Una presencia ideal
Por Eduardo Berti
Miércoles 17 de noviembre de 2021
Escrita originalmente en francés e inspirada en una residencia literaria de varias semanas en el hospital universitario de Rouen, en Francia, Una presencia ideal (Cía. Naviera Ilimitada) narra la vida de una unidad de cuidados paliativos a partir de las voces de quienes trabajan allí. Leé un extracto.
Por Eduardo Berti. Traducción de Claudia Ramón Schwartzman. Foto de Dorothée Billard/Monobloque.
Camille Zirnheld
(Auxiliar de enfermería)
Un viernes por la tarde estaba con mi compañera de trabajo, Awa, también había otra pareja de guardia: Morgane y Solène, creo. Así trabajamos aquí. Supongo que ya se lo explicaron. Una enfermera y una auxiliar en equipo. En fin, era viernes, como le decía, sabía que tenía el fin de semana libre y que Awa y yo no volvíamos a trabajar hasta el lunes, entonces agarré el papelito en el que suelo anotar para mí, como recordatorio, los nombres de los doce pacientes y el número de habitación de cada uno y, de repente, sin saber por qué, subrayé ocho nombres y dije en presencia de mis tres compañeras: “El lunes los otros cuatro ya no van a estar aquí”. Me refería, claro está, a los pacientes cuyos nombres no había subrayado.
Me había olvidado por completo del asunto y, el lunes, al verme llegar, Solène me anuncia algo insólito y atroz: mi predicción se había cumplido.
Todos me miraban preguntándose cómo había hecho para saberlo. Pero no tenía ni idea. Tan solo había adivinado. Es una locura. Lo había adivinado. Estaba consternada. Y mortificada. Por supuesto, nunca más volvía hacer una cosa semejante. Ni siquiera en secreto para mí. Nunca.
Hélène Dampierre
(Enfermera)
Con él hablamos en confianza. Desde que llegó hace dos semanas se convirtió en una rutina: hablamos un poco de todo, de la vida en general. Y entonces, sin buscarlo, con naturalidad, empiezo a tutearlo. Enseguida quiero dar marcha atrás. ¿Pero cómo? Sé que pasé un límite. Sin embargo, él parece encantado, también me tutea. Y el hábito se instala entre los dos. De todos modos, se lo comento a la señora Tergwilliger: “Ya está, Hélène”, me dice. Es demasiado tarde. Estas cosas pasan. Y, al fin y al cabo, ¿por qué no? Pero los días siguientes percibo que esto produjo un desequilibrio con respecto a mis compañeros. A la única que tutea es a mí.
Una semana después, en medio de una charla intrascendente, me dice: “Está bien tutearse. Pero no te hagas mi amiga, porque me vas a perder pronto”. Lo dijo con mucha calma. Con una rabia serena. Una mezcla de amargura y resignación. Me quedé sin palabras. Si hay algo que uno aprende rápido en este oficio, es a callarse cuando no hay nada que decir.
Catherine Koutsos
(Médica residente)
Éramos seis o siete personas alrededor de la cama cuando Patricia Long entró en la habitación.
—Señora —dijo Patricia con una voz temblorosa, sabiendo la importancia de lo que iba a anunciar—. Señora, su hijo mayor vino a verla.
Todos en la unidad conocían la historia. Madre e hijo no se hablaban desde hacía diez años. La anciana era viuda y recibía con regularidad la visita de una hermana mayor y una sobrina muy tímida que no decía más de una o dos palabras. La ausencia de este hijo era más poderosa que la presencia demasiado discreta, casi invisible de esas dos mujeres.
—Señora —insistió Patricia—. Su hijo... en la sala de familiares.
Estábamos revisando a la mujer. Dos enfermeras, dos auxiliares, dos médicos externos y yo, la única médica residente.
La mujer, que había cerrado los ojos mientras la revisábamos, los abrió con rabia y dijo “no, no”, por toda respuesta.
—¿No quiere verlo? —preguntó Jacqueline Marro con un ligero tono de sorpresa.
—No, no —repitió la mujer.
Y añadió con rencor:
—¡Por supuesto que no! No tiene nada que hacer aquí. Díganle que se vaya, por favor.
Me quedé mirando fijamente a la mujer. ¿Debíamos responder algo o limitarnos a respetar su deseo? Cuando desvié la mirada, tenía siete pares de ojos sobre mí. Por una especie de acuerdo tácito, todos habían decidido que fuera yo a hablar con el hijo.
Estoy acostumbrada a darle a la gente las noticias más terribles: “Tiene leucemia”, “Me temo que no le quedan más que cinco o seis meses de vida”... Pero eso no significa que sea insensible. El ser humano se acostumbra a las cosas más increíbles. Y, sin embargo, a pesar de tanta experiencia, me transpiraban las manos como la primera vez que tuve que decirle a un paciente que tenía una enfermedad incurable.
El hijo esperaba parado en el umbral de la puerta de la sala de familiares. Mi cuerpo y mi cara deben haberle proporcionado una información muy clara, porque me tendió la mano y sin preámbulos me dijo: “No me quiere ver, ¿no es cierto?”. Me facilitó la tarea. Le respondí: “No, no...”. Y al hacerlo, imité un poco, sin querer, la entonación de su madre. Me dio las gracias y sonrió con pena. Cuando ya se estaba yendo, volvió hacia mí.
—¿Podría ver otra habitación, al menos?
Sorprendida, le pregunté si quería ver a otro paciente. Pero no, solo quería ver una habitación. ¿Para hacerse una idea del lugar donde probablemente moriría su madre?
No había ninguna habitación vacía. Cosa bastante rara en nuestra unidad. Había, en cambio, una cuyo paciente había salido para una sesión de quimio.
—Está bien —dije.
Unos segundos después estábamos los dos en esa habitación, ubicada frente a la de su madre. Me sentía como un agente inmobiliario, esperando que el cliente termine su visita. Hasta que murmuró:
—Muy bien, ya veo. Sí, muy bien.
Lo acompañé hasta la salida. Me tendió la mano por segunda vez. Estaba aún más húmeda que la mía. Nunca volvió a ver a su madre. Todavía recuerdo su última mirada. La mirada infeliz de un niño injustamente castigado.