Rara avis
Ph Tefa Schegtel Torres
Un cuento de Patricia Ratto
Martes 12 de setiembre de 2017
"Entender que eso a sus pies ha sido la presa del chimango y no saber qué hacer hasta que abre un ojo, y entonces ver, por vez primera, como si él mismo hubiera abierto los ojos en ese instante, lo rosado de una herida". Uno de los cuentos que componen Faunas, el último libro de Patricia Ratto, publicado por Adriana Hidalgo.
Por Patricia Ratto.
Sentado ahora en una iglesia evangélica que encontró abierta por casualidad en medio de la noche, conjetura que su vida cambió para siempre, quizá por designio divino, quizá por capricho del azar, aquel día en que de regreso de la facultad atravesaba el parque, mochila al hombro, cortando camino para llegar más rápido a su casa. De golpe, los hechos se apelmazan en un punto de su recuerdo que hace que hoy, cuando quiere recuperarlos, se le presenten como todo uno: escuchar un ploc de algo que cae vertical y a plomo frente a sus ojos, detenerse en seco, mirar hacia abajo y descubrir, allí donde las puntas redondeadas de sus zapatillas terminan, una cosa cubierta apenas por un plumón pardo y fino, levantar por instinto la vista para localizar el lugar de procedencia y encontrar un chimango en vuelo rasante, escuchar simultáneamente el grito del chimango y verlo luego ascender y sobrevolar en círculos sobre su propia cabeza, entender que eso a sus pies ha sido la presa del chimango y no saber qué hacer hasta que abre un ojo, y entonces ver, por vez primera, como si él mismo hubiera abierto los ojos en ese instante, lo rosado de una herida, volver la vista hacia arriba y hacer gestos ampulosos con los brazos para que el chimango se vaya, ver al chimango desistir e irse, y entonces quedarse parado y solo frente a esa cosa que, herida y con el ojo abierto, le hace sentir toda la soledad del mundo, y después mirar hacia todos lados por no saber qué hacer, y agacharse y ver cómo emerge de la masa de su cuerpo, estirándose hacia arriba, una cabeza y un pico, y dos ojos que se le antojan desbordados de terror, extender la mano y tocar, sentir el calor y el temblor que es la horrorosa confirmación de que esa cosa está efectivamente viva y él debería hacerse cargo. Volver a mirar hacia todos lados, ni un alma por la zona y oscurece, y decidir al fin agarrar al animal, que al ser alzado por el lomo extiende un par de patas larguísimas, asentarlo en su mano izquierda, sentirlo acurrucarse hasta tomar la forma perfecta de un huevo y caminar, caminar con eso caliente y palpitante hasta llegar a su casa.
Ponerlo en una caja y empezar a pensar qué hacer, de qué manera. No saber a quién recurrir, ni qué clase de bicho es eso que ahora, mirándolo bien, parece un pichón de paloma rústico y desgarbado. Entrar en Internet y tropezar con un par de videos que explican todo, o casi todo. Caer en la cuenta de que es imperioso volver a salir, hasta la farmacia que queda a siete cuadras, a comprar Nestum, una jeringa para alimentarlo y solución yodada para limpiar la herida. Internarse otra vez en el frío, a esta altura más intenso porque ya es casi de noche, caminar, pensar por qué le tenía que venir a caer esto del cielo, caminar, llegar a la farmacia, pedir el Nestum y la farmacéutica mirarlo sonriente como se mira a un padre que es bueno con su hijo y que le hace las compras a su mujer, pero él no tiene hijo, ni mujer, ni novia, ni familia, ni nada, salvo ese bicho; pensar entonces por qué no lo dejó ahí donde había caído para que el chimango se lo llevara de nuevo y adivinar por qué no lo dejó ahí donde había caído para que el chimango se lo llevara de nuevo; pedir la jeringa luego, y la solución yodada después, y explicar como excusándose que es para alimentar y curar a un pichón de no sabe qué cosa que encontró en el parque, la farmacéutica mirándolo indulgente como se mira a un boludo que piensa resucitar a un pajarraco, contemplar que la farmacéutica está buena pero en ese momento no atinar más que a odiarla, forzar un saludo, pagar con lo último que le quedaba para ese mes, caminar, y pensar con qué se va a encontrar cuando llegue, sopesar por un momento que puede hallarlo muerto, desear inexplicablemente que no, acelerar el paso, abrir la puerta de calle, llegar en dos trancos a la cocina, asomarse a la caja y verlo ahí, vibrando aún, como el diapasón con el que afina cada tanto su guitarra. Volver a entrar a Internet, poner el video e ir siguiendo las instrucciones, primero la solución yodada y una mota de algodón que embebe en ella y pasa con suavidad por la herida, preguntándose si arde, y si en todo caso ese ardor no es la vida misma; preparar por fin el alimento, colocarlo en la jeringa, abrirle el pico, introducirle la pasta lograda, de a poco, para que no se ahogue, cuidando de que no se le tapen las narinas, los ojos redondos del bicho abiertos a más no poder. Y después desvelarse, dormir apenas un poco, levantarse cuando clarea, ir corriendo a mirar, verlo ponerse de pie e interior y secretamente festejarlo, desayunar, salir rumbo a la facultad para no perder los vicios de estudiante crónico, regresar a casa, comer algo, tomar agua porque ni jugo ni vino queda ya, darle de comer al bicho, de beber también, matear, cenar un sándwich, dormir, levantarse, ir a verlo, alimentarlo, festejarle el hambre y cómo se va cerrando la herida, salir a la facultad, llegar, comer, él y el bicho, tocar la guitarra y el bicho espiar por encima del borde de la caja, luego dormir, levantarse, ir a mirar, sacarlo de la caja, verlo de pronto desplazarse, comer, cagar, tomar agua, el tamaño aumentando desmesuradamente y de pronto pensar que es algo así como un ñandú lo que le cayó del cielo, y largarlo un día al cuadradito de pasto de su pequeño patio, beber, comer, dormir, cagar, él y el que parece un ñandú cada vez más crecido, advertir un día –pero ya viene perdiendo la cuenta de cuál fue– que una cosa rara y dura le está creciendo en la cabeza y una tarde ver que va sacando unas plumas negras, sedosas y finas como pelos, y notar que la protuberancia de la cabeza se va transformando en algo así como una cresta ósea, y empezar a suponer que ñandú no es, que ha de ser otra cosa, y consultar con un estudiante de veterinaria, que no, no tiene ni idea pero dice que va a averiguar; y un día levantarse a la noche, después de una turbia pesadilla, y llegar a la mesada por un vaso de agua, mirar hacia el patiecito, por la ventana de la cocina, y advertir una mancha turquesa fosforescente que va y viene, encender la luz del patio, comprobar que la cara del bicho y parte de su cuello están completamente cubiertas de pequeñísimas plumas tornasoladas, y quedarse ahí mirando, el bicho a su vez mirándolo a él, con sus patas ya enormes; cobrar conciencia de que debe llegarle ahora más arriba de las rodillas, y caer en la cuenta, navegando por Internet, que lo que tiene en su casa es un casoar, un ave australiana, solitaria y de gran tamaño, que no vuela y puede ser muy agresiva, con sus espolones filosos y su cresta rígida, hasta el punto de causar la muerte de seres humanos. Preguntarse una y otra vez de dónde pudo haberle llegado ese casoar australiano arrojado a sus pies por un chimango por demás autóctono, preguntarse también, de paso, por qué a él, y empezar a dudar de todo, del chimango, del episodio entero, de su memoria, de sus ojos, que ahora contemplan al bicho desmedido, raro, bello, acurrucándose en un rincón del patio. Y no poder sentir miedo ni amenaza sino pena por él, una pena fría y azul, decidir entonces que mejor buscarle un hogar más apropiado, consultar por aquí y por allá, llevarlo a una granja de un vecino pero es poco lo que allí dura, por patear con sus espolones contra la cerca alambrada, asustar a los perros, a las gallinas. Encontrarse con que, cuando se lo regresan, el bicho lo reconoce, hace unos sonidos extrañísimos pero amistosos –como si se comunicara con un congénere– y se echa a sus pies. Recibir después ofertas de gente que quiere comprarlo, temer por las intenciones de algunas de esas personas, enterarse de que hay una vedette de Buenos Aires que quiere hacerse un traje para su nuevo espectáculo con las plumas exóticas de su casoar, verlo siendo desplumado vivo, para que las plumas no pierdan su brillo y quizá pueda volver a regenerarlas; enterarse también de las peleas clandestinas de animales, a muerte, que existen en los suburbios de la ciudad y darle asco hasta la náusea la sola idea de haber salvado al bicho para entregarlo a la muerte o a una vida de infierno a cambio de unos pesos, intentar ponerse en contacto con asociaciones ambientalistas para que regresen al casoar a su hábitat, pero resultar imposible por costoso e impráctico, dejarlo entrar al departamento para no confinarlo a la escasez territorial de su patio, saber que esa decisión es como resignarse al caos y a lo imprevisto, compartir espacios, invadirse, desorganizarse más aún de lo que ya lo estaba; mirarlo un día a los ojos y entender que así no se puede seguir y otra vez no saber bien qué hacer. Estar, una tarde, en medio de su desorden, pelando una naranja y escucharlo emitir desde el patio un chillido desgarrador y salir así, sorprendido, naranja a medio pelar en una mano, cuchillo en la otra, verlo venir hacia él y, de pronto, sin saber cómo, entender que la hoja del cuchillo ha desaparecido, internada entre el espeso plumaje negro bajo el buche y detectar algo de sangre brotando, atinar de improviso a arrodillarse para recibir la cabeza del casoar que cae entregada contra su pecho, los ojos tranquilos mirándolo fijo, y todo el turquesa de las plumas del cuello y la cabeza derramándosele sobre sus manos.
Cuando mira hacia atrás, es eso lo que puede ver: una cosa viva, que terminó siendo un casoar, cayéndole del cielo, y él, por no saber ya adónde ir, sentado ahora en esa iglesia, escuchando hablar del fin del mundo, con las manos teñidas de un turquesa tornasolado y ardiente que no ha podido quitarse con nada.