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Ficción argentina

Un cambio de orgánico

Un cuento de Fogwill

Blatt & Ríos acaba de editar Memoria romana y otros relatos inéditos que reúne una serie de textos jamás publicados de Fogwill, fallecido en 2010.

Por Fogwill.

 

 

—Y además, vamos a tener que cambiar de orgánico…

La que habló fue mi mujer, no la del orgánico.

—¿Además de qué? –le pregunté. Había hablado como si antes hubiésemos decidido algo. Pero no habíamos decidido nada. Ni siquiera habíamos hablado aquella tarde.

—Además de todo… –dijo y agregó–: ¡Vos entendiste bien lo que quise decir!

Sí. Había entendido que tendríamos que cambiar de orgánico, pero no entendía por qué. Más tarde recordé la historia de los gatos. Debía ser por eso.

Los gatos hacía semanas que venían apareciendo en los programas de noticias de la televisión. Había una chica, una modelo llamada Micaela Ligarte, que había dado a luz prematuramente a una bebita con el corazón defectuoso: sietemesina, tenía el pericardio plegado entre la aorta y el músculo cardíaco de una manera que los cirujanos no se atrevían a corregir. La chica y su beba viajaron a los Estados Unidos, donde había una clínica especializada en esos casos, pero a poco de llegar, cuando faltaba completar los estudios indispensables la pequeña murió. Pobrecita, se llamaba Priscilla. El caso no habría trascendido tanto si la chica –la modelo– no hubiera sido soltera y si el viaje y la compleja y frustrada operación no los hubiese costeado la producción del programa Privado&Público.

Para los de la emisora era un caso humano: tal vez era la primera oportunidad en que una modelo ocupaba el centro de las noticias sin que mediase un episodio de drogas o adulterio, o un romance o un matrimonio con algún canalla de la política o de la oscura trastienda de los negocios y el deporte. Pobre Priscilla: ahora, muerta, ya no tenía cuerpito ni cabecita para mostrar en la pantalla, ni proveería análisis, radiografías y electrocardiogramas que documentaran a los especialistas que noche a noche habían posado dando cuenta de su caso.

Evidentemente, la producción del programa enfrentaba el agotamiento prematuro de un tema de interés público: uno de esos casos típico para los que los medios siempre encuentran solución, de modo que, desde la muerte de la pequeña, el espacio diario destinado a lo que llamaron “una apuesta por la vida” fue gradualmente dando lugar a un microprograma dedicado a revisar el tema de las malformaciones fetales y sus distintas causas.

Entonces comenzaron a aparecer los gatos y sus imágenes fueron reemplazando a las antesalas de quirófanos, las incubadoras y los diagramas del corazoncito de Priscilla que habían sido los iconos mas exhibidos durante la semana previa.

No eran gatos domésticos, gatos siameses ni gatitos de angora con moños y ojos cristalinos y transparentes. La mayor parte de ellos eran gatos raquíticos, piojosos, captados en sórdidos zaguanes y en terrenos baldíos y aparecían para ilustrar informes sobre la toxoplasmosis, una enfermedad parasitaria, epidémica en los gatos, que en los humanos suele ser benigna, aunque si afecta a mujeres embarazadas puede provocar distintas malformaciones cardíacas en el feto. Siguiendo la lógica del programa las imágenes de gatos enfermizos y los relatos minuciosos de patologías fetales parecían destinados a buscar el gatito culpable de la tragedia de Micaela Ugarte y su pequeña Priscilla. Y, efectivamente, las pruebas demostraron que la Ugarte portaba una elevada concentración de toxoplasma en su sangre, pero nunca los de la televisión llegarían a identificar la fuente del contagio. Pudieron haber sido dos o más gatos en sucesivas exposiciones y tal vez haya un factor genético, constitucional o alimentario que hace que algunas mujeres y entre ellas, algunas modelos, sean más proclives a contraer el parásito, pero son excepciones que no vale la pena desarrollar en un programa de televisión ni en un relato literario porque es improbable que entusiasmen al público.

En cambio, el tema de los gatos, la extraña vida de los gatos, la potencial toxicidad de los pequeños gatos domésticos, las epidemias que amenazan desde espacios públicos y baldíos donde pululan animales abandonados y los márgenes de la ciudad en tanto verdaderos caldos de cultivo de un mal que amenaza a lo más tierno, noble y resguardado de la humanidad eran temas de interés que garantizaban una vitalidad de no menos de tres a cinco emisiones de cualquier programa en horarios centrales dirigidos a la familia.

Por eso hubo una semana superpoblada de gatos en pantalla. Fueron días de charlas sobre gatos, de reproches a la gente que convive con gatos y de consultas a veterinarios y a la oficina de informes del Parque Zoológico de la capital.

La prensa testimonió un auge de la castración de gatos y gatas que algún lector habrá malinterpretado como una venganza de la especie humana contra los responsables de la muerte de la desdichada Priscilla. No hubo estadísticas de abandono de gatos en la calle, ni de sacrificios de gatos practicados en casas de familia, pero en nuestro barrio llegamos a ver un par de gatitos estrangulados con los extremos de un mismo cable telefónico y seguramente una consulta entre los millares de menesterosos que noche a noche hurgan entre las tolvas de residuos domiciliarios en busca de alimentos y materiales reciclables confirmaría el rumor de que muchos se deshicieron de sus gatos con el simple recurso de embolsarlos y sepultarlos vivos entre latas, botellas, periódicos y restos de comida que desechan diariamente los hogares de clase media.

Técnicamente parece más fácil sacrificar un gato mezclando un par de gramos de estricnina con cien gramos de picadillo de carne que introducirlo contra su voluntad en una bolsa de material resistente a sus filosas uñas. Pero las decisiones de las familias pocas veces se dirimen por criterios técnicos. En la mayoría de los casos predominan consideraciones éticas, o un motivo estético, si se acepta llamar así a lo que impulsa a eludir la responsabilidad directa de suprimir una vida. Aun encerrando al gato en una caja de cartón corrugado reforzada con cintas de película adhesiva en las junturas de sus tapas, desde el momento de abandonar el paquete en el borde de algún camino poco transitado, el automovilista de clase media conducirá de retorno a su hogar satisfecho y convencido de haber dado a su gato una chance de salir vivo.

Es decir, a veces, las convenciones de la vida práctica prevalecen por sobre cualquier balance técnico de problemas y soluciones. Técnicamente, en casa acumulábamos motivos para abandonar a nuestro antiguo proveedor de productos orgánicos: últimamente había aumentado algunos precios sin justificación y ya hacía más de un año se había inaugurado un nuevo local mucho más cerca de nuestra casa. Visto desde afuera, se notaba un comercio muy bien surtido de las verduras y de las marcas de productos orgánicos que solemos comprar. Y a través de la vidriera siempre veíamos a un par de empleados, muchachos jóvenes de guardapolvos que inspiraban confianza y parecían deseosos de conquistar nuevos clientes. Sin embargo, por esa inercia de los hábitos, jamás habíamos llegado a comprar ni siquiera un ínfimo paquete de avena.

En contraste con los dos vendedores –tal vez socios del nuevo almacén naturista del barrio– que eran del tipo de muchacho atlético y sano que nunca ha fumado ni trasnocha, la dueña de nuestro antiguo orgánico parecía venir de lo que suele llamarse una vida intensa. No era vieja, pero tenía la piel arrugada de ese tipo de rubia que de joven exageró sus exposiciones al sol. Tampoco se teñía: su pelambre rubiona mostraba algunas canas que no la afeaban más que su rulos desordenados. Algunos vecinos la llamaban “la hippy” quizás por la melena o por las largas polleras hindúes que solía usar. Sus ojos grises tenían la característica vitalidad de los vegetarianos, pero estaban encuadrados por la ojeras pronunciadas de los que han pasado una mala noche o se exceden en el consumo de alcohol.

“¿Tendría toxoplasmosis?” pensé que habría pensado mi mujer, pero es una pregunta que sólo puede responderse con un examen riguroso de sangre. Lo que ambos sabíamos era que tenía no menos de dos gatos que andaban siempre entrando / saliendo de la trastienda del local. Tal vez tuviera más, pero con dos bastaba. No: con uno habría bastado, a la luz de la influencia combinada de sus ojeras púrpura con la leyenda negra de las malformaciones fetales. No era un tema para concertar con mi mujer: su decisión también parecía tomada. Sólo debía faltar un impulso para ejecutarla definitivamente y como por esos días se nos estaba terminando la provisión de cápsulas de Gingko Biloba potenciado con magnesio y zinc, aproveché la interrupción de media hora por mantenimiento que anunciaba mi servidor de internet para dar un paseo y conocer el nuevo local de orgánicos de la esquina y consultar sus precios.

Los interiores, de madera cubierta de barniz marino, me impresionaron bien. Da gusto remolonear y curiosear en un lugar así. Lo mismo los dos muchachos, que efectivamente eran empleados de una cadena de locales semejantes cuya central funcionaba en la esquina de Adam Smith y Victoria Militar, en pleno corazón residencial de Buenos Aires. Algo afeminados –algo me susurró en la mente que debían componer una pareja– me colmaron de atenciones como se suele hacer ante un nuevo cliente y mientras me ofrecían variedades de ciruelas y almendras de cosecha orgánica pude verificar que funcionaban como equipo y que ambos dominaban a la perfección los mercados de productos orgánicos y medicina natural. Y sabían vender y promoverse: yo había entrado a comprar un frasco de Gingko Biloba, y salí con tres bolsas repletas de productos, que si bien siempre se consumen en casa, podía haber relegado para las compras de fin mes.

Seguramente fueron reclutados en la universidad y habrían hecho cursos de relaciones humanas y atención al cliente. El interior del local olía a maderas escandinavas y me recordó la atmósfera del antiguo vagón de ferrocarril de pinotea que Agustina Picazo había reacondicionado para ambientar una muestra de sus mascarillas de ingleses. En el fondo del local, sobre un alto taburete de madera oscura, estaba la caja que los dos muchachos operaban alternándose. Aunque había un teclado de computadora y una pantalla de registro plana de plasma líquido, la impresora y el sistema de facturación estaban disimulados en el interior de una antigua caja registradora National, una verdadera pieza de museo de principios del siglo pasado. Su carcaza de níquel estaba decorada con relieves art nouveau, tenía encima un centenar de teclas de símil marfil engarzadas con aros de cromo y a un lado una enorme palanca de hierro fundido que en sus tiempos debió operar la calculadora mecánica y los rodillos de impresión.

Era un detalle, pero guardaba tanta afinidad con el local que me llevó a pensar en esa búsqueda de perfección que los buenos diseñadores de negocios imponen a los comerciantes hasta terminar contagiándoles algo de la verdad del culto por la materia y del respeto a ese pasado que jamás volverá.

Detrás de la caja, en el rincón, sobre el piso me llamó la atención un pequeño canasto de rafia donde dormitaba una gata rodeada por media docena de gatitos que no tendrían más de un mes de vida. El más alto de los muchachos me preguntó si quería uno: habían nacido siete, pero ya cinco estaban comprometidos como regalo para los hijos de otros tantos clientes del local. Quedaban dos: un macho y una hembra y, si quería, yo podía elegir el sexo. El mundo está lleno de sobrentendidos y por eso comenté que actualmente todos tenemos libertad para elegir el qué, el cuándo y el cómo del sexo, pero el muchacho no rio. En cambio volvió a la caja y cambió una frases con su compañero, que se acercó a preguntarme, o mejor dicho, a interpretarme, diciendo:

—Me parece que yo a usted lo conozco… Usted es Blaisten, el escritor… ¿no es cierto?

Yo tampoco reí. Respondí que no diciendo algo así como que yo era Fogwill, también escritor y probablemente un poco peor que aquel y el otro muchacho, que en ese momento despachaba algo a una dienta, se disculpó con ella y vino hacia nosotros levantando un índice y apuntándome:

—Ah, Fogwill… ¡Sí… ! Fogwill… Claro: Usted, claro era Fogwill!

Eso me quedó de la primer visita al nuevo orgánico de nuestro barrio: la imagen grata del local, la profesionalidad de la parejita de vendedores, la secuencia de millares de fotogramas del dedo del muchacho señalándome y sacudiéndose en el aire y el eco de su voz, un poquito alocada y casi gritándome que yo era Fogwill.

Habría que corregir más. Lo primero que hice al llegar a casa, fue pegar en la puerta del refrigerador la lámina de plástico magnetizada con el nombre y el teléfono del nuevo proveedor. Después tomé dos cápsulas de Gingko Biloba, y las tragué sin beber agua y ni siquiera un sorbito de mate. Cuando me senté frente al computador ya habían bajado ambas y hasta el trasfondo de la nariz me subió un hálito medicamentoso.

Mi servidor de internet seguía suspendido con su mantenimiento. Varias veces intenté conectarme y siempre aparecía el mismo cartel, de modo que me hice a la idea que tendría que esperar media hora más para consultar mi correo. Para ocupar el tiempo cargué este relato en la pantalla. Quería corregirlo, pero salvo un plural y una errata no pude modificar nada.

Idealmente, pensé, tendría que escribirlo otra vez eliminando gatos, modelos, sietemesinas, parásitos de la sangre, parejas de muchachos y riesgo de contagio, haciendo pivotear todo sobre la frase reveladora “usted, claro era Fogwill” hasta convertirla en el núcleo narrativo de lo que estaba sintiendo en ese momento. Serían las siete de la tarde cuando abandoné el proyecto. Era tarde. Justo en ese momento entraba mi mujer. Venía contenta, enérgica. No se dónde habría pasado la tarde. Se acercó a saludarme y me dio un beso ruidoso detrás de la oreja derecha. No le diría nada de mi compra en el orgánico nuevo: pronto vería las bolsas sobre la mesada de la cocina y se enteraría de todo. Ella siempre se jacta de que trae suerte y, en efecto, no habían pasado diez segundos desde su beso sonoro y húmedo cuando una vibración en los auriculares me anunció que ya estaba conectado a mi servidor y en la pantalla apareció la noticia de que habían ingresado tres mensajes nuevos.
Debía responder antes de la cena.

 

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