“Traducir es una tarea ética”
Jueves 27 de noviembre de 2014
La desgrabación del panel “¿Cómo traducir lo intraducible?” en el que participaron Ryukichi Tearo, traductor de Kobo Abe, y Mariana Dimópulos, traductora de Walter Benjamin.
Entrevista: Nacho Damiano.
El jueves pasado se llevó a cabo la mesa “¿Cómo traducir lo intraducible?”. Para el encuentro, moderado por Nacho Damiano, convocamos a dos traductores que se especializan en ámbitos que, a priori, por las diferentes lenguas, podrían pensarse como no compatibles entre sí: Ryukichi Terao, profesor e investigador en la Universidad Ferris de Yokohama y traductor al japonés de Cortázar, Gelman, Onetti, Fuentes, Vargas Llosa, Saer —entre otros— y del japonés al español de Tanizaki, Oe, Abe, Akutagawa y Kawabata; junto a Mariana Dimópulos, licenciada en Letras y escritora, pero además traductora de Benjamin, Meier, Kruger, Peltzer, Adorno, Horkheimer y próximamente de Heidegger.
¿Cómo trasladar un concepto de un lenguaje ideogramático a uno alfabético como el nuestro? ¿Cómo traducir la filosofía, en especial desde un idioma cuya morfología y gramática tienen tan poco que ver con el español? ¿Qué se gana y qué se pierde?
—Me gustaría empezar con preguntas que los involucren a ambos para luego pasar a problemáticas más puntuales de los trabajos de cada uno. Ustedes son traductores con recorridos e intereses muy diferentes: ¿cómo ingresaron al mundo de la traducción? Ambos tienen formación académica en Letras pero decidieron ser traductores, ¿cuándo y cómo empieza ese interés?
Ryukichi Terao: En mi caso fue por azar, por no decir por error. Empecé a hacer traducciones primero del japonés al español cuando estaba escribiendo la tesis doctoral, que tenía que estar escrita en español. Como no me sentía capaz de escribir algo académico en español, tenía la sensación de que debía mejorar mi escritura, se me ocurrió que la mejor manera era haciendo traducciones al español. En esa época yo vivía en Mérida, Venezuela y trabajaba con un escritor venezolano experto en literatura japonesa. Como él admiraba a Tanizaki traduje unos cuentos inéditos de él. El primer cuento que traduje se llama “Una flor azul”. Le mostré la traducción a mi amigo, le gustó, me ayudó a corregir el texto, y así fui aprendiendo a escribir español.
La traducción nace como un método de aprendizaje de escritura en español.
RT: Exactamente. En un principio la idea de la traducción no me interesaba para nada, yo quería hacer investigaciones literarias sobre las novelas contemporáneas de América Latina. La traducción me parecía una cosa casi loca, porque decir otra vez lo mismo en otro idioma, ¿para qué? Si yo ya entendía el texto y no necesitaba que me lo traduzcan, ¿para qué traducirlo yo para otra persona? Por otro lado, estaba cansado de eso porque yo ya venía haciendo traducciones para ganarme la vida: manuales de aparatos electrónicos, hasta llegué a traducir una carta de amor por una cuestión criminal. Pero cuando empecé a traducir literatura me dí cuenta de que lo disfrutaba bastante. Ahora llevo 25 libros traducidos. Volviendo a tu pregunta, empecé por azar.
¿En tu caso, Mariana?
Mariana Dimópulos: También intervino el azar. En realidad, siempre traduje: yo fui a un colegio secundario humanístico, donde aprendimos Latín traduciendo, de alguna manera el pensamiento de la gramática a través de la traducción siempre lo tuve muy grabado, es como una especie de matriz que me quedó desde muy joven. Después me fui a vivir a Alemania para leer en alemán, sin pensar en la idea de traducir. Cuando llegué no sabía nada del idioma, mi objetivo era simplemente poder leer en alemán, y la traducción vino un poco por azar y un poco como medio para ganarse la vida. Igual que Ryukichi, yo también hice manuales de máquinas para España (un peligro, no sé cómo andarán los que usaron esas máquinas). Y después traduje de todo: no llegué a cartas de amor pero sí a descripciones de hoteles, cualquier cosa. En 2005 volví a Argentina y ya empezó el camino editorial, de alguna manera me reconcilié con mis raíces de saberes literarios, que no era como había entrado al mundo de la traducción, que fue por necesidad.
¿Vos querías aprender alemán para leer específicamente a la Escuela de Frankfurt?
MD: Sí, yo quería aprender alemán porque leía las traducciones de Adorno y sospechaba que detrás de esa gramática tan tensa, tan rara, que daba como resultado de la traducción del alemán al castellano, debía haber una matriz lingüística interesante a la que no estaba accediendo, y eso me tentaba mucho. Además, siempre fui frankfurtiana más allá de la lengua. Cuando estaba en Alemania, con mi marido conocimos a un poeta al que le decíamos “el romántico” porque parecía salido de principios del siglo XIX, era realmente un poeta romántico alemán. Y me acuerdo que una vez él me dijo “¿de verdad viniste a aprender alemán para leer a Adorno? ¿No para leer a Goethe, a Schiller?”. Él se entusiasmaba mucho por esa —magnífica, es indiscutible— tradición poética, y que no fuera el centro de mi interés a él lo volvía loco.
Es interesante que el origen de tu interés por el idioma fue que notaras espacios oscuros en las traducciones que leías y hace un minuto Ryukichi dijo que para qué decir de nuevo lo mismo. ¿Una traducción dice realmente lo mismo que el texto original?
RT: Con el alemán no sé, pero entre el japonés y el español, que son dos idiomas que no comparten ni siquiera el abecedario, que además funcionan con otro sistema conceptual (el japonés maneja diez mil ideogramas chinos), no puede existir una traducción literal porque siempre se pierde algo, pero en algunas ocasiones se gana algo también. Y eso es lo más divertido. La cuestión que hay que preguntarse es hasta dónde el traductor se puede permitir el lujo de intervenir: Borges cambiaba los textos que traducía, hasta cambiaba el final de los cuentos. Eso es algo que yo no me siento capaz de hacer, yo siempre trato de ser fiel al texto. Pero al mismo tiempo creo que un traductor no debe temer la pérdida, más bien debe buscar la ganancia.
Además, para que haya ganancia tiene que hacer algo de pérdida, es inevitable. O por lo menos riesgo de pérdida. Una pregunta casi ética: ¿si vos ves que podrías mejorar el texto pero eso implica traicionarlo, preferís ser fiel al original?
RT: No sabría cómo contestarte, pero te voy a poner un ejemplo. Para mí fue una experiencia grata hacer la traducción de Tres tristes tigres, un libro imposible de traducir porque está lleno de juegos de palabras, bromas, chistes. Pero estoy convencido de que lo más importante siempre es el idioma de salida, el idioma al que van a acceder los lectores. Para el de Cabrera Infante tuve que inventar un montón de juegos de palabras, hasta llegué a inventar palíndromos, porque el japonés se presta mucho a inventar palíndromos, fonológicamente en español es bastante difícil pero en japonés es más fácil, entonces ¿por qué no aprovechar? En un momento se me ocurrió uno genial que en japonés dice “me gustaría ser homosexual también en Italia”. En español no se nota, pero en japonés eso es un palíndromo. Como verás, en ese caso no me importó un carajo la fidelidad, porque además creo que es una frase que Cabrera Infante hubiera metido en el texto si lo hubiera escrito en japonés.
Esta cuestión de la traducibilidad literal, me imagino que también debe tener sus vericuetos a la hora de traducir filosofía. Además, el alemán es un idioma muy morfológico, no te queda más alternativa que parafrasear.
MD: Ahí hay que hacer una diferencia, porque también traduzco ficción y porque doy clases de teoría de la traducción en la facultad, entonces es un tema muy discutido al nivel más especulativo acerca de la traducción. Si se cambia, si no, si se pierde, qué se inventa, si se termina notando, si no se nota. Esos temas han dado bibliografías inmensas que no vamos a resumir hoy, pero lo que sí te puedo decir es que yo defiendo —en ese sentido no soy derridiana— que hay una diferencia no absoluta pero sí muy marcada entre traducir filosofía y traducir literatura. Y que esa diferencia está basada en el concepto: los textos filosóficos tienen un elemento clave que es el concepto, y ese concepto, a diferencia de todas las otras palabras, no tiene sinónimos, por lo que obliga al traductor a trabajar de un modo distinto al que trabaja con una palabra, por así decirlo, “común”. Entonces, una vez que decido la manera en la que voy a traducir un concepto, tengo que sostener esa decisión todo lo que pueda, y si no la voy a sostener tengo que tener un justificativo importante de por qué no sostenerla, y tengo que aclararlo mediante una nota al pie, o de alguna manera. En ese sentido, la traducción de filosofía está más cercana al problema de la verdad que la traducción de la literatura, que si querés, en términos muy económicos, está más ligada a la noción de belleza. Un derridiano puro diría que esa diferencia no existe, pero yo la defiendo y la siento —usando “sentir” entre comillas—en la práctica de la traducción. Barbara Cassin, dice “toda la filosofía es un problema de traducción”, por supuesto ella es una sofista, es una defensora de la corriente sofística, pero hay algo de verdad en eso que postula. Es innegable que existe una coacción muy fuerte que ejerce el texto filosófico sobre la traducción, que es diferente al caso de los Tres tristes tigres, que sería casi el polo opuesto.
No podés permitirte ese nivel de libertad porque en tu caso la traición al texto original sería mucho más grande.
MD: Claro, como él dice, hay un lugar donde la traducción siempre es pérdida y ganancia, y está en el arte del traductor hacer que eso funcione y serle fiel. Por supuesto que la fidelidad es un tema que podemos discutir horas, de hecho hay una corriente que abandona la idea de la fidelidad en la traducción, pero a mí no me sirve pensarlo así.
¿Qué disfrutás más traducir: literatura o filosofía?
MD: Es una pregunta que trato de no hacerme. Traduzco filosofía porque me especialicé en eso, porque había un espacio, un nicho laboral (además de que es una pasión personal). Pero cada tanto me gusta traducir literatura, lo que pasa es que como también escribo, a veces se me pisa la traducción de ficción con mi propia producción. Para mí, escribir ficción y traducir filosofía son dos ámbitos distintos, están bien separados, mientras que si traduzco autores de ficción que me gustan, bueno, ahí ya se juegan otras cosas. Digamos que se pueden pisar más y que eso me puede traer —especulativamente— algunos conflictos.
Pasemos a la cuestión de las notas al pie. Estuve leyendo varias traducciones de los dos y noté que hay muy pocas, por no decir ninguna. En el caso de Mariana, cuando hay son notas académicas, no propias de la traducción. ¿Cuál es la política de las notas al pie al momento de traducir?
RT: Bueno, yo las detesto, nunca las pongo. La nota al pie paraliza la lectura, es una intromisión totalmente innecesaria. Es como si un actor, antes de empezar a actuar dijera: “ahora voy a expresar alegría, entiéndanme por favor, después voy a expresar angustia”. Un actor actúa, y los espectadores sienten y entienden. La nota al pie es una claudicación del traductor, una falencia en su trabajo. Una vez ví la película Sueños de Kurosawa, que al principio tiene una línea que en japonés dice “he tenido un sueño”. El que hizo el subtítulo puso, por decir, “la radiación no sé qué cosa”. Eso no dice el texto, lo que dice es “he tenido un sueño”, y el subtitulador, seguramente por amabilidad, explicó lo que iba a venir. Para mí es un tremendo error, una burla al espectador, una subestimación. Yo respeto al lector, confío en que sabrá apreciar lo que es el texto literario. Supongo que en la filosofía seguramente es diferente.
MD: Sí, es diferente, pero coincido en que es subestimar en cierto sentido al lector, como estar explicándole, dando por sentado que no va a entender. La tarea del traductor es resolver. Tengo una amiga traductora con la que a veces hablamos de lo difícil o lo conflictivo que es traducir, y ella una vez me dijo una frase muy buena: “traducir es una tarea ética”, es decir, todo el tiempo hay que estar tomando decisiones. Mi trabajo es precisamente ese, tomar decisiones, poner una nota es explicar “hice mi trabajo de tal o cual manera”. Me parece que está mal, traducir es establecer una equivalencia, y esa equivalencia se tiene que defender con una estructura y un grupo de decisiones que se van tomando alrededor del texto. Hay casos muy especiales: si me encuentro con un juego de palabras que es fundamental para el texto, o con un concepto filosófico basado en el significante (pienso en Lacan, por ejemplo), bueno, quizás agrego una nota, pero la tengo que considerar totalmente necesaria. Ahora, en la traducción de ficciones, estoy de acuerdo con él, yo tiendo a desaconsejarlas.
Ahora vamos a cambiar un poco la mecánica, nos vamos a meter en la especificidad del trabajo de cada uno. Empecemos con Ryukichi: explicaste cómo y por qué empezaste a traducir del japonés al español pero tengo entendido que en su momento no te interesaba tanto la traducción del español al japonés.
RT: Fue un proceso natural, propio del idioma. Yo terminé mi tesis de doctorado en el 2005, y luego hice la versión japonesa. En 2007, 2008, sentí que había cumplido con todos los requisitos académicos que se me exigían, ya había publicado tres o cuatro libros de investigaciones literarias, estudios teóricos de literatura, pero eso me terminó aburriendo. Al mismo tiempo me sentía un poco frustrado, porque había muy pocas traducciones de literatura latinoamericana en japonés. Hasta este año no existía la versión japonesa de Tres tristes tigres, ni de La región más transparente de Carlos Fuentes, ni de Casa de campo de José Donoso. Y encima, las traducciones de literatura latinoamericana que sí existían eran bastante malas. Conversación en la catedral de Vargas Llosa está muy mal traducida, Rayuela de Cortázar está muy mal traducida. Entonces, en algún sentido sentí la necesidad de divulgar mejor a la literatura latinoamericana. Además, en diciembre de 2008 se inauguró la sede Tokio del Instituto Cervantes, y el que era su director en aquel momento (Víctor Ugarte), estaba interesado en hacer una colección de literatura hispana, no sólo de América Latina sino de España también. Entonces, inventamos una serie que se llamó “Colección Premio Cervantes” (subvencionada por el Gobierno), y el primer título que publicamos es de un escritor argentino que admiro mucho, Ernesto Sábato: El escritor y sus fantasmas, que es un libro casi filosófico. Hoy en día ya tenemos 14 títulos en esa colección. El año pasado iniciamos otra colección que se llama “Colecciones Literarias”, y en ese marco estamos trabajando con Saer, con Cortázar, con Donoso. Pero sí, lo que me convenció de traducir del español al japonés fue la frustración de no encontrar buenas traducciones de tan buena literatura.
¿Primero te interesaste por la literatura hispana y después descubriste el idioma o primero te interesó el español y más tarde su literatura?
RT: Bueno, el interés en el español también nació por error: a los 18 años, cuando ingresé en la Universidad de Tokio, tuve que elegir dos idiomas extranjeros para llevar durante toda la carrera universitaria. Entonces yo sin querer, casi de manera inconsciente, elegí español e inglés, y luego me olvidé de esa elección. Un día, pasé por la parte administrativa y me dijeron “usted tiene que llevar 10 horas semanales de español”. En ese momento no se podía hacer ningún cambio, no había marcha atrás, ya lo había elegido y ahora debía estudiarlo.
¿Ya conocías algo de literatura latinoamericana?
RT: No, casi nada. Acaso si conocía el nombre de García Márquez o el de Vargas Llosa. Siempre me interesó la la literatura, leía mucha literatura japonesa e inglesa, sí quería estudiar inglés por Henry James o William Faulkner, pero español no. Después empecé a interesarme por la literatura latinoamericana, me acuerdo que la primera novela que leí fue La casa verde de Mario Vargas Llosa, y me impactó mucho, me marco la vida. Me mostraba un mundo que yo no conocía, me dejó maravillado. Seguí con Cien años de soledad, un poco más de Vargas Llosa, conocí a Carlos Fuentes. Y ya en el segundo o tercer año de la universidad me dí cuenta de lo mal traducidos que estaban, por lo que empecé a querer leer esas novelas en su idioma original. En ese momento sí me interesé en serio por estudiar español de manera más seria.
Mariana, ya establecimos un poco la diferencia entre la traducción de literatura y filosofía, pero hablando específicamente de filosofía, se me ocurre que tenés que saber mucho de qué estás hablando. ¿Qué parte de la labor del traductor de filosofía es saber de filosofía antes de traducir una palabra?
MD: Sí, es así, pero en la literatura también pasa: si estoy traduciendo una novela que habla de cibernética, me tengo que poner a leer algo que no sé para entender mejor al autor. Pero con respecto a tu pregunta, sí, creo que no se separan. No quiere decir que en la práctica no haya mucha gente que traduzca sin saber filosofía o sin saber de esa corriente filosófica en particular. En principio, la traducción de filosofía está asociada al estudio, eso sin dudas, vos tenés que estudiar no solamente al autor, sino que tenés que estudiar las traducciones que se hicieron; yo no solamente tengo que tomar una decisión mía, de cómo traducir un concepto, sino que tengo que saber cómo se construyó la tradición de traducción de ese concepto al castellano. Yo ahora tengo que traducir a Heidegger, por ejemplo, por primera vez, nunca lo traduje. Y estoy estudiando no sólo a Heidegger, sino también las traducciones que ya existen de Heidegger, que son múltiples: en España, en Argentina, incluso de distintos textos de él, de distintos momentos de su producción. Entonces uno toma dos decisiones, una al interior del alemán y de la tradición filosófica, y otra al interior de la recepción en castellano de esa tradición. Porque además, si por algún motivo decido cambiar la tradición, por ejemplo, decido que no voy a traducir “acontecimiento” sino que voy a traducir “evento”, tengo que tener un acta de largas justificaciones de por qué eso es así. Porque vos estás haciendo un trabajo de divulgación de la traducción, estás violando un espacio de tradición en castellano que es el que la gente estudia. Estás metiendo a la persona que sólo accede a Heidegger en castellano en un gran problema, que es el problema del concepto. Pero a la vez es inevitable, porque existen muchos traductores de Heidegger en cada uno de los lugares del mundo hispánico: Venezuela, España, Argentina, Alianza, el Hilo de Ariadna, Biblos. Por supuesto que la traducción ideal de un término es un horizonte, yo no puedo sentar a todos los traductores y decir “coordinemos todo, pongámonos de acuerdo”.
¿Suelen estar de acuerdo o esos choques son notorios en las diferentes tradiciones de traducción?
MD: El tema es que hay autores que se han traducido mucho, y sin embargo se vuelven a traducir. La Fenomenología del espíritu de Hegel, creo que en España, en los últimos diez años se tradujo tres veces. Por eso, si yo estoy traduciendo un trabajo de Adorno en el que recoge un texto hegeliano, tengo que elegir una versión y punto. No me puedo meter en el problema de la traducción de Hegel porque si no, no termino más. Pero para resumir, uno trabaja en un borde, en el borde del problema concepto. Que es distinto del borde del juego de palabras.
Ryukichi te voy a hacer una pregunta muy amplia a propósito para que vos elijas desde dónde la querés responder. Tengo entendido que el japonés es un idioma muy contextual, que usa constantemente marcas de enunciación, que adecúa los registros, que tiene muchas partículas honoríficas que marcan niveles de habla. ¿Cuál creés que es la dificultad más grande a la hora de traducir y cómo la solucionás?
RT: No sabría contestarte puntualmente, pero entre dos idiomas tan distantes como son el español y el japonés, lo que hay que traducir es la esencia, no hay que obsesionarse por los detalles. No estoy diciendo que no haya que cuidar los detalles y las sutilezas de cada texto, pero lo importante es captar la idea central, la esencia del texto, su espíritu, y tratar de transmitirlo en el otro idioma. Es imposible hacer una traducción literal, ni si quiera una sola palabra.
Por lo que decís, paradójicamente esa distancia tan grande entre los dos idiomas de algún modo te facilita el trabajo.
RT: Exactamente. Yo creo que los traductores anteriores de literatura latinoamericana se apegaban demasiado a la traducción literal, por eso es que en japonés no fluye el texto, lo que genera grandes dificultades de lectura. Lo importante no es eso, es captar la esencia, el espíritu, y expresarlo en la mejor prosa posible. Me acuerdo cuando traduje un poema que se llama “Valer la pena” de Juan Gelman, cada tanto me aparecían dificultades y yo lo consultaba con él por internet. Gelman, me respondía, con su frescura de siempre, “traducilo como quieras, es tu trabajo”. Lo importante es captar lo central y encontrar en japonés la mejor forma de expresar ese texto.
O sea que volviendo a la pregunta anterior, en tu caso el trabajo de traducción es literalmente una reescritura absoluta. Pienso, por ejemplo, que en japonés los sustantivos no declinan ni género ni número, y esa debe ser una de las dificultades menos conflictivas de todas.
RT: Sí, es una reescritura total. No se puede hacer otra cosa.
Mariana, hay una frase hecha que dice que el alemán y el griego son los idiomas de la filosofía. Siempre sospeché que esa idea está basada en la morfología propia del griego y el alemán y en el hecho de que sean lenguas con caso. Pero quería preguntarte, ¿es el alemán un idioma más “apto” para el pensamiento filosófico?
MD: Yo creo que esa frase tiene una historia dentro de la tradición filosófica y fue inventada por los alemanes entre el siglo XVII y el siglo XIX para monopolizar producciones filosóficas. O sea, no, no es una lengua más apta de ninguna manera. El ruso también declina en casos, y tiene mucha más relación con el griego que el alemán. No hay nada que de por sí explique de alguna manera que esa relación existe, es una relación ideológica que inventaron los alemanes para construirse un pasado que no tenían, no hay de ningún modo una filiación directa entre el alemán y el griego. Fue un invento muy productivo —como tantos otros inventos que hizo el post renacimiento— en relación con el pasado griego y latino, pero es una producción ideológica que sirvió a su vez para armar la filosofía alemana, que no existía. Ni la filosofía ni la literatura alemana existieron hasta mediados del siglo XVIII. Y es una construcción ideológica que, si querés, para decirlo en el peor de los términos, termina en el nazismo. Es una ideología que tiene que ver sobre todo con el romanticismo alemán, en realidad con Goethe un poco antes, pero sobre todo con el romanticismo alemán. Que ha hecho cosas maravillosas, ha dado frutos maravillosos, es el invento que constituye a Europa, Europa se constituyó sobre la refundación sobre lo griego. Esa refundación fue operada por todos: la operó Italia con la cultura romana, cuya relación era obviamente era mucho más directa, pero así lo hicieron todos.
Es como la idea de “subirse” a los hombros de una tradición más importante.
MD: Exacto, pero eso no le quita ninguna validez, todo lo contrario, es una operación que en realidad hacemos todos. Cualquiera que responda a la tradición griega acá, te va a decir que está tratando de establecer esa relación directa entre el pensamiento en castellano contemporáneo argentino con Platón, de alguna manera hasta es necesario postularlo así, es inevitable. El tema es que a eso lo podés convertir en una ideología, incluso en una ideología de estado.
Ryukichi, volviendo al tema de la bilateralidad de la traducción, ¿qué diferencias y similitudes encontrás entre traducir del español al japonés, y del japonés al español?
RT: Soy muy malo para analizar, pero supongo que la diferencia más importante es que soy desconfiado, entonces cuando traduzco del japonés al español nunca lo hago solo, necesito alguien que corrija el texto. Siempre llego a un punto en el que me parece que la cuestión está fuera de mi alcance. Entonces se lo doy a mi asistente hispanohablante para que lo lea en voz alta mientras yo sigo con la vista la versión japonesa. A medida que va leyendo, me fijo si algo suena mal o hay que hacer correcciones, pero lo que más me interesa es que el texto fluya: si fluye, sé que está bien traducido y vuelvo a tener confianza. En el proceso inverso hago lo mismo, una vez que termino me corrijo, que si bien es mi lengua materna, tengo un asistente japonés para que me lea en voz alta, y si algo me suena mal lo cambio y ofrezco una alternativa. Creo que es un proceso semejante, pero cuando traduzco de japonés a español desconfío mucho más de mí mismo. Del español al japonés me siento más confiado, pero debo estar con gente que sepa corregir el texto porque no cualquiera puede hacerlo, tiene que saber de la vida y literatura japonesa. En ese sentido me considero muy afortunado porque conocí hispanohablantes que han vivido mucho en Japón y que conocen mucho la literatura japonesa, sin ellos no podría hacer el trabajo.
Me quedo con algo que dijiste que me interesó mucho: la última pulida sería auditiva, lo que termina determinando la forma definitiva del texto es una cuestión de oído.
RT: Sí, absolutamente sí.
Mariana, leí que dijiste que cuando estás traduciendo no podés escribir ficción. Primero, quería saber si eso sigue siendo así y después, ¿por qué creés que te pasa eso?
MD: Es el drama de mi vida. Si querés nos tomamos un café y te cuento detalles que no vienen al caso. Creo que hay gente que es mucho más profesional y que puede hacer las cosas mejor que yo. No creo que haya algo específico. También depende de qué libro esté escribiendo y de qué libro esté traduciendo, y en qué momento de la traducción esté: una cosa es el primer esbozo que es el más difícil de todos, y otra cosa es si ya estoy comparando las versiones, o hacia el final, que es la lectura auditiva, como dice Ryukichi. Pero con respecto a la escritura, hay libros que me exigen no hacer nada, no quiero ponerme mística, cada uno va a decir lo que quiera acerca de qué significa escribir ficción, pero hay libros que te piden esa dedicación, si querés decirlo en términos decimonónicos, de cuerpo y alma. Y ese cuerpo y alma significa no hacer nada: “¿Qué hiciste hoy a la tarde? Nada”. Un poco es una pavada lo que estoy diciendo, con lo cual lo digo y a la vez lo tacho, pero hay algo de cierto en esto. Necesito ocio.
Una idea muy romántica, vos que hablabas de los alemanes.
MD: Tal cual. Soy súper materialista, así que esto me parece una tontería, pero me pasa. También, es verdad que uno cambia de acuerdo a las condiciones materiales. Si vos tenés que traducir cuatro libros de filosofía en un año y querés escribir, probablemente vas a escribir algo distinto a la que hubieras escrito si te hubieras tomado seis meses.
En la introducción de Sobre Kafka, vos decís que Benjamin “con el tiempo hizo de la admiración un objeto de estudio”. ¿Es un poco lo que te pasa a vos? ¿Vos traducís sólo lo que admirás?
MD: Es una linda pregunta. Vamos a poner una nota al pie importantísima…
Yendo en contra de vos misma.
MD: Sí, yendo en contra de mí misma. Esa nota al pie es mi relación con Leonora Diament, porque como te dije, yo venía traduciendo otras cosas pero había estudiado alemán para esto, y cuando me encontré con ella, me dijo “te encontraste con la persona indicada”. Cuando uno empieza hace lo que puede, pero con los años, si las cosas le salen bien, uno empieza a traducir lo que a uno le apasiona, lo que te parece que vale la pena que sea leído en castellano. Creo que María Negroni (que también es traductora y poeta), dijo algo muy lindo: “la traducción es la escritura más generosa”. Es una linda definición, porque estoy dando algo que no es mío y lo estoy haciendo por el otro. Entonces, en mi caso, trato de hacer todo con la mayor dedicación posible, y si el texto en el que estoy trabajando no me interesa, no me lo banco. Si tengo necesidad y tengo que comer lo hago, está claro, pero trato de correrme de ese lugar.
Ryukichi, vos dijiste que el autor latinoamericano más traducido y leído en Japón es García Márquez. ¿Por qué creés que es así?
RT: Es principalmente por Cien años de soledad. Es una novela muy leída porque es muy buena, el motivo es ese. Pero también es verdad que tiene mucho que ver Kobo Abe, que en varias ocasiones lo elogió mucho, lo que generó que otros escritores japoneses empezaran a admirarlo y a alabarlo en artículos de revistas y periódicos. Y por otro lado creo que otros autores demasiado vinculados con América Latina, como Carlos Fuentes o Vargas Llosa, generan problemas en la lectura que García Márquez no genera. Borges también es un autor muy leído, a pesar de lo complicada que es su literatura, la gente lo lee con entusiasmo. Entonces sí, García Márquez y Jorge Luis Borges están en otro nivel.
En la Argentina se conoce cada vez más la literatura japonesa pero todavía creo que conocemos muy poco. ¿Cómo dirías que Kobo Abe influye o influyó en los escritores japoneses más jóvenes?
RT: Es bastante difícil ver esa influencia. En realidad, creo que no están entendiendo bien la literatura de Kobo Abe. No digamos que es un autor olvidado porque hay gente que lo aprecia y hay fanáticos (muy fanáticos). Pero... ¿la influencia? A veces hay un intento de generar un mundo hipotético en términos de Kobo Abe, a través de metáforas, de imágenes. Abe escribe una especie de tratados de la sociedad moderna para revelar aspectos que no podrían verse de otra manera.
Hay algo muy kafkiano en Kobo Abe. Encuentros secretos es absolutamente kafkiano.
RT: Claro. Parte de Kafka, sin dudas. Es como una versión japonesa de El proceso. Esa ambición de crear un mundo hipotético, en términos de ciencia ficción, es como que se ha perdido entre los jóvenes. Hoy en día ellos hacen una literatura intimista, de sentimientos ambiguos, también historias de amor, o de sufrimiento. En ese sentido creo que la literatura japonesa se está despegando de la sociedad, de los problemas económicos, se ha independizado de la sociedad. Se está perdiendo algo muy importante la literatura contemporánea.
Mariana, la última. Vuelvo a citarte, hablando de Benjamin, decís: “Primero las errancias y después la historia sometieron a sus trabajos y sus manuscritos”. Con Benjamin todo es una especie de trabajo de reconstrucción, ¿no?
MD: Sí, ése es EL problema de Benjamin. Que creo que se ha dado por las condiciones en las que vivió. Igualmente, yo tengo la hipótesis de que esa dispersión estaba antes de la errancia que le impuso el nazismo. Benjamin se fue en el ´33 de Alemania, un par de meses después de que Hitler subió al poder, pero no fue víctima directa e inmediata como sí lo fue Horkheimer y el Instituto, ellos ya sabían lo que se les venía y habían abierto una sucursal en Suiza. Al día siguiente de la subida de Hitler al poder el instituto fue requisado (ellos habían salido del país el día anterior) y se robaron todo lo que había. Ellos eran tachados de comunistas, y como todos sabrán, las primeras víctimas del nazismo fueron por motivos políticos, no religiosos ni raciales. Entonces, Benjamin se va, pero de alguna manera, Benjamin ya se había ido. Pasa lo mismo con el suicidio: Benjamin se mató, es verdad, porque era un perseguido político, pero un año antes de la subida de Hitler al poder también se había querido matar. Es decir que él terminó siendo una figura que hizo que la lectura posterior que se ha hecho de él se haya embarrado de cosas personales que no tienen nada que ver (en algunos caso sí, en otros no), pero él siempre produjo mucho y muy dispersamente. Muchas cosas que no se publicaron en su momento, y a las que hoy accedemos por correspondencias que mantenía, eternamente fue su vida así. Eso, que en el momento en que él estuvo vivo conspiró con que fuese conocido (solamente un grupo muy reducido lo leía y conocía), como nosotros nos volvimos posmodernos, esa fragmentariedad generó lo contrario: la idea de que hay un enorme campo abierto para “construir” textos que no existen. Sobre Kafka es un ejemplo, pero con El libro de los pasajes pasa lo mismo: lo armamos como podemos, haciendo miles de interpretaciones. Benjamin se adelantó por su modo de trabajo, y eso fue lo que lo convirtió en un ícono de la historia europea intelectual.