Ficción hispanoamericana

El portero y el otro: un cuento de Mario Levrero

Fuente: El País

Criatura Editora y una colección imperdible de cuentos del maestro uruguayo, del que aquí compartimos uno.



Ella estaba allí; en la puerta estaba el portero y yo sabía muchas cosas odiosas de ese hombre y quería entrar pero no me animaba; el otro quería matarme, como siempre.

Me pareció que el portero ya no estaba y me acerqué y apreté cualquier botón porque ignoraba el número del apartamento (de ella) y tenía la esperanza de acertar; pero el portero me tomó del cuello y me sacudió y me arrojó lejos, mientras me gritaba que la próxima vez que le tocara el chaleco me mataría; le tenía miedo al portero porque no quería que me gritara y porque era muy grande, pero al otro no le temía (aunque sabía que esperaba una oportunidad para matarme) y por el contrario buscaba su compañía.

Ella se asomó a una ventana; traté de trepar por una enredadera pero ni siquiera caños de desagüe. Entonces empecé a rebotar contra el estómago del portero (que era muy duro) y él reía sordamente —ese hombre de piel oscura.



El otro también reía y me pasaba la mano por el lomo y me ofrecía cigarrillos; al mismo tiempo trataba de cortarme la carótida. Pero yo ya lo conocía y le quitaba importancia.  

Ella se asomaba a todas las ventanas y regaba todas las plantas y no me miraba, aunque yo sabía que ella sabía que yo. Y el portero y el otro me desanimaron, y tuve un sordo rencor contra la humanidad y quería hacer algo grande, como envolver a la ciudad en un círculo de tiza y quebrarla, y me sentía impotente y sin fuerzas y ni siquiera me atrevía a romper un farol a pedradas.

El portero y el otro se pusieron serios y entonces tuve que huirles, del portero era fácil porque lo único que él quería era que yo huyera, pero del otro era más difícil porque quería matarme y vivía pisándome los talones.

Le gané por cansancio, corriendo y corriendo; el otro se durmió antes que yo; incluso tuve tiempo de entrar en un bar y tomar Coca-Cola, y después mear contra el árbol de un parque solitario que tenía el piso cubierto de otoñales hojas y en el que flotaba la neblina de la madrugada; ya no tenía ganas ni de matarme, yo.

1967(?)

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