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“A mí me gusta la belleza de lo triste y la tristeza de lo bello"

Ph | Alejandra López

Entrevista a Juan Forn

"La literatura es combustible del bueno, nafta súper", dice mientras fuma. Después de la edición conmemorativa de Nadar de noche, Emecé publicó La tierra elegida y este año, además, Forn disparó la colección Rara avis para Tusquets. Editor, escritor y columnista, "creo en las leyes del relato”, dice en esta conversación exquisita.

Por Luciano Lamberti.

Juan Forn nació en Buenos Aires en 1959. Ha publicado libros de cuentos (Nadar de noche) y novelas (María Domecq), pero quizás es más conocido por Los viernes, las contratapas salidas en esos días en Página/12, rápidamente compartidas en las redes sociales y disfrutadas por muchas personas. Fue editor de Planeta y del suplemento Radar del mismo diario. Actualmente vive en Villa Gesell.

Lo entrevistamos a raíz de la reedición de La tierra elegida (una serie de ensayos y mini biografías que darían lugar a Los viernes) y a la colección “Rara Avis”, que está dirigiendo en Tusquets, e incluye títulos como Crónica de familia, de Vasco Pratolini o Anticonferencias, de Isidoro Blaistein. La ocasión fue un día de semana a la diez, en la casa donde brinda sus talleres, en Recoleta, donde fumamos y tosimos como locos.

 

¿Para el hijo de un ingeniero la lectura era un espacio de rebeldía? ¿En tu casa no había libros?

En mi casa sí había libros. A la manera en que hay libros en esas casas de la alta burguesía. La literatura era un divertimento, entonces había libros de El séptimo círculo, libros en inglés. Mi vieja leía indiscriminadamente bestsellers y otras cosas. Por ejemplo: leía a Mercedes Rodoreda y a Harold Robins. Entonces yo lo que leía era lo que había en casa. Papillon. La idea de que yo me dedicara a la literatura les pareció escalofriante: "Te vas a morir de hambre, de qué vas a vivir". La verdad es que cuando yo tenía 17 más o menos empecé a ir a verlo a Juarroz a Témperley, donde vivía. Y después fui conociendo escritores y yo me hacía la idea de que iba a ser pobre. Los escritores que conocí vivían todos mal, pero no me parecía tan grave. Para mí cualquier cosa era más atractiva que permanecer en la burbuja de esa clase, del colegio Newman, etcétera, etcétera.

Empezaste escribiendo poesía.

Mmmj.

¿Y en qué momento pasaste a escribir narrativa?

A los veinte. A los quince mi vieja me regaló un par de libros de Herman Hesse. Me regaló Siddharta y Demian. Yo vivía en esta zona y empecé a ir a librería Norte de Yannover, y en el fondo de la librería estaba el sector poesía, que en esa época tenía muchos libros de edición de autor. Y como había inflación, los precios se anotaban en la primera página del libro. Te encontrabas con algunos que costaban, a precio de hoy, 30 pesos, y así fui comprando. Lo bueno era que podían ser una vieja edición de Gelman, Susana Thénon, Gianuzzi, para no hablar de viejas ediciones peruanas de Vallejo o libros de Casa de las Américas. A los 20 me fui a Europa, de mochilero, y entré en el circuito de los exiliados. Era 1980. Vivía en una comuna de exiliados en Sitges, en Barcelona, y cada uno trabajaba en lo que podía y colaboraba. Yo lavaba platos en un restorán a la noche. Había un ejemplar de Rayuela y uno de los Trópicos de Henry Miller. La casa donde vivíamos quedaba al lado de las vías del tren, el peor lugar de Sitges, y un día encuentro en uno de los bancos de la estación un diario El país, lo agarro y veo una foto que me impactó, era la noticia de la muerte de Henry Miller. Le vi la cara, esa cara de chino pelado, loco, y me atrajo y empecé a leerlo y no paré. Y ahí me devoré Rayuela, y después me encontré Los siete locos. Ahí descubrí que lo que me gustaba era que me cuenten el cuentito, y que la poesía no era para mí.

En Los viernes hay una idea subyacente que es el cruce entre vida y arte. La vida interesante que da como resultado la obra artística.

Yo veo una relación secreta en la urdimbre de ambas cosas. Por la época por la que yo me formé la idea de relacionar vida y obra era un anatema. En mi generación primaba el concepto de la muerte del autor. Los textos se escriben, son escritos. Yo seré más básico o tengo quizás demasiada confianza en lo que yo llamaría inteligencia emocional pero me resultan muy elocuentes ciertos cruces entre vida y obra de los autores. También entre la obra de los tipos y el trasfondo de época. Antes de Los viernes, cuando empecé a escribir las cosas largas de La tierra elegida me fui inclinando en esa dirección. Yo no soy muy programático para escribir. Siempre me dejo guiar por la intuición o por el pálpito de “acá hay relato”. Cuando veo algo que puedo contar avanzo por ahí, busco.

Contame cómo surgió La tierra elegida.

Yo había tenido la pancreatitis y me fui a vivir a Gesell en el 2002, a fines del 2002. A principios del 2002 dejé el diario y me quedé todo ese año en casa en Buenos Aires. Escribía una nota por semana larga para Radar. Y cuando me instalé en Gesell las noticias se hicieron más largas todavía. Me acuerdo de que un día hablando con Sacommano yo le decía: “Me vine a vivir acá para tener tiempo para escribir”. El libro que quería escribir era María Domecq, y no me salía. Y él me dice: “Si estás escribiendo otro”. Ahí empecé a verlo, a ordenarlo, a ver qué dibujo hacían esas notas y finalmente me animé y lo publiqué. Y después hice otro igual, que se llamó Ningún hombre es una isla. Eran libros desparejos para mí. Y una vez que me sumergí en Los viernes y cerré ese ciclo los miré de vuelta y para quedarme tranquilo dije bueno, de las notas que más me gustaban en algunos casos quedaron algunos textos que eran más cortos, yo escribí varias veces seguidas sobre Kabawata, entonces los junté. Lo mismo con Marai, con Hunter Thompson, con Kafka. Con eso armé algunas notas más largas, los fui acomodando y así quedó.

Son como Los viernes pero largos.

Sí, a mí me gustan más Los viernes. Es el gran problema cuando empezás a escribir más corto. Después sentís que estirar lo deja aguado. Yo he tenido la sospecha, la intuición, de que en el registro que encontré en Los viernes adopta su verdadero tamaño adentro tuyo cuando lo terminás de leer. Parecen 100 líneas pero he conseguido meterle mucho sin que sea abrumador para el lector, y adentro suyo eso se abre. Y una vez que entraste en esa variante a mí se me hace tremendamente difícil escribir largo. Encarar una novela. Yo no sé cómo lo haría ahora. O un libro de largo aliento, novela no creo que vuelva a escribir. Algo de pura ficción, es muy difícil. Ya el interés que suscita la realidad y sus entresijos son tan amplios y atractivos que sentarme a inventar una historia, me parece perfecto que otros lo hagan, pero no es lo mío.

Sí, encontraste una voz ahí que te permite muchas cosas. Yo la siento muy cercana a Historia universal de la infamia, de Borges.

Hay tres libros. Ese, las Vidas imaginarias de Schwob y los libros de Danilo Kis. Un escritor yugolasvo increíble. Para mí él y Brodsky son de los últimos cuarenta años de la literatura mundial lo mejor. Lo publica Acantilado. Una tumba para Boris Davidovich es una reescritura del libro de Borges. Solo que él, en vez de elegir personajes un poco al tuntún, elige los que tuvieron alguna relación con la revolución de Octubre. Personajes chiquitos: un inglés, un lituano. Y después le hicieron juicio en Yugoslavia porque lo acusaron por un lado de plagio de Borges y por el otro de desviación ideológica, y él se defendió con un libro que se llama La lección de anatomía, donde dice que no hay peor que pedirle a un escritor que diseccione su propia obra. Es un tratado de literatura.

¿Te acordás cómo surgió la idea de Los viernes?

Mi hija iba a cerámica, en un taller de Gesell que abrió Javier Villafañe. Escribí una contratapa sobre las artes del fuego. Pero la primera que yo siento como que tiene la marca es la de Primo Levi.

¿Tu generación sentía la obligación, después de la dictadura, de ser “modernos”?

Ahí pasa una cosa muy interesante. Cuando viene el 83 yo tenía 23 y la sensación que tuvimos fue la del imperativo de la época, el Parakultural, toda la movida de los 80. Pero curiosamente también coincide con el retorno de los que se habían tenido que ir al exilio. Entonces la situación era la de “hay que darles una oportunidad a los tipos a los que robaron ocho años de su vida”. Entonces convivían la generación de los que empezábamos y la de los de treinta y casi cuarenta que volvían del exilio. Entonces me acuerdo que en El porteño fueron los que plantearon la primera divergencia o lucha táctica entre “psicobolches” y “posmodernos”. Si no me equivoco Dorio fue quien inventó la palabra “psicobolche”. Cuando vos sos joven, encontrar un paraguas conceptual que te de libertad para manifestar lo que querés, que es “quiero que me den pelota” y “quiero que me dejen hacer las cosas a mi modo”, es ideal. Yo por suerte nunca tuve particular tirria con la generación anterior. Más bien tenía el alma dividida. Por un lado sentía que estaba cerca de la cultura rock, yo entré a la literatura a través de las letras de rock, el Expreso Imaginario. Los tipos de mi generación habían estudiado en Puan y yo no veía a ninguno de ellos que fuera rockero. Para mí la matriz francesa teórico crítica era sinónimo de tedio, la matriz anglo me resultaba mucho más afín en todo sentido. Lo anglo muy amplio desde el inglés hasta los beatniks norteamericanos, el cine, la música. Todo lo que venía de ese lugar, las revistas. Esa fue una de las primeras marcas estéticas fuertes, que no coincidía con la estética de ellos ni medio. Cuando publiqué Corazones en la revista El periodista de Buenos Aires sale una nota sobre la nueva generación de escritores, de Beatriz Sarlo. Ella nombraba a Alan, a Guebel, Chefej, los que después se llamaban los babélicos. Pero la nota empezaba: “No escriben en segunda persona, no les gusta la literatura norteamericana, no idolatran a Salinger”, era así y hablaba de ellos. Y del otro lado no ponían a nadie. Corazones es todo lo contrario de eso. Entonces ahí se produjo una especie de rivalidad ridícula. Aunque no era absoluta, con Charlie Feilling y Chitarroni yo siempre sentí afinidad. Por lo demás, están todas las dificultades para leer a los tipos de tu generación. Uno es genéticamente incapaz de leerlos. Mentalmente estás discutiendo desde el principio hasta el final. A mí me gusta leer tipos con los que discuto mentalmente. Son estimulantes para mí. Y además contribuyó una cuestión de actitud en la literatura argentina que era un poco desenfadada. Había sido muy desenfadada en los 60, cuando dicen Borges y Arlt se tocan, y nosotros somos hijos de esa cruza. Ellos eran políticos, eran pro cubanos, tenían algo que sostener. La actitud nuestra era, a lo sumo, la del “Nunca más”. No es casualidad que a todos nos haya ido bien en los 90. Nos importaba tanto que las cosas fueran aireadas, livianas y divertidas que éramos un poco cabeza huecas. Hablo en plural, tendría que hablar en primera del singular.

¿El material de Los viernes es real o introducís elementos de ficción?

Yo tengo el síndrome del pescador mentiroso, que vuelve de pescar y con cada uno que se encuentra el pescado que encontró es más grande. Cualquier cosa que me cuenten cuando la repito la tuneé. Aunque no me de cuenta. Para mí son reales. En un 95, 99 por ciento están basados en elementos reales. La manera de acomodarlos en ciertos casos produce efectos que pueden dar apócrifos o ficticios. Uso el material que me caiga en las manos, soy rapaz en ese sentido. Tarde o temprano se nutren de libros pero en por lo menos un tercio de las contratapas pueden haber tenido un origen completamente accidental, algo que me cuentan, algo que escucho, algo que vi en un documental, casi cualquier cosa. Inevitablemente lo viro a las leyes del relato. Para mí todo lo que está contado con un cuentito es el vínculo más rico que uno puede establecer con un lector. A vos cualquier cosa que te la cuentan como un cuento te entra más: la historia, la geografía, la sicología, la lista telefónica, un prospecto médico. Yo en lo que creo es en eso: en las leyes del relato, en el dispositivo del relato para usar palabras modernas, de ahora. Estoy viendo algo y veo cómo surge la colita de una historia subterránea y voy ahí. Siempre lo veo en forma de cuento. Yo escribí la contratapa con la historia de un africano que quería ser astronauta. El material en que me basé era perfectamente serio, plúmbeo a mi gusto, y les pasa por delante de los ojos que el tipo éste hizo lo de llegar a la luna porque era una tapadera para formar cuadros de la guerrilla africana y no lo ven, y no lo cuentan. Yo lo cuento como una especie de fábula africana como lo contarían ellos sentados en un bar en Nairobi. A mí no me caben dudas de que fue así, eso estaba latiendo subterráneamente ahí abajo, y en ninguno de los otros relatos lo vas a encontrar. Y ahí es donde yo siento que lo interesante de lo real es el salto que te permite dar a zonas de lo real que no están dichas. Son como pliegues. Existen pero si no están nombrados pertenecen al ámbito de lo mítico o de lo oculto. Y para mí son como los fierros que van adentro del hormigón. Esos fierros, esos vasos comunicantes, yo los veo. Es lo que más se parece a una definición de la literatura. Eso te permite trabajar con el inconsciente colectivo. Yo digo, qué sé yo, Leningrado, 1919, tachos rojos prendidos fuego en las esquinas. O te digo: Brasil, sesenta, Garota de Ipanema. O te digo radioteatro mexicano, Rulfo caminando por la calle, te creo el telón de época y trabajo con ciertos elementos que vos en cierto sentido conocés aunque no sepas que lo sabés. Trato de trabajar en esos lugares. La proliferación de información te permite eso.

¿Cuál es la función de un editor?

Hay dos maneras de ser editor, o dos facetas. Una es elegir, especialmente cuando trabajás con libros de muertos y extranjeros y otra es el editing, el trabajo con el autor.

Vos tenés fama de haber metido cuchara en los textos que editabas.

Yo trabajaba así con mis amigos y salía bien. Y no soy el primero ni el único. De todas maneras eso siempre ocurrió. Los grupos literarios que se juntaban en bares y se masacraban unos a otros con un argumento para mí bastante atendible que es “achiquemos las pérdidas antes de publicar”. Si no te lo dice el que te tiene confianza, ¿quién te lo va a decir? Te lo va a decir el crítico cuando esté publicado y te va a dar con un caño. Yo siempre he preferido que me digan lo que no funciona de un texto cuando está en crudo. Cuando pedís se despiadado te la tenés que bancar después. Yo mostraba y opinaba sobre los textos que me mostraban. En Emecé también lo hice. Lo hice con Blaisten, con Rabanal, con Laiseca, con Dal Masetto. Yo tenía 26, 27, 28. Y generalmente tenía buena onda y todos lo valoraban. Por supuesto que la clave para poder hacer eso es tener una cierta capacidad camaleónica, y poder leer un texto de otro y pensarlo con la cabeza y la lógica del otro. Uno sirve como editor cuando detecta las pequeñas infidelidades del otro. Y lo más importante de un editor es lo que te señala que no funciona, no la opción que te de. Yo siempre muy apasionado, empático y bocón en mi manera de decir las cosas. En la mayoría de los casos yo entendía la estética del otro. Por supuesto, yo no soy infalible. Pero cuando un editor te da quince sugerencias y de esas diez te sirven, bueno. A todo esto hay que hablarlo en pasado, yo lo hice hasta los treinta y cinco.

¿El taller es la continuación de eso?

No, el taller es otra cosa. La parte más linda que tiene un taller, que es lo mismo que tiene laburar en una editorial o en una redacción. Es ver a un escritor en acto, es como ver a un mecánico tocar un motor. Con solo mirar, sin que él hable, ya aprendés. Para mí las cosas más importantes que transmiten un taller son primero la clase de vínculo que uno puede tener con la literatura. Cómo te nutrís leyendo y cómo podés saber cosas de vos mismo mientras escribís. Leerte a vos mismo. Verte desde afuera al mismo tiempo que te ves desde adentro. Y la otra cosa es saber cuánto te nutre la literatura, con solo leer estás cargando las baterías para escribir. Tomar consciencia de que la literatura es combustible del bueno, nafta súper, es buenísimo y mientras más pronto lo descubrís mejor te sale. Y lo último que tiene el taller es el lugar de pertenencia. Todos los que empezamos a escribir venimos de otro pozo y somos raros. Y en una época existían los grupos literarios. Cuando vos empezás es lindo tener una pandilla con la que tenés sinceridad brutal, y sabés que te cuidan las espaldas. El laburo literario es cada vez más solitario y con el tiempo uno se vuelve cada vez más maniático. Los escritores hablan de huevadas, de celos, de pelotudeces. En tu taller vos ya sabés lo que van a pensar tus compañeros acerca de lo que escribís. Y eso está bueno para verlo entero. Si vas a escribir lo tenés que ver desde diferentes ángulos, no desde un solo lado, lo que es el gran problema del onanismo literario. Creen que lo que hacen es exactamente lo que ellos ven.

¿Qué tienen es común los libros de la colección que estás editando?

A mí me gusta la belleza de lo triste y la tristeza de lo bello. Son libros donde el caudal emocional tiene la misma potencia que el atractivo estilístico y el caudal dramático. Y son todos libros que están olvidados o nunca han sido muy leídos o nacieron guachos. El mestizaje de géneros ha ido generando una cantidad de libros que no tienen molde. ¿Qué es Los exiliados románticos de Carr? ¿Es una biografía, está novelado, es un ensayo? ¿Qué es El idioma materno, de Fabio Morábito? ¿Qué es Marca de agua de Brodsky? ¿Qué es Revelación de un mundo de Lispector. A mí me encantan los libros mutantes. A mis amigos libreros siempre les pido que me hagan una sección de libros que me gustan a mí. Yo voy a la parte de genética y veo los libros de Jay Gould y no me importa de qué habla, la manera que tiene de hablar me seduce y me cautiva siempre. Pueden hablar de cualquier cosa. Los libros que van a salir en la colección son muy disímiles. A mí me llama la atención lo que yo llamo el sistema de validación. Históricamente en el sistema literario había un circuito de voces que te daban pistas de libros buenos. Podía ser un crítico, un librero. Había como una manera de fundamentar que era bastante confiable y genuina. Lo mejor de una época quedaba bastante claro. Desde las vanguardias el proceso fue así. Las cabecitas radares de cada época elegían con bastante criterio, lo bueno quedaba a la vista y se notaba lo que era más evanescente o perdía elocuencia rápido. Y en los últimos veinte o treinta años se puso todo mucho más turbio y poco confiable. No hay ningún lugar en el que confiar. A mí me dicen que Knausgard es la gran cosa y después vas a sus libros y encontrás algo mucho más chico, que puede estar bueno, pero es mucho más chico. Tenés un poco de proporción, no podés hablar así. Hay muchas cosas infladas.

¿Qué diría un viernes sobre Juan Forn? ¿La pancreatitis sería el centro?

La gracia es esa, es que es una lógica distinta. No me lo puedo imaginar, la verdad. Mi cabeza habla tanto todo el tiempo que no sería capaz de pensarlo.

 

 

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