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Ficción argentina

Yo soy el invierno: así arranca la nueva novela de Ricardo Romero

"Nadie podría ayudarlo a recordar, porque nadie sabe lo que hace": Editorial Alfaguara acaba de publicar la novedad del escritor nacido en Entre Ríos.

Aunque sabe que van a llegar, aunque incluso las busca, las lágrimas siempre son inesperadas. El suboficial ayudante Pampa Asiain se sorprende como si las lágrimas fueran algo ajeno a su cuerpo, y entonces siente un escalofrío y sigue cantando. Toca la guitarra con un rasgueo un poco torpe y sigue cantando. 

El lugar elegido es uno de los enormes silos abandonados del viejo Molino Sáez. Un asteroide de metal secreto, de atmósfera secreta, erguido y sostenido por la herrumbre en plena llanura, junto a otros dos. Ahí adentro, el joven suboficial ayudante se mueve con sigilo, como si tuviera miedo de levitar. Ha improvisado en el centro un asiento con escombros y un atril para la revista con las partituras. Dentro de la estructura tubular del silo, la luz es azul siempre, incluso en las noches. 

El Pampa Asiain toca la guitarra y canta dentro del silo. No sabe cuándo fue que decidió que quería aprender a tocar la guitarra. Sabe, sí, cuándo empezó a hacerlo. Fue después de salir de la Escuela de Policía, hace unos dos años, pero eso le parece poco cierto. Hay algo en esto de tocar la guitarra que le resulta remoto, y entonces se confunde, se deja confundir. Para él empezó cuando le vinieron las ganas, y eso fue hace mucho. No sabe cuánto. Y nadie podría ayudarlo a recordar, porque nadie sabe que lo hace. Ni siquiera Parra, su compañero del destacamento. Después de salir de la Vucetich de Olavarría, ya de vuelta en el pueblo antes de que lo destinaran a la Patrulla Rural de Monge, compró una revista con instrucciones para aprender a tocar la guitarra y la leyó sin entender, en la soledad del deseo, hasta que los signos empezaron a tener sentido. Cuando estuvo listo, robó de la casa de su madre la vieja guitarra que había sido de su padre, y que desde que podía recordar estaba envuelta en una cobija, apoyada en un rincón. Si alguien supiera esto último podría pensar que se trata de algún intento vano de acercarse a la memoria filial, de recuperar algo de ese padre perdido. Pero el Pampa Asiain tiene bien claro que eso no le interesa. Que su padre está bien donde está, muerto y olvidado. Todo lo olvidado que se puede olvidar a un muerto. Durante mucho tiempo su padre solo fue una forma del miedo que apenas percibía en los ojos de su madre cuando tenía la mirada perdida. Y ahora ella también está muerta. Todo lo muerta que puede estar alguien que no será olvidado.




El Pampa toca y siente cómo le vibra la garganta mientras la voz sube y baja por la melodía. Cuando comenzó a tocar se dio cuenta de que también quería cantar, y eso lo alarmó. Le pareció excesivo. Le pareció mentira. Su voz estaba ahí, surgía como si nunca antes hubiese sido usada. El Pampa es un guitarrista mediocre pero es bastante mejor cantor. Lo sospecha aunque no puede estar seguro, porque es muy difícil escucharse. O al contrario, se escucha demasiado, su voz reverberando en las paredes combadas y altas. Más de una vez estuvo tentado de grabarse, pero no se ha animado todavía, y si se animara tampoco sabría cómo. Y entonces se limita a hacer lo que hace. A tocar las cinco canciones que ha aprendido. A tocarlas y cantarlas en secreto. El Pampa Asiain toca la guitarra y canta en uno de los silos del viejo Molino Sáez. Viniendo de la ruta desde Trenque Lauquen, pueden verse, hacia el norte, tres centinelas de metal que arden en el horizonte durante todo el día, y que, por la noche, arden también, pero de otra manera. 

El Pampa Asiain toca la guitarra y canta en el silo de la izquierda, mirando desde la ruta. Ahí su voz resuena de una manera sobrenatural, y el Pampa Asiain, asustado y conmovido, lagrimea un poco mientras lo hace.


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