Theodore y Charles
Por Ricardo Romero
Lunes 22 de marzo de 2021
"Si Charles se hubiese despertado en ese momento, es probable que hubiera disparado, no porque quisiera hacerlo sino porque era el gesto que tenía más a mano". Leé un adelanto de Big Rip (Alfaguara).
Por Ricardo Romero. Foto de Victoria Rodríguez Lacrouts.
Aunque ninguno de los dos hombres había enfrentado el mar, lo hicieron con la templanza genética de los millones de hombres y mujeres que los habían precedido. No había olas. No había playa. Apenas un muelle destartalado y largo que se adentraba en el agua quieta y un horizonte gris y espejado de niebla en el que sus figuras se multiplicaban, fundidas en plata y ceniza. Se relamieron con la lengua áspera la sal sobre los labios partidos. Se hicieron cargo de la melancolía de la especie. El mar no debía estar ahí pero estaba. Y ellos lo aceptaron como venían aceptando casi todo lo que les había tocado en suerte en los últimos seis o siete años. Seis para el hombre que se hacía llamar Charles y siete para el hombre que se hacía llamar Ted: el desfasaje temporal entre uno y otro no era un error de percepción, sino un acierto, ya que cada uno había vivido exactamente lo que creía haber vivido, segundo a segundo, solo que la gravedad había trabajado más en uno que en otro, lo que viene a significar que cada uno tenía su particular relación con el pasado, del cual huían a distintas velocidades, según el día y la naturaleza de la luz que los alcanzara, porque por supuesto cualquiera que persevera tanto en una huida sabe que la oscuridad no existe. Pero sí existe el mar, y ellos lo encontraron en ese amanecer brumoso en el que el frío tenía una virtud curvada y envolvente que lo volvía visible. Podían ver el frío, el agua mansa y oscura chapoteando contra los pilotes, las ruinas ennegrecidas del caserón de estilo inglés en el extremo del muelle y el velero amarrado a su lado. Hacia él se dirigieron.
El primero en adentrarse en el muelle fue el hombre que se hacía llamar Ted. Las tablas carcomidas por la sal, la humedad y el sol crujieron bajo su peso. Ted se detuvo y se volvió. El hombre que se hacía llamar Charles hacía eso que tanto lo impacientaba: medía, calculaba, como si pudiera prever cuántos pasos serían necesarios para llegar hasta el velero.
—¿Te vas a quedar ahí parado hasta que sea de día y nos puedan ver?
—Ya es de día.
Ted levantó la vista al cielo. Podía estar equivocado pero no lo estaba.
—No, no es de día. Y antes de que sea quisiera estar a resguardo. Quisiera meterme en un lugar en donde tenga que agachar la cabeza, en donde me cueste moverme. ¿Es mucho pedir, eso?
—No —respondió Charles, y se decidió a avanzar. Las tablas, bajo su andar, crujieron menos.
Les llevó cerca de cien pasos llegar hasta los restos del caserón inglés. A mitad de camino, temieron que las ruinas se estuvieran alejando, flotando a medias sobre el agua y la niebla. Sin embargo, las alcanzaron. Un cartel que apenas se sostenía de uno de sus extremos anunciaba “Restaurante El Delfín” por encima del portal astillado. Un incendio había destruido gran parte del caserón y lo que quedaba era una estructura filosa y negra, llena de ángulos que apuntaban hacia el cielo, como señalando al presunto culpable de su perdición. Ted y Charles testificaron tardíos, sin comprometerse, y muy pronto perdieron interés en la agonía del restaurante, tomando sin convicción una nota mental para más tarde: debían revisar la cocina y la despensa por si quedaban algunos enlatados. Luego se concentraron en la embarcación. El velero en cuestión era un yate de diez metros de eslora, de dos mástiles y cabina en el centro. Sobre los mástiles los restos de las velas desgarradas se sacudían con un viento que no podía ser cierto. Todo estaba quieto y en silencio. El hombre que se hacía llamar Ted, irritado por los chasquidos de la tela, achicó los ojos y hurgó en la niebla.
—¿Estamos otra vez soñando lo mismo?
El hombre que se hacía llamar Charles, un poco rezagado, alcanzó a su compañero.
—No. No es un sueño.
Sin ponerse de acuerdo, ambos se volvieron para ver el largo tramo de muelle que habían recorrido porque eso es algo que nadie hace cuando sueña. Por más que quisieran mirar otra cosa, por encima de la niebla que se iba asentando a medida que el día se imponía, lo primero que se veía era la grúa con el contenedor colgando del cable de acero a unos treinta metros del suelo, a mitad
de camino de quién sabe qué destino. Estaba a la izquierda de su visión, del otro lado de una avenida de dos carriles que corría paralela a la costanera de cemento. Desde ahí se ordenaba el resto: hacia un lado el espacio abierto de las pistas de aterrizaje de un aeropuerto abandonado, con los hangares disminuidos por la distancia; hacia el otro las moles convexas de los galpones del puerto, más grúas y centenares de contenedores apilados que se escalonaban entre las dársenas donde los cargueros mórbidos habían perdido la capacidad de navegar, y más atrás la extensa curva de la autopista flanqueada por los bordes de la villa, los pisos altos de las casuchas asomando al asfalto elevado como cabezas cuadradas e insurgentes. No podían estar seguros, pero les daba la impresión de que no los habían seguido hasta ahí.
—Paraguas. Quinientos paraguas —arriesgó el hombre que se hacía llamar Charles.
—Es demasiado obvio —rechazó el hombre que se hacía llamar Ted—. Casi tan obvio como decir ositos de peluche. Para mí está vacío, por eso el cable aguanta.
—Que algo sea obvio no quiere decir que no sea cierto. Además, decir que está vacío es hacer trampa, es como decir que está lleno.
Ted gruñó. Era su manera de aceptar que el otro podía tener razón. Se volvió hacia el velero, avanzó hasta alcanzarlo. Estaba amarrado tan cerca del muelle que solo tenía que dar un paso y ya estaría arriba. Dudó antes de hacerlo.
—¿En serio esto no es un sueño? ¿En serio hay un velero?
—Hay un velero y hay agua. Y el velero es un lugar para descansar, el más seguro que podemos encontrar. No hay forma de que lleguen hasta nosotros sin que los escuchemos. Eso es suficiente para mí.
Charles se sacó la mochila para que el peso no lo desestabilizara y subió de un salto. Ted, incómodo por el intercambio de roles ahora que el que pretendía calcular las consecuencias era él, lo siguió. Con pasos medidos para no resbalar, pasaron entre cuerdas y cables. La puerta de la cabina, varios escalones debajo de la cubierta, estaba cerrada y, antes de probar abrirla, los dos empuñaron sus armas. Ted un hacha y Charles un machete. Charles tomó la delantera y bajó. Giró el picaporte y la puerta cedió con liviandad. La claridad gris de la mañana tardó en armar la escena. En su defensa hay que decir que era una escena compleja. A grandes rasgos, se trataba de una habitación de techo bajo con una mesa de fórmica y cuatro banquetas forradas en cuero atornilladas en el centro y dos camastros empotrados en la pared contraria a la puerta. Eso era fácil de ver, pero no era lo primero. Antes de eso había que discernir el caprichoso entramado de cadenas que cruzaban el camarote, un tejido extraño y radial. Todas las cadenas, que en realidad era una sola, convergían en un punto central: el cuerpo reseco de un hombre volcado hacia adelante desde la banqueta más cercana a la puerta. Llevaba mucho tiempo ahí y parecía hacerles una reverencia. Tenía los pies atados, las manos en la espalda, una a punto de liberarse gracias al disloque de un hombro. La cadena, en sus ires y venires hacia los distintos extremos de la cabina, daba dos vueltas alrededor del cuello. Era finalmente un ahorcado más.
—Parece que quiso arrepentirse... —interpretó Ted, una vez comprendida la escena.
—O que se acordó de algo.
Estaba claro que era un ahorcado por voluntad propia, porque nadie se tomaría el trabajo de armar semejante ingeniería para matar a otro. Una voluntad que había claudicado antes de llegar al último momento. En la torsión final del cuerpo, en las órbitas hundidas y redondeadas, en los rasgos casi calavéricos que luego de la hinchazón se habían replegado hasta disecarse bajo el amparo del aire marino, habían quedado plasmados el esfuerzo y la desesperación por desmontar ese artilugio tan perfectamente diseñado.
—Va a ser difícil —calculó Charles.
Ted, con el perfil del hacha, levantó el mentón del ahorcado. Algo crujió y Ted empujó un poco más. El crujido se multiplicó y se deshizo en una especie de crepitar huidizo. Un crujido más y la cabeza se desprendió, rodó por la espalda, tropezó con las manos atadas y cayó sobre la mesa. Charles asintió. Ted levantó la pierna izquierda y empujó el cuerpo hacia un costado. Fue como desarmar un espantapájaros. Las cadenas, ya sin eje, cayeron y colgaron laxas.
—Va a ser difícil igual —recalculó Charles, y soltó un suspiro.
Les llevó cerca de una hora deshacerse del ahorcado. Por más cuidado que pusieran, en el camino de la cabina hacia el agua los restos se desmenuzaban en sus manos. Con trapos y con medio
litro de nafta que encontraron en un bidón, frotaron banquetas, mesa, piso y cubierta. El olor de la nafta era preferible a la reminiscencia íntima y necrótica del antiguo habitante del yate. Los restos flotaron durante todo el día al costado del velero. Cada uno a su tiempo lo comprobó, fingiendo que oteaban ese horizonte plateado de niebla en el que sus figuras se proyectaban como un eco, pero mirando en verdad el balanceo de los huesos en el agua junto al casco, sin emitir comentario alguno. Ted, con disimulo, se había quedado con la falange del dedo índice de la mano izquierda del ahorcado. Cada vez que se asomaba a sus restos, con las manos en los bolsillos, la rozaba con la yema de los dedos. Por la noche, mientras se preparaban para comer dos latas de corned beef, guardó la falange en su mochila, donde pasó a formar parte de una curiosa y heterogénea colección de objetos.
—Es bastante molesto que insistas con eso de que estamos soñando lo mismo —dijo Charles, al final de la cena, raspando con la cuchara el fondo de la lata.
A la luz de la única vela que habían encendido, Ted se alzó de hombros. Raspaba el fondo de la lata con los ojos y el resultado era similar.
—Estaba pensando... ¿sabés nadar? —dijo, después de un rato.
Charles chupó la cuchara pensativo. El hambre, desde hacía varias semanas, tenía ese sabor a metal de aleación barata.
—No —respondió—. ¿Vos?
—Algo. De chico mi abuela me mandaba a las colonias de vacaciones durante el verano. Ahí aprendí porque era la única manera de no verme obligado a relacionarme con los demás. Eran un infierno, esas colonias... Cuando dejé de ir, no volví a hacerlo. No sé si me acordaré.
No fue necesario sortear las camas. Ted eligió la de arriba y Charles la de abajo. Como de costumbre, se acostaron sin apagar la vela. Aunque habían aprendido a fraccionarlas, ese resto de quince o veinte minutos era uno de los pocos lujos que se permitían. Dejaban que las velas se consumieran un rato más, mientras ellos conciliaban el sueño, para que el chasquido de la llama cuando la mecha hacía contacto con la cera derretida funcionara como un switch que los apagaba a ellos. Sin embargo, esa noche no fue igual que otras veces.
El primero en levantarse, cerca de una hora después de que la vela se hubiera consumido, fue Ted. En la oscuridad del camarote, con movimientos delicados, se calzó y sorteó las banquetas y las cadenas que colgaban aún, y subió a la cubierta. Respiró el aire marino. Las telas rasgadas chasqueaban en los mástiles invisibles, pero ya las había incorporado a su malestar. Arriba de todo, más allá de esa niebla que en el frío de la madrugada se había compactado, distinguió la luna en cuarto creciente, una curva delgada y amarilla que le hizo pensar en sus uñas. Ted extendió las manos y se las miró. Largas y sucias. Se prometió cortárselas y por un rato se acunó en la idea estimulante de que todavía podía prometerse algo. Después le dio la espalda a la luna y caminando de costado pasó junto a la cabina en dirección a la proa, a donde no habían ido durante el día. Cables, cuerdas, dos salvavidas. Se dejó caer sobre un asiento con una almohadilla de cuerina, de cara al muelle y a la costanera. No era mucho lo que podía vislumbrar, pero sí suficiente. El paisaje del insomnio es un paisaje geométrico. Formas glaciales que deberían verse con los ojos del sueño, no de la vigilia. Por eso a Ted lo ganó un remordimiento. Masticó una saliva espesa y bajó la vista. Y ahí distinguió la caja de herramientas atornillada debajo de otro asiento. Se inclinó y la abrió. Había muchas cosas valiosas y útiles, pero lo que más atrajo su atención fue una pistola de bengalas con un caño rojo y grueso. La sacó, abrió el cargador. Había un cartucho. La cerró. Pensativo miró hacia el muelle, buscó la costanera. Nada se movía, salvo su pensamiento. Un cuarto de hora después se levantó y volvió a la cabina. Bajó en puntas de pie, sorteó las cadenas como si bailara en cámara lenta. Se detuvo junto a las camas. Desde esa perspectiva, en esas sombras, le parecieron nichos escandalosamente estrechos. No podía volver a meterse ahí. En cambio, sí podía inclinarse hacia su amigo, que dormía con la boca entreabierta en la cama de abajo, y apuntarle con la pistola. Así permaneció durante largos minutos, hasta que se le cansó el brazo. Qué fue lo que pensó durante todo ese lapso el hombre que se hacía llamar Ted, qué fue lo que sintió, es algo que él mismo no podría precisar. Lo embargó una especie de desvanecimiento, el peso ciego de la experiencia compartida sobre su ánimo. Se sintió lejos de todo, ajeno, y por un segundo fue feliz. Luego fue enormemente desdichado. Si Charles se hubiese despertado en ese momento, es probable que hubiera disparado, no porque quisiera hacerlo sino porque era el gesto que tenía más a mano. Pero no despertó y Ted se mantuvo firme todo lo que pudo, tratando de encontrar en esa somnolencia el camino correcto. Cuando por fin lo encontró, se tambaleó como si una ola hubiese sacudido el barco. Fue una fracción de segundo. Se durmió y despertó. Pestañeó confundido. Aún apuntaba a la cabeza de su amigo. Bajó el brazo acalambrado, dejó la pistola sobre la mesa y con las últimas fuerzas se trepó a la cama de arriba. No llegó siquiera a descalzarse y se durmió enseguida.
Charles se levantó media hora después. Se sentó, sacó las piernas fuera de la cama. Lo contrarió el descubrir que todavía era de noche. Se desperezó en la oscuridad, más que para sacudirse el sueño para sacudirse el despertar. Por un instante se dejó tentar por la idea de volver a acostarse. Desistió. El descanso nunca se encuentra donde estuvo antes. Se levantó descalzo, en medias, y como un futbolista mañoso que amaga y fintea de más, pasó entre las cadenas hasta alcanzar la escalera. Subió a cubierta. La niebla salada lo tonificó. Ahí estaba la luna en cuarto creciente y Charles aceptó su influencia teatral. Buscó un dolor antiguo, lo desplegó, lo desconoció. A menos de veinte metros, sobre el muelle, las vigas filosas del restaurante malogrado cortaban la niebla y se amarilleaban bajo el influjo lunar. Charles contuvo la respiración. Una figura desgarbada se movía entre los escombros con un andar de gato viejo. Cualquier otra figura lo hubiese alarmado. Pero ese andar de felino hipertrófico le era inconfundible. Era él mismo, una proyección de la niebla, inestable y desorientada. Duraría poco, lo sabía. Replicaría algún fragmento negado, autónomo, de su accionar, ubicado en algún lugar incierto entre su pasado y su futuro. No era la primera vez que Charles se enfrentaba a estas apariciones. Y siempre le sucedía lo mismo. Se afantasmaba. Intuía que si esa presencia, por milagro o por encrucijada atmosférica, lograba permanecer, ya no podría asegurar que él era él. Sintió el impulso, otra vez, de comunicarse. De acercarse con sigilo y susurrarle al oído alguna que otra confesión. Pero el instinto le decía que ese avatar estaba ciego y sordo, atrapado en su réplica. En la soledad extrema si algo se mueve todo se mueve, si algo permanece quieto todo se detiene. La figura penetró en las sombras del restaurante y Charles se decidió a seguirlo. Cuando estaba por bajar del velero se dio cuenta de que estaba descalzo. Volvió sobre sus pasos y bajó al camarote. Esquivó las cadenas. Sentado en una de las banquetas, se había puesto ya una de las zapatillas cuando vio la pistola sobre la mesa. La tomó. La hizo girar entre sus manos como si no supiera empuñarla. Pero sabía hacerlo y lo hizo. El caño desproporcionado le cosquilleó el ánimo. Se lo llevó a la sien. Sintió sobre la piel la circunferencia fría del metal y no cerró los ojos. ¿Se habría disuelto ya su reflejo ensimismado, habría encontrado alguna lata de arvejas en la despensa del restaurante? A unos metros, Ted se revolvió en la cama y dijo algo en sueños. Charles se puso de pie. Un pie calzado y otro no, se acercó a su compañero. Levantó la pistola con ambos brazos, como si pesara. Y le apuntó a la cara. Fue apenas por unos segundos. La credulidad del hombre que se hacía llamar Charles era peligrosa y la bengala fue como una palabra en la punta de la lengua. Bajó el arma y la dejó sobre la mesa, en la misma posición en que la había encontrado. Se sacó la zapatilla y se acostó. Malhumorado, tardó mucho en dormirse.
A la mañana siguiente, el hombre que se hacía llamar Ted y el hombre que se hacía llamar Charles se despertaron casi al mismo tiempo. Era muy temprano. Una claridad lechosa entraba por los ojos de buey, pero no fue eso lo que los sacó del sueño. Un presentimiento idéntico los expulsó de la cama antes de que se despegaran las lagañas. Charles se calzó y sin cruzar palabra subieron a la cubierta. La niebla se había replegado en las zonas oscuras y bajas. En el extremo de un cielo sin color la luna era una transparencia desafortunada. Había movimientos en la costanera de cemento, ahí donde comenzaba el muelle. Quince hombres y mujeres, catorce alineados y apuntando, y uno, de cuerpo corto y macizo, que recorría la fila por detrás montado en un skate. Finalmente los habían seguido. Ted y Charles se sorprendieron ante la saña, y de alguna manera se sintieron honrados. Las primeras flechas cayeron lejos. Las detonaciones de las armas de fuego sonaron ahogadas, y solo una dio en el casco del velero. De todas maneras, no había muchas alternativas. Vendrían por ellos. Su falta de puntería y el devenir de la mañana los envalentonaría. Bajaron al camarote y sacaron de las mochilas grandes unas mochilas más chicas, en las que cada uno metió las cosas que consideraban esenciales. Volvieron a la cubierta. En la costanera, los atacantes recargaron. Antes de que dispararan, los dos hombres se lanzaron por la popa al agua helada y, mientras se hundían sin remedio, se alejaron pataleando como si supieran.