba en el poder y a su vez estaba el Di Tella y toda la mitología de los años 60. Pero, como se podía esperar para el año 68, saco Nanina y me la prohíben.
—¿Cuántos fueron: dos, tres meses que estuvo en la calle?
—Estuvo tres meses en la calle. Mi suerte fue mi desgracia: como se vendía mucho llegó a los oídos de una señora que tenía una asociación de defensa de la familia, se encontraron con un fiscal y ahí toda la historia: un juicio con dos años de prisión en suspenso (no iba preso porque no tenía antecedentes) que después terminó en seis meses de prisión en suspenso. Bueno, era una situación extraña. Había tenido mucho éxito con el libro, había vendidos tres o cuatro ediciones, pero pasé como un suspiro de las páginas culturales a las policiales —para secreta satisfacción de mis congéneres que nos queremos superar unos a otros; es nuestra manera de querernos. Entonces yo quería vengarme de alguna manera: el libro estaba prohibido por el lenguaje, que era un poco coloquial (yo tocaba la guitarra de Henry Miller, de Kerouac, ese tipo de cosas) así que dije “Voy a invertir eso, voy a hacer un libro que sea ofensivo para esta gente pero que no lo puedan prohibir”. Acá hay un chico que le dice a otro «la censurable madre que te parió». Hice eso y además quise salirme de un lugar que se había puesto de moda y me empezaba a molestar, que era la literatura testimonial. No me parecía interesante esa literatura aunque yo mismo había colaborado en fabricarla.
Se me ocurrió inventar un narrador que no sabe qué hacer de su vida ni a donde ir y que mediante lecturas trata de inducir a una familia, dos chicos y los padres, para que tengan algo interesante que testimoniar. Él se fabricaba una familia tipo y después escribía una novela testimonial sobre esa familia. Pero resulta que esa familia se le iba para cualquier lado. Al chico le cuentan en la escuela que San Martín había sido derrotado en Cancha Rayada y entonces él, que hasta ese momento había estado con los buenos porque los buenos siempre ganaban… Si los buenos también perdían había que andar con cuidado.
—Borges es un personaje del libro. ¿Ya tenías escrito el libro sobre Macedonio? (Germán es autor de Hablan de Macedonio, en el que hablan familiares y escritores, entre otros, Borges, sobre Macedonio Fernández.)
—Estaba en eso. Yo ya había entrevistado a Borges dos o tres veces. Me fascinaba que cualquiera podía ir a la Biblioteca Nacional de la calle México y hablar con Borges, que respondía como la pitonisa: respondía cualquier cosa. Venía un tipo y le decía “Usted qué opina de la guerra árabe-israelí” y Borges decía: “La guerra siempre se aprovecha...” y venía otro y le hacía otra pregunta y otra vez decía cualquier cosa. Y entre uno y otro hacía chistes. En verdad, no saqué nada en limpio de Borges. Y empecé este libro con el narrador que dice «Vine, Tiresias, porque mi cuerpo habla un lenguaje que no entiendo.». Tiresias es Borges: cualquiera que lo ha leído se da cuenta enseguida. Y Tiresias le responde cualquier cosa al protagonista. Él está esperando una revelación sobre literatura y Tiresias le dice «Feliz del que puso dos palabras juntas que nunca antes habían estado unidas», cosa que Borges me dijo una vez. Yo pensé que me había dado las llaves del cofre, pero la verdad es que es una tontería porque quién sabe si estuvieron unidas o no.
—En última instancia cualquier definición tiene un contenido banal.
—El chiste de la literatura es no interrogarla lógicamente. Es como la política: si la interrogás lógicamente no se sostiene. La única diferencia es que la literatura es más divertida y no le hace daño a nadie. Después metí una frase de Freud —una frase de Freud construida por mí sobre otra de Freud extensísima, que dice que la escritura es el lenguaje del ausente. Si lo mirás con cuidado, lo que dice es una tontería, pero cortada por el razonamiento parece una frase dicha por Derrida. Esa frase en realidad tiene que ver con que los sueños freudianos tienen carácter de sobredeterminación. Un sueño tiene una versión, vos lo contás, alguien te incita a separarlo en párrafos y al contar cada párrafo te sale otro texto. Freud dice que un sueño tiene un grado de sobredeterminación que no puede agotar en ninguna de las versiones. Son como capas de resonancia. Por eso, mi idea era hacer un libro que tuviera estas sobredeterminación. La preocupación tan democrática y sana por el lector no tiene ninguna importancia, porque como los sueños son sobredeterminados se entienden a cualquier nivel.
—En esta sobredeterminación sucede que hay muchas frases que tienen una polivalencia. Por ejemplo, siempre aparece "el que cuenta". El que cuenta es, evidentemente, la persona que está contando la historia, pero también es el que importa: el que cuenta.
—El tema es el contexto. En el sentido que decía Wittgenstein: la significación es el contexto. En ese momento había la literatura que quería ser social, quería eliminar todo equivoco: hablar claro. Como era el caso de Rodolfo Walsh. El, que era un cuentista muy bueno, dejó la literatura para hacer periodismo literario. Había toda una onda que venía de Cuba. Se discutía mucho sobre el tema: cómo hacer del lenguaje un instrumento eficaz. Pero en el lado opuesto estaba Lezama Lima y el barroco y también un tipo como Carpentier a quien tenías que leer con un diccionario al lado y, como dice uno de los prólogos de Carpentier, la mitad de lo que dice Carpentier no fue usado nunca antes ni lo será jamás. No porque sean raros, si no porque son cosas de una erudición histórica. Y en el medio de esa tensión el medio estaba, pobre, desgarrado, Cortázar. Cortázar nos había dado letra a todos porque Cortázar era como una enciclopedia. En él tenías lo que querías: descubrimos páginas de Gombrowicz en Rayuela, y de Macedonio Fernández y de Filloy. No eran conocidos y aparecían en Rayuela. Y como Cortázar también estaba desgarrado hizo El libro de Manuel.
—Que no es lo mejor de Cortázar.
—Es una encrucijada, él tipo estaba en eso.
—Otro ejemplo de sobredimensión: en un momento el hombre del coche rojo le dice al nene que es un chico curioso y él responde «yo no tengo curiosidad, ¿usted dice que soy raro?»
—Sí, él siempre está con ese juego con el lenguaje porque además a la madre se le van perdiendo las palabras.
—La madre queda con cinco palabras, creo. Es el antidiscurso de Molly Bloom.
—“Es lo más natural”, dice la madre.
—También puede ser una respuesta al Adán Buenosayres, que en un momento aparece en el libro.
—Sí, bueno… es un juego porque estaba la lucha entre la literatura intelectual o no, entre Francia y Estados Unidos. Mi tesis: hasta principios del siglo XX había su majestad el autor —Balzac, Flaubert—, después vino su majestad el texto —Roland Barthes— y por último hay que hacerle cortesías al lector: el lector es más que el escritor. No creo en eso en absoluto (antes que nada, porque los escritores son lectores), pero bueno, la necesidad de hacer marketing lleva a eso. Entonces yo creo que hay mucho juego de ese tipo. Yo siempre cito a un amigo, Ricardo Zelarayán: Ricardo Zelarayán era mayor que nosotros y a mí me hizo llegar a Macedonio Fernández, a Gombrowicz, todo eso cuando yo tenía 20 años y él era un tipo de treinta y pico. Lo que aprendí de Zelarayán es que uno tiene que hacer lo que le gusta. Después cómo convencés a otro de que eso circule, es otra historia.
—Volviendo a Cancha rayada: padre e hijo tienen el mismo nombre; madre e hija también. Se llaman Leopoldo y Elsa: Leopoldo padre, Leopoldo hijo, Elsa madre, Elsa hija. Leopoldo hace eco con Leopold Bloom, claro, pero también el segundo nombre de Germán García es Leopoldo, con lo que se da una coincidencia genial. La pregunta es doble: ¿cómo tomás a Joyce que, aparece, finalmente, en escena con “Molly Elsa Fernández Bloom”, y cuánto de autobiográfico hay en estos Leopoldos?
—Es un juego. Mi apellido materno es Fernández, además. En un momento el pibe dice que el padre arrastra de un lado para otro una foto de Macedonio Fernández. O sea que lo enlazo con ese Fernández también.
—Además esta Felisberto Hernández que en algún lado queda abreviado creo que como FilisFernández.
—Lo que me interesa, 40 años después, es esa cosa de sobredeterminación, que ahora no sé si podría hacerlo. Dejar que la frase avance sobre el tema y no el tema sobre la frase. Escribir como si estuvieras cantando una cosa, no como si estuvieras contando una cosa. La segunda frase de este libro es una imagen sobre el Edipo de Pasolini. En Cancha rayada hay varias cuestiones que tienen que ver con el chico que pierde la fe —como diría el tango— o la certeza. Pensemos en este San Martín que está en la portada del libro y que es el que todos hemos visto en el colegio: óleo de autor anónimo, realizado en Bruselas en 1824. Todos los reyes de España están pintados por los grandes pintores españoles y nuestro patriota está hecho por un belga atorrante que ni siquiera le quiso poner el nombre. Se sospecha, entonces, que este tipo no es San Martín. Y también: el capítulo “El desastre de” comienza con una nota sobre el calendario gregoriano que dice: «Es el que rige actualmente con carácter universal. Se originó en la reforma del calendario juliano ordenada por el Papa Gregorio XIII, en octubre de 1582. Cuenta los años a partir del nacimiento de Cristo (aunque, por error cronológico del monje Dionisio el Exiguo, quien introdujo esta reforma en Occidente en el siglo VI, el primer año de nuestra era corresponde en realidad a los seis o siete años de la vida del Redentor) y representa, por ello, la era cristiana.» Tenemos el cuadro que no sabemos quién lo pintó, tenemos lo sagrado —el nacimiento de Cristo— que tampoco sabemos en qué año fue, tendríamos que cambiar todo el calendario para que se volvieran verdad todas las fechas que tenemos… Aparece la mención al Edipo de Pasolini…
—Como les decía al comienzo de la charla, es un poco abrumador que haya tantos guiños en el libro, pero abrumador no significa recargado.
—Porque no son eruditos: son lúdicos. Después Yocasta justifica las fantasías incestuosas del chico y la hermana: «¿Por qué? ¿Debe el hombre inquietarse por aquellas cosas que sólo dependen de la fortuna y sobre las cuales no puede haber razonable previsión? Lo mejor es abandonarse a la suerte siempre que se pueda. No te inquiete, pues, el temor de casarte con tu madre», etcétera, etcétera. Eso dice Yocasta.
—Recién mencionabas a Cortázar y pienso que la relación entre los hermanos del libro es un poco como la que se da entre los hermanos de “Casa Tomada”: un poco incestuosa, un poco ambigua.
—Sí. Después está Electra: «Como tú lo deseas, hermano, así lo deseo yo; porque la alegría que tengo, de ti la he recibido, que yo no la tenía, ni me gustaría darte el más leve pesar, por mucha que fuera la utilidad que me reportara», etcétera. Es como si el hilo fuera una especie de variación entre estas dos frases. Y empieza la hermana: «Los vi por la mirilla, siempre que se van al zoo me quedo y los espero. Suben las escaleras sin saber que los veo. El que cuenta junto a papá y atrás está Elsa y Leo. Corro al baño y me saco los ruleros…» Es un monólogo de la hermana, lleno de equívocos.
—Cancha rayada es la batalla que pierde San Martín; el nene entiende que hubo una derrota y se pregunta cómo se vuelve de la derrota. En alguna entrevista que te hicieron leí que lo planteabas como una parábola de la derrota democrática de comienzos de los 60. Pero también es una novela anterior a Trelew y al golpe del ‘76. ¿Podrías haber escrito en el ‘83, por ejemplo?
—Uno tiene que ser respetuoso de los duelos ajenos. Uno se podía reír de muchas cosas antes de que ocurrieran ciertas cosas. Después de que ocurrieron es preferible callarse la boca. En Cancha rayada hay mucha burla, cierta tomadura de pelo a la ideología que estaba en el aire, pero hasta ese momento era inofensivo, eran juegos. Yo conocí mucha gente que desapareció, que murió.
—¿Vos te fuiste a España exiliado?
—Me fui harto.
—Que es lo mismo que exiliado.
—En 1978 invité a Daniel Sibony, un matemático y psicoanalista que había conocido en Milán a que diera unas charlas en Buenos Aires. Yo estaba en la revista “Los libros” y muchos de mis compañeros se habían ido; se habían metido en cosas que yo no tenía nada que ver. Sibony tuvo un éxito bárbaro porque acá no se movía ni una mosca (en los bares si alguien te pedía fuego vos ni lo mirabas a la cara). A este tipo lo invitaban de todos lados. Cuál fue la respuesta a mi optimismo: llamadas a la noche como en las películas: “¿Por qué no te dejás de joder de una vez?” Yo tenía dos hijos chicos y dije “Me voy de acá, que se vayan a la puta que los parió en este soberano país”. Me fui en 1979. En el 84 vine a un congreso que se hacía en el San Martín y había como 1200 tipos: me dije que algo así era imposible en España, entonces volví y empezamos a armar la escuela de orientación lacaniana.
—Para terminar, porque ya es tiempo del cierre, quería preguntarte sobre Macedonio, quien, además de ser una figura que aparece en el libro, es alguien, como ya hemos hablado, sobre el que has trabajado. ¿Qué representa para vos? ¿Cómo te relacionás con su literatura?
—Yo no soy de Buenos Aires: vine acá cuando tenía 16 años. Soy de Junín. Macedonio fue como una visita a la prehistoria de la cultura porteña. Conocí al hijo de Macedonio, conocí a uno de los fundadores del Partido Radical, que era tío de Macedonio, y después a Jauretche, a que sólo había visto de circular por la calle Talcahuano. Macedonio me gustaba. Nosotros tenemos una especie de manía en la que primero hay que buscarle un doble europeo y después cargarlo: a Macedonio se le ha cargado cualquier cosa rara que anduviera por ahí, entonces Macedonio es Derrida o cualquier francés de moda. Como si no pudiera ser solo Macedonio.