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Ficción argentina

Quiero que me hables de Claudia Schiffer

Ph | Alejandra López

Un cuento de Sergio Olguín

"La vida es como mis diseños: un resplandor que enceguece y oculta fugazmente la descomposición de la carne". Tomado de Las griegas, reedición revisada e imponente de Odelia Editora del libro que se editó en Vian Ediciones hacia 1999.

La moda está totalmente de parte de la violencia.

Georges Perec


París, 1996

Detesto las pelucas, el tabaco, las mujeres de voz seductora, las mujeres mayores de treinta años, el trópico, la cerveza, los físicoculturistas, todos los deportes y a quienes los practican; detesto el amarillo mostaza, el inglés americano, a Oscar de la Renta, las películas de Hollywood, los fotógrafos de Magnum, el perfume de Kenzo, los hombres semicalvos, las estupideces de Valentino, la gordura en todas sus formas y las modelos argentinas. Cada vez quedan menos formas de placer: mis fotos, mis diseños, mis chicas, mi perfume, mis abanicos, París, dos o tres intelectuales, los seudointelectuales, los homosexuales, los onanistas, los diseños de Kenzo, Jean Paul Gaultier cuando está de buen humor, las mujeres de voces chillonas, las adolescentes, los hombres que intentan seducirme, las anfetaminas, las mujeres drogadas o borrachas, las gaseosas, el champagne, hablar de moda, la compañía de Mark, las mujeres que usan Dolce & Gabbana, el francés y el inglés como lo hablamos Claudia y yo, la vocecita de la otra Claudia tratando de pronunciar una frase en su pésimo alemán. Hace mucho tiempo que descubrí (¿fue aquella tarde de abril en Hamburgo cuando vislumbré todo lo que me iba a ocurrir en estos años?) que la vida no tiene sentido, nada es trascendente, nada dura más que un modelo de temporada, todo se olvida. La vida es como mis diseños: un resplandor que enceguece y oculta fugazmente la descomposición de la carne. La vida es como mi perfume: un disfraz invisible que desaparece poco a poco sin que nos demos cuenta. La vida es una mierda.

Exagero. Siempre exagero. Cuando en Hamburgo aquel señor (con quien, luego, fui tan ingrato) me preguntó qué quería conseguir yéndome a París le contesté: “quiero ser Dios”. Obviamente, se rió. Yo seguí diciéndole: “voy a tratar por todos los medios de crear una mujer invencible”. Dios las había hecho frágiles, yo las iba a transformar en seres perfectos. No me importó que se siguiera riendo y pensara que solo iba a preocuparme por fotografiarlas o vestirlas. Yo sabía que mi destino era otro. Aunque después, con las primeras amenazas de éxito, me di cuenta de que no hay más destino que el tedio. De todas formas, no renuncié a ser Dios. Un Dios amante de la desmesura, los foulards multicolores y el sándalo. Un Creador de mujeres invencibles un poco aburrido de tener que hacerlas cotidianamente a mi gusto y semejanza. En fin, lo esencial es recomenzar. La divinidad es ante todo un trabajo rutinario.

Hoy a la mañana, a mi hotel particular (donde conviven confusamente los espíritus de mis cuatro Casas) ha venido Claudia, la otra Claudia, que no se llamaba Claudia hasta que yo la bauticé. Vino con su madre, esa argentina de voz aterciopelada que me recuerda a una puta polaca que conocí cuando aún vivía en Hamburgo. Ella insiste en recordar su pasado cuando era modelo de La Maison y fue tapa de dos o tres revistas. Insiste en afirmar que antes las modelos eran menos profesionales, pero más humanas.

―Pero eso no es ninguna virtud, mi querida Inés.

―Querido Karl, no trates de escandalizarme porque no lo vas a conseguir.

No, mi querida estúpida, solo quiero que el terciopelo te atragante y te cierre la boca. También Claudia desea que su madre se calle. Parece ajena a todo observando las revistas que hay sobre mi escritorio, pero está muy atenta. Me mira por el rabillo del ojo y sabe que mi sonrisa es para ella. Sheila aparece con dos cafés descafeinados y una Coca Cola. Los cafés son para Claudia e Inés y la Coca es para mí. Inés no para de hablar. No puedo creer que los hombres puedan dejarse engañar por esas voces aterciopeladas. No soporto que Inés intente seducirme sin considerar que ya tiene más de treinta años. Y mucho menos que crea que va a deslumbrarme con su modelito comprado en una de mis Casas. Se ha vestido con un prêtà-porter que diseñé para Casa Lagerfeld: un saco de cheviot rojo con pollera de lana negra (muy Chanel, lo reconozco), un moño de seda y guantes de encaje, todo en negro. A Claudia también la vistió con un diseño mío: una chaqueta de cuero con costuras de fantasía, una blusa blanca de cuello cisne y un touch muy Lagerfeld: una corbata de seda azul cobalto (Coco volvería a morirse si viera algo así en su Casa). Lo increíble, lo horrorosamente increíble, es que Claudia lleva puesto un jean rotoso de origen desconocido, como todos los jeans. Esta jovencita va por el mal camino si sigue en compañía de su madre. Solo una argentina puede pensar que su hija está elegante con un pantalón de tela rústica. Claudia también es argentina, pero con sus catorce años aún no se le nota.

Fue Katty la que trajo a Claudia a mi otra Casa, a Fendi. Preparaba un desfile y quería modelos nuevas, muy jóvenes. Llamé a la agencia e inmediatamente Katty me dijo: “tengo una modelo increíble, de aquí a dos años va a ser la sensación de la agencia”. Muy rara vez Katty se equivoca. Jamás habría cometido los errores de su madre de tener modelos más dignas de un servicio de putas que de casas de alta costura. Eileen es una romántica; su hija, un talento. Katty misma vino con las jóvenes y sin que ella me lo dijera enseguida me di cuenta de que la modelo a la que había hecho referencia por teléfono era Claudia. A simple vista se diferenciaba de las otras chicas. Su pelo castaño, sus ojos color miel que ya parecían cargar con el tedio que yo había descubierto recién a los treinta y un años. Me bastaron dos palabras (su inglés: perfecto; su voz de Ratón Mickey: deliciosa) para darme cuenta de que Claudia era tan ambiciosa como sexy. Katty tenía razón: esa chica que aún no había cumplido los quince iba a ser un genio en su género. Modelos como ella surgían una cada diez años. Podía transformar sus defectos en virtudes y en personalidad. Claudia estaba habitada por una voluntad de belleza que influía directamente sobre su cuerpo. Claudia no se llamaba Claudia. Se llamaba Jeannette. Así la había anotado su madre en la agencia Ford: Jeannette Goldstein. Un nombre francés, un apellido judío y una jovencita desgraciadamente argentina: demasiados pintoresquismos. Le pregunté si tenía otro nombre y ruborizándose me dijo: “sí, Claudia”. “Como Claudia Schiffer” le dije y se sonrió. “Desde hoy ―le anuncié delante de las otras chicas y de Katty― te vas a llamar Claudia, vas a ser mi otra Claudia. Y no vas a desfilar para Fendi. Quiero que seas modelo de mi otra Casa. Vas a modelar en exclusiva para Chloé”. Todavía colorada, pero exultante, Claudia me dijo: “mi sueño es modelar para Chanel, como mi madre”. “Todo llega, pequeña. En Chanel solo modelan mujeres invencibles, pero no te preocupes: vos vas a ser una de ellas”. ¿Veinte, treinta, cuarenta veces? ¿Vuelvo a exagerar? ¿Cuántas veces, con inútiles variantes, repetí lo que le dije a Claudia? ¿A cuántas les había ya no prometido, sino vaticinado que las iba a convertir en mujeres invencibles? Y siempre el vaticinio se había cumplido. Se lo había dicho a Claudia Schiffer en Düsseldorf, a Christie Turlington en Londres (“su belleza ―creo haberle dicho― me recuerda a Gloria Swanson y a Pola Negri. Yo haré de usted una nueva estrella silenciosa”), a Cindy Crawford aquí en París (“usted es perfecta y totalmente fuera de moda, usted es una mujer clásica, me gustaría fotografiarla desnuda, hoy mismo”, y esa misma noche le tomé las primeras fotos), a Linda Evangelista en Viena y a tantas otras. Todas habían llegado a ser mujeres invencibles que tarde o temprano abandonaban mis Casas. Salvo Claudia y Linda, que aún guardan hacia mí una fidelidad no del todo justa. Pero ya me abandonarán ellas también y no me preocupa. Pasan como pasan mis diseños. No trabajo para durar. Destruyo mujeres vulnerables para reconstruirlas. Me gusta hacerlo, como transformar un trozo de  cashmere en un sacón, por el simple hecho de concretar mis intuiciones. Lo esencial es siempre recomenzar. ―Es una lástima ―insiste Inés―. Me hubiera gustado mucho trabajar con vos. Pero la maternidad me impidió estar en La Maison cuando llegaste. Jeannette va a poder hacerlo. Es una suerte. A Inés jamás le habría vaticinado nada. Y no se fue de la Casa por la maternidad. Fue despedida por falta de ángel. Y todo lo que ella no tenía a Claudia le sobra.

Desde aquel primer encuentro organizado por Katty no volví a ver a Claudia personalmente hasta el día de hoy, que vino acompañada por su madre. En el ínterin participó de un par de desfiles para Chloé y la agencia Ford le consiguió ser tapa de 15 ans y de Mademoiselle. Su presencia en esas revistas era tan deslumbrante como desaprovechada por Andrew y Stephane. Andrew y sus fotos me ponen nervioso: se parece demasiado a mí cuando aún estaba en Hamburgo. Y Stephane es un chico con futuro, aunque demasiado Mondino, demasiado preocupado por hacer videoclips y acostarse con estrellitas del rock. Sé que me desprecia porque desprecia este mundo y a todos los que no cantan o no tocan la guitarra. Ni Andrew ni Stephane fueron capaces de ver realmente a Claudia. Frente a la lente de estos jóvenes pretenciosos Claudia es apenas una modelo hermosa más. Sin embargo, Mark dice que las fotos no son malas y que mi reacción es solo un ataque de celos. Es posible. Y tal vez esa sea la razón por la que elegí a Claudia para ser la única modelo de mi nueva publicidad de Photo. ―Claudia va a quedarse un par de días aquí. Vamos a hacer toda la producción en mi estudio. Lamento no invitarte a que te quedes en el hotel, pero una modelo tan exquisita como vos sabe que la presencia de una madre no es conveniente. ―Ya lo creo, Karl. Voy a ir de compras y al cine. ―Un plan perfecto. Espero verte el jueves. Podemos almorzar los tres juntos. Inés nos besa y se va. Claudia deja la revista y me mira. Yo también la miro. El juego parece divertido porque nos sonreímos y nadie dice nada. Finalmente le pregunto: ―Tenemos todo el tiempo del mundo para las fotos. ¿Te interesa hacer algo antes?

Hace un gesto de desinterés con el rostro. Ella no lo sabe (o sí), pero estoy registrando cada uno de sus mohines para luego fotografiarlos. ―Entonces hablemos. ¿Contenta en Chloé? ―Sí. Es muy linda ropa. ¿Es verdad que Chloé era su esposa y murió cuando usted tenía 22 años? ―Es verdad ―le miento―. Tenía una enfermedad incurable. Un médico decía que solo podía sanar si olía constantemente flores. Gasté toda la fortuna que había heredado de mi padre en orquídeas, camelias, jazmines y rosas, pero fue inútil. Y cuando creé el perfume Chloé mezclé todas las flores que ella olía. Si siento que una mujer se ha puesto Chloé, no puedo dejar de pensar en ella. Ahora su rostro se entristece. Me mira con ternura. Un nuevo silencio. No pienso decir nada hasta que ella hable. ―¿Cuál es su modelo favorita? ―Vos y Claudia Schiffer. Se le escapa una carcajada. “No te creo”, dice tuteándome. ―¿Por qué no? Claudia Schiffer también es muy buena modelo. Otra carcajada. Quiere arreglar la confusión, pero está muy contenta. No deja de ser un poco decepcionante ver que una chiquita de catorce o quince años es tan fácil de halagar (y de la misma manera) como una mujer de treinta. ―Quiero que me hables de ella. ¿Cómo es Claudia? ―Es perfecta. Como todas mis modelos de Casa Chanel. Es autoritaria, egocéntrica, malhumorada. Como todas mis modelos. Habla el inglés como vos, pero pronuncia encantadoramente mal el francés. ―Yo estudio alemán. Mis abuelos eran alemanes.

Pequeña Claudia: ¿estarás preparada para dar el paso? ¿Estarás preparada para la destrucción de esa nena que aún se escapa por tus ojos para pasar a ser una de mis creaciones? Llegó la hora. La llevo al estudio fotográfico del quinto piso. En el camino nos cruzamos con mis colaboradores y asistentes. Claudia mira todo fascinada. ―Tu casa es enorme. ¿Cuántas habitaciones tiene? ―Treinta, cuarenta. No sé. Creo que nunca la recorrí entera. Me dijeron que en el tercer piso hay un fantasma que en las noches de lluvia se pasea arrastrando cadenas. Me gusta verla reír. Abre los ojos como sorprendida y enseguida aparece esa carcajada despreocupada de todo salvo de posar. En el estudio nos esperan la maquilladora, la peinadora, las dos vestuaristas, el iluminador y Sheila. Les doy las indicaciones a todos y Claudia desaparece acompañada de la maquilladora y la peinadora. A las vestuaristas les explico que deben dejar en la otra habitación las prendas que ya seleccioné e irse. El iluminador también se retira. Saben que cuando saco fotos me gusta estar solo con mis modelos. No entiendo a esos fotógrafos capaces de compartir el espacio con veinte asistentes mirando cómo trabajan. Me parece tan absurdo como si alguien leyera por sobre la cabeza de un escritor mientras escribe o si alguien observara cómodamente sentado mientras un pintor dibuja sobre la tela. Sheila también se va, dejando abierta la primera botella de champagne. No podría sacar una foto si entre clic y clic no bebiera de las aguas de Reims. A los veinte minutos vuelve a aparecer Claudia. Tiene puesto un vestido Chanel de lana y terciopelo borravino, strapless con un corsé muy ceñido y una larga pollera de gasa abullonada. Lleva guantes verde musgo muy pero muy largos y sin dedos.

Tiene el pelo suelto totalmente sauvage. Claudia camina unos pasos y ese cuerpo delgado de casi un metro ochenta parece deslizarse como un fantasma sexy y provocador, como debe ser el del tercer piso. Claudia se para con las manos en la cintura y me mira. ―Casi perfecta. Claudia Schiffer lloraría de envidia si te viera. Te insultaría en alemán. Le explico cómo va a ser nuestro trabajo y qué es lo que deseo conseguir. Por primera vez quiero trabajar libre de decorados. Solo ella, mi perfume y mi mirada; nada más. Primero vamos a hacer unas tomas con ese modelo Chanel (lo hago con un Chanel y no con un Lagerfeld porque me rindo a la evidencia: todos dicen que Casa Chanel está cada vez más Lagerfeld, cada vez más arriesgada, y Casa Lagerfeld, cada día un poco más clásica) y con un fondo gris elefante. Después vamos a hacer otras fotos en ropa interior con un fondo negro y un sillón azul océano diseñado por Ron Arad. Me sirvo otra copa y le alcanzo una a ella. La sostiene con naturalidad aunque sospecho que es la primera vez en su vida que va a tomar champagne. Brindamos. ―Vamos a empezar. Calculo que mañana sacaremos las últimas fotos. Una modelo que no termina la sesión fotográfica borracha de champagne no es una modelo by Karl Lagerfeld. Se ríe, tose. Las burbujas deben de estar cosquilleándole la garganta y por toda la cabeza. ―Yo soy una modelo Karl Lagerfeld y voy a desfilar para Chanel. Primero le tomo unas fotos sin ninguna indicación. Claudia cumple con el manual de la buena modelo y sola va lanzando su repertorio de miradas aprendido en alguna mediocre escuela de modelos de su país. “Bien, bien” le digo, pero no es lo que busco. Con estos rostros, con estas miradas se conformarían Andrew o Stephane. Pero yo quiero más, aquello que Claudia tiene y que solo mi mirada va a ser capaz de descubrir. Aunque me lleve horas o días. Claudia gira, su pelo se agita, sus manos se apoyan seguras en los hombros, en la nuca, en la cintura, sonríe, se pone seria, mira con deseo, con inocencia, confundida, feliz, lánguida. Sí, todo el repertorio clásico. Cualquier fotógrafo estaría feliz con cómo Claudia facilita el trabajo. Ha nacido para esto: para detener el tiempo y, bruscamente, acelerarlo. Es una modelo casi perfecta. Una jovencita talentosa. Yo la voy a transformar en una mujer invencible. A la media hora hago el primer descanso. Me acerco al bar y sirvo las copas. Claudia no habla, está realmente concentrada en su trabajo. Toma el champagne de un trago casi sin darse cuenta. Le explico que ahora vamos a hacer unas tomas con el frasco de perfume y ella mueve la cabeza afirmativamente. Parece recordar algo y con una sonrisa infantil me dice: ―¿Sabés una cosa? Un novio de mamá usaba Photo. ―Un hombre de excelente gusto. ―Tiene un aroma muy rico. Claudia toma el frasco, lo mira, juega con él. Me gusta como queda Photo en sus manos. Mark siempre hace bromas por el diseño del perfume. Dice que la tapa con esa especie de argolla en la punta es vaginal y que el frasco alargado es totalmente fálico. Siempre pensé que era una estupidez dicha para irritarme, pero ahora descubro que no es así. La manera en que Claudia toma el frasco es como si tomara una verga entre sus manos. Acaricia el perfume, se lo lleva a la nariz y aspira. En un gesto inesperado apunta hacia mí y aprieta el rociador.

“A ver cómo huele”. Y se acerca a mi cuello. Sus pelos me invaden la cara. ―Riquísimo. ―Casi tan rico como tu Chanel número 19. ―Intente resistírsele ―dice repitiendo el slogan del único perfume Chanel que me gusta. Tomo la cámara y vuelvo nuevamente al ataque. Aunque parezca increíble, Claudia está todavía más suelta que en las tomas anteriores. Ahora se relaciona distinto con mi cámara: es agresiva. Su risa: agresiva. Sus gestos: agresivos. Su seducción: agresiva. Cuando gira parece flotar y el instante en el que suena el clic Claudia se congela. Es el mundo que se detiene cuando yo le arranco un poco más de su ángel secreto. El frasco de perfume le sirve para crear infinitas poses. Se pone el aro en el ojo como si fuera un monóculo. Se lo pone en la boca como si estuviera a punto de arrojar una granada. Se para de golpe, se pone firme y con su mirada más seria muestra el perfume como en las publicidades de los años cuarenta. Cambio las luces y después de una hora intensa, le pido que se vaya a cambiar, que se ponga la ropa interior que prepararon las vestuaristas.

―¿Pido que me retoquen el maquillaje?

―No.

Abro otra botella de champagne. Tomo dos copas antes de que Claudia aparezca con el body Azzedine Alaïa que elegí especialmente para ella. Se ha dejado los guantes largos y sin dedos.

―Un toque Lagerfeld, ¿o no? ―y se ríe cruzando el estudio hasta el bar y toma de su copa. Ahora lo hace de a sorbitos, entre risa y risa.

Claudia tiene las piernas largas, tal vez un poco flacas, pero bien moldeadas por la naturaleza y no por el gimnasio. Puedo diferenciar a simple vista una belleza natural de una artificial. Detesto los gimnasios y mis modelos que hacen aparatos o gimnasia modeladora lo hacen a escondidas y sin mi autorización. Por suerte, Claudia aún no ha caído en las estúpidas garras del gimnasio. Falsamente preocupada me pregunta:

―¿No estoy muy blanca? Body blanco, piel pálida. Parezco un helado de crema.

―Parecés el fantasma del tercer piso.

―Horrible, ¿no?

―Inquietante. Sexualmente inquietante, mi chiquita. Ningún hombre va a poder no usar Photo. Y nadie va a olvidar este helado de crema.

Claudia lleva su Alaïa con la misma naturalidad que mostraba al posar con el Chanel. Maneja su cuerpo y las circunstancias. Era lógico que los fotógrafos se detuvieran en ese punto de perfección. Solo yo (tal vez por ese amor a la desmesura y muy seguramente por mi decidido trabajo de destrucción y creación), con mi cámara, o mejor, con mi mirada, solo yo soy capaz de desafiarla, de animarme a invadir esa zona oscura donde se esconde su genio, el germen de su perfección total.

Repetimos la rutina anterior. Primero le saco fotos a ella sola y luego con el perfume. El sillón nos permite probar nuevas situaciones aunque no me interesa la originalidad de la pose, sino la originalidad del gesto. Paramos cinco minutos, bebemos, volvemos a empezar, decenas de fotos, agotar situaciones, nuevo descanso, cambiar las luces, arrojar lejos los guantes, incorporar el perfume, otra botella de champagne, nuevas fotos. Claudia se arroja al piso, abre los brazos y queda como crucificada con el perfume sobre su vientre. El efecto es magnífico.

Ya he perdido el sentido del tiempo y no quiero mirar el reloj. Debemos llevar más de tres horas de trabajo continuo. Hacemos un nuevo descanso y le pido que se cambie el body por el juego de dos piezas de Dolce & Gabbana. Okay, dice, y ya borracha y cansada (más cansada que borracha) va al otro cuarto y se cambia. Vuelve al minuto. Disimula maravillosamente bien su estado.

―Sigo siendo un helado de crema.

―No solo de crema ―le digo señalándole los pezones que se dibujan en la semitransparencia del corpiño.

Claudia se pone colorada. Es la primera vez que consigo intimidarla en esta sesión y no puedo dejar de sentirlo como una victoria. Claudia parece querer resarcirse de su rubor y a pesar de las horas y el champagne posa con toda la energía. Si alguien pudiera verla en este momento pensaría que recién ha comenzado a trabajar.

Claudia vuelve a repetir su pose de crucificada en el piso. Yo fotografío. Tiene puesto el perfume por debajo de los pechos y por sobre el ombligo. Clic. Claudia está dispuesta a demostrar que la adrenalina invasora no era una muestra de vergüenza o timidez. Baja el perfume hasta que la argolla queda sobre el ombligo. Clic. Levanta un poco la pelvis, entreabre las piernas y el frasco comienza a deslizarse hacia abajo. Clic. Antes de que caiga al piso lo aprieta con los muslos. Clic. Sus piernas y su pelvis han sido más elocuentes que una mirada.

Toma el frasco y en un gesto inesperado lo pone dentro de la bombacha. Afuera queda la tapa rodeando justo el ombligo.

Apenas se reconocen las letras verde crema de Photo, pero no importa, sigo sacando fotos. Toma el perfume y se pone de pie. Tambalea apenas, pero enseguida se recupera. Se sienta en el sillón, cruza las piernas y mira a cámara. Clic. Un par de fotos más. Nuevo descanso. Que beba otra copa o no, no cambia su estado. La toma, a medias, pero la toma. Más fotos. Se vuelve a sentar en el sillón. No está conforme. Se sienta en el piso en posición yoga. Esconde el perfume, lo vuelve a mostrar. Mira la lente como anunciando algo distinto. Y lo hace. Aproxima el frasco a un pecho y apoya la argolla contra el pezón como coronándolo. Clic. Se me ocurre una idea. Voy hacia la mesa de trabajo y tomo unas tijeras. Me acerco a ella, que no pregunta ni dice nada. “A ver” digo simplemente y corto un triángulo del corpiño, dejando en libertad ese pecho que se insinuaba detrás de la tela.

―Repetí la pose anterior.

Claudia vuelve a apoyar el frasco sobre el pezón. Clic.

Ella permanece totalmente en silencio. “Veamos” digo y con las tijeras voy a cortar la parte media del corpiño para dejar los dos pechos al desnudo.

―No.

Me detengo. La miro. Baja la vista. Corto el corpiño. Queda partido en dos y sus tetas me recuerdan absurdamente su risa. Son pequeñas, sin embargo es inevitable no pensar que están en constante crecimiento, tal vez sea su agitación producto de la fatiga o los latidos de su corazón los que consiguen este raro efecto. Claudia no se saca el corpiño roto que cuelga de sus hombros.

―Levantate y ponete el perfume entre los pechos.

Clic. Con un solo movimiento se desprende del pedazo de tela. Se tapa una teta con una mano y la otra con Photo. Perfecto. Clic. Toma el perfume por la tapa y el frasco cae al piso. El perfume estalla en miles de pedacitos de vidrio. Claudia grita.

Un aroma a sándalo invade de golpe todo el estudio. Claudia se queda quieta. Sin soltar la tapa y sin bajar la vista, Claudia se pone a llorar.

―Creo que me corté la pierna.

Retrocede varios pasos y sin mirar se arroja sobre el sillón. Me acerco y le reviso la pierna derecha. En efecto: un pequeño corte producto de un vidrio que saltó hacia ella. Le limpio la sangre con mi pañuelo. Voy hacia el bar tratando de no pisar los vidrios.

―Para el susto.

Claudia bebe unos sorbos de la copa que le acerco. Sigue llorando. Mojo con champagne su herida.

―Evita infecciones emborrachando los virus.

La poca sangre que todavía mana se vuelve rosada cuando se mezcla con la bebida. No puedo resistir la tentación. Acerco mi boca a la herida y la limpio con la lengua. Una combinación perfecta para un nuevo perfume: el sándalo de Photo, champagne, sangre y la piel de Claudia.

Tomo la botella y tiro lo que queda sobre su bombacha. Claudia ahoga un grito por la sorpresa y el ardor. La sombra del pubis que se insinuaba en su Dolce & Gabbana es ahora un triángulo oscuro, húmedo y con una textura tan increíble como deseable. Tomo la cámara de fotos.

―Acostáte. No te preocupes que acá no llegaron los vidrios.

Claudia ―con sus catorce o quince años, con su fatiga y su borrachera― es, ante todo, una profesional. Se acuesta a lo largo y agita las piernas tratando de sacarse el champagne que corre por su piel. Clic. Y otra foto. Clic. Mira a cámara. Ya no llora. Clic. Su mirada, su rostro, su cuerpo cruzaron los límites de la belleza humana. Clic. Clic.

Pero de a poco, como una tormenta que vuelve sin nunca haberse ido, se pone de nuevo a llorar. Se tapa la cara con los brazos y sus pechos se ponen tensos. Clic. Sigue llorando. Dejo de fotografiar. Claudia no se saca los brazos de la cara. La siento balbucear en su idioma. La siento lloriquear. Ella siente mis manos bajándole la bombacha. Ella siente primero mi lengua entre sus piernas y después todo mi cuerpo sobre el suyo. Vuelve a gritar.

Claudia ya no llora. Se ha dormido. Mañana cuando despierte se va a sentir mal, va a volver a llorar, pedirá por su madre. Entonces yo le voy a mostrar las fotos, se va a ver hermosa como nunca. En una milésima de segundo va a vislumbrar todo lo que yo le voy a explicar mientras le acaricio el pelo y la abrazo como un padre protector: esa mujer que está ahí en las fotos es ella, esa mujer de las fotos se va a convertir en la mujer más deseada por todos los hombres del planeta, esa mujer de las fotos se convertirá en centro de atención de todo el mundo, esa mujer de las fotos es invencible. Ella dejará de llorar, desayunaremos, le volveré a sacar más fotos, tal vez la vuelva a violar o no. Otra vez llorará o no. Volverá a pedir por su madre, o tal vez no. Le contará todo, llorarán juntas, pero no va a pasar nada. Lo aceptarán como lo aceptaron todas. Como todas, esta Claudia se jurará abandonarme y despreciarme. Mientras tanto, todo seguirá igual: hará lo que yo le pida, seré todo para ella como lo fui de las demás. Ninguna nunca se quejó. Ni la otra Claudia, ni Cindy, ni Linda, ni siquiera Tatjana cuando hubo que internarla debido a algunos excesos, ni Naomi a pesar de la inesperada participación de Mark y sus amigos, ni Stephanie que aún llora cuando está sola (eso me escribe en sus cartas, pero no es un reproche, es solo la descripción minuciosa de su vida como quien cuenta las buenas y malas acciones a su Creador). Pero nadie se queja. Porque todo es un juego y estas son las reglas. Porque todo es un juego de apariencias y de olvidos. Hoy todas usan chaquetas ceñidas con lazos, mañana nadie se va a acordar de estas prendas y las femeninas pieles corruptas de sudores, olores y pelos en constante crecimiento se cubrirán con un palazzo superlargo en crepé de gasa que pasado mañana ya nadie recordará. La vida es como mis diseños y mi perfume: un fugaz engaño que pronto se convierte en desvanecimiento y olvido.

Claudia va a despertarse. Saldrá de este hotel siendo una mujer invencible. Los hombres que quieran conquistarla van a ser derrotados, destruidos, masacrados de la manera más sutil y cruel. Y esa derrota masculina es mi victoria. He creado un nuevo ser tan poderoso como el paso del tiempo, porque eso es Claudia a partir de ahora: fugacidad. Qué importa que después me abandone y que algún día nadie luzca este tweed con ribetes negros. Ya aparecerán nuevas Claudias. Siempre aparecen. Lo importante, me diré entonces una vez más, es volver a empezar.


A Karina Galperín.

 

 

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