Mona
Un cuento de Inés Kreplak
Miércoles 07 de julio de 2021
"Con un lenguaje muy afilado y una sensibilidad propia para crear esas lógicas infantiles, en Mirar al sol el mundo se somete a juicio y sale perdiendo", escribe Betina González para presentar la novedad de EME Editorial.
Por Inés Kreplak.
Sofía acomodó a Mona entre sus piernas, le alisó el vestido y se ajustó el cinturón de seguridad. Por el altavoz, una azafata daba la bienvenida a bordo del vuelo 1402 con destino a la Ciudad de Buenos Aires. Sofía miró hacia Viviana que gesticulaba a su lado. Viviana era la azafata que estaba a cargo de ella. La había conocido cuando su mamá la despidió en el hall del Aeropuerto de Neuquén. Todas las azafatas son putas con clase, había dicho su mamá. Antes de dejarla, le colgó del cuello una cartera de plástico pequeña que le habían dado los de la aerolínea. Tenía una ilustración de dos aviones con caras sonrientes, uno grande y otro chico. Es perverso este dibujo, cuidá los documentos. Dentro de la cartera Sofía llevaba su documento, el pasaje, unos chicles de frutilla y una tarjeta con datos de contacto de sus padres y su grupo sanguíneo. Sofía tomó esa responsabilidad muy en serio, tanto como cuidaba de su peluche.
Viviana estaba vestida con una pollera tubo y un blazer azul, una camisa blanca y un pañuelo de seda rojo, los tres colores de la aerolínea. En el momento en que Sofía volvió a mirarla, tras acomodar a Mona, Viviana estiraba los elásticos de una mascarilla y se la ponía en la boca. Sofía estaba sentada sola en el primer asiento del pasillo del lado izquierdo del avión. Había sido la primera en subirse, junto con toda la tripulación, y sería la última en bajar. No toques nada, Sofía, los aviones siempre son un asco. Miró en detalle a cada uno de los pasajeros a medida que iban entrando. Un señor de bigote colorado le guiñó el ojo, una señora flaca y encorvada le ofreció un caramelo, una chica joven que viajaba con su novio le sonrió y le preguntó cómo se llamaba. Una nena que estaba con su mamá le había intentado sacar a Mona, pero Sofía se resistió hasta que la madre intervino y se llevó a la nena a su asiento. Si te hacen algo, vos te defendés, ¿me escuchaste? El resto de la gente pasó a su lado sin prestarle atención, concentrada en ubicar su asiento y aprovechar un buen lugar donde acomodar los bolsos de mano en el compartimento para el equipaje.
A Sofía no le gustaba viajar, pero nunca decía nada. Ni a sus padres ni durante el viaje. Se quedaba quieta mirando lo que sucedía y esperaba que el tiempo pasara lo más rápido posible. A veces se dormía y entonces el viaje se le hacía más corto.
Viviana parecía estar muy atenta a la cabina de los pilotos. A cada rato, Sofía la veía entrar y salir con una sonrisa. Aunque siempre pasaba cerca de ella, no le hablaba mucho. Cuando terminó de hacer los gestos en el pasillo, entró a la cabina. Andrea, otra de las azafatas, pasó cerca de Sofía cerrando los compartimentos superiores y chequeó que su cinturón de seguridad estuviera bien ajustado. Se puso en cuclillas, le sonrió y dijo:
– Qué graciosa tu mona.
A Sofía no le gustaba que le dijeran que Mona era graciosa. Tenía un vestido precioso y unos aros dignos de cualquier halago, no entendía por qué la gente se podía reír de ella. Miró a la azafata. Andrea dijo:
– Qué hermosos ojos tenés.
Sofía hizo una pequeña mueca y le retrucó:
– ¿Sabías que los chimpancés pueden morir de pena como los humanos?
La azafata la miró sorprendida, le contestó que no lo sabía, se enderezó y, antes de alejarse, le dijo que ya estaban por despegar.
Sofía sacó de la carterita el paquete de chicles de frutilla y se puso uno en la boca. Antes del despegue y del aterrizaje, masticá chicle. Empezó a masticarlo rápido para que no se le taparan los oídos. Su desafío estaba en no tragárselo. En viajes anteriores le había pasado por distraída. En el despegue, cerró fuerte los ojos y apretó a Mona contra su pecho sin parar de masticar. No le gustaba la sensación que le generaba, ni en la panza ni en los oídos, no le gustaba pasar de estar en el suelo a elevarse en el aire. Siempre quería que ese momento terminara rápido, que el avión se estableciera a una determinada altura y que se apagara la señal de los cinturones abrochados. Nunca pudo evitar, desde el primer avión que se tomó, que se le cruzara la fugaz idea de que se caería y que ella se moriría sin haber conocido la selva tropical.
Cuando las señales de los cinturones se apagaron, Viviana se acercó a ella y le dijo que la notaba un poco pálida. Contestó que estaba mareada. La azafata le alcanzó un paquete con maní y un vaso de agua, le indicó que primero tomara un poco de líquido y recién después comiera, que así le iba a hacer bien. No comas la comida del avión. Sofía no estaba convencida, su mamá nunca le daba maní cuando se mareaba, pero no quiso desobedecer. Se sacó el chicle, lo pegó contra un papel usado, lo guardó dentro de su carterita y tomó un puñado de maní. Viviana le preguntó por qué viajaba, ella le contó que iba a visitar a su papá y a su hermano Pablo, que tenía quince años. Le dijo que también tenía otra hermana bebé, que se llamaba Catalina y vivía con ella, su mamá y con Héctor, que era el papá de Catalina.
– Y también vivís con Mona.
Sofía la miró y le sonrió con la mirada cansada. Unos segundos después, vomitó. Viviana no llegó a abrir la bolsa de papel a tiempo para la primera arcada, pero luego pudo acomodársela debajo de la boca y recoger allí el resto del vómito. Andrea ayudó a reclinar el asiento. Viviana le acarició la cabeza a Sofía y con un paño húmedo le limpió la cara.
– Te vamos a dar unas gotitas para que no te marees más. ¿Está bien?
Sofía transpiraba. Había dejado a Mona en el asiento de al lado, pero la agarraba fuerte de la mano. Tomó el agua con las gotas, mientras por su mejilla izquierda caía una lágrima. Las azafatas limpiaron el asiento y el suelo, y tiraron dentro de la bolsa el vaso de agua y el paquetito de maní. Sofía se quedó dormida.
El avión aterrizó en Aeroparque dos horas después de su despegue. Sofía se despertó con los aplausos, se alegró de haber estado dormida en el momento del aterrizaje. Me violenta la gente que aplaude en los aviones. Se desabrochó el cinturón y vio por la ventanilla la pista, algunos aviones y más atrás el Río de la Plata. Estaba contenta y ansiosa, quería bajar, pero se acordó de que tenía que esperar que salieran todos los demás pasajeros. Miró a Mona, le acomodó el vestido, que lo tenía un poco levantado, le dio un beso y se volvió a recostar contra el respaldo. Miró a todas las personas que pasaban. La reiteración del breve diálogo con las azafatas le resultó tan insoportable que empezó a mover la boca siguiendo la mímica con gestos burlones.
– Buenas tardes, muchas gracias.
– Buenas tardes, muchas gracias.
Cada tanto alguna variación la desconcertaba, pero en cuanto retornaba la cantinela, volvía a gesticular:
– Buenas tardes, muchas gracias.
Cuando bajaron los últimos pasajeros, Viviana se acercó a Sofía. Agarró su campera y su mochila y le preguntó si estaba lista.
– Ahora sí, vamos, que te está esperando tu papá.
Sofía se colgó del cuello la carterita de plástico de la aerolínea, abrazó a Mona y salió de la mano de Viviana junto al grupo de azafatas, el comisario de a bordo y los pilotos. Al bajar la escalera, se tomó un momento para percibir la sensación del aire en contacto con su cuerpo. Acostumbrada a los vientos del sur, el aire de Buenos Aires siempre le parecía húmedo y asfixiante, incluso al lado del río. Subieron al micro junto a los últimos pasajeros. Viviana sentó a Sofía a su lado. Sergio, el piloto, se paró en frente para conversar. Era un hombre un poco más viejo que Viviana, pero el uniforme le quedaba bien. Le preguntó a Sofía si había disfrutado del viaje y si había ido a conocer la cabina alguna vez. Ella hizo que sí con la cabeza. Sergio le dijo que tenía lindos ojos y ella no respondió, levantó a Mona, la acarició y miró fijo al piloto. Él desvió la vista y volvió a hablar con sus colegas. Viviana le preguntó cómo se llamaba su papá y ella le dijo:
– Horacio. Siempre llega tarde– y agregó – ¿Sabías que los chimpancés tienen pulgares oponibles en los pies?
Se quedó mirándola.
– Pueden agarrar cualquier cosa– continuó Sofía.
Viviana sonrió. Bajaron del micro, caminaron todos juntos hacia las oficinas de la aerolínea. Sergio iba adelante, comandando su tripulación. Sofía caminaba de la mano de la azafata. Cuando llegaron a la oficina, saludaron a sus compañeros de la empresa que estaban ahí y firmaron unas planillas. Después entraron en una habitación donde, en fila, cada uno fue dejando su bolso, maletín y el saco del uniforme en sus respectivos percheros. Viviana les dijo a sus compañeros que enseguida volvía, que iba a llevar a Sofía con su papá. Andrea saludó con un beso a la nena y le acarició la cabeza, el resto siguió haciendo sus cosas sin prestar demasiada atención. Sergio, mientras colgaba su gorra, dijo:
– Vivi, te espero en el hotel, no tardes.
La tripulación se veía diferente. Sus espaldas ya no estaban tan rectas, las camisas también se veían más arrugadas y hasta los cabellos empezaban a perder la rigidez del gel. Antes de que Viviana la llevara de la mano hasta el sector en donde se retiraban las valijas, Sofía alcanzó a ver que el copiloto encendía un cigarrillo, Andrea preparaba mate y Cynthia, otra de las azafatas, se cambiaba los zapatos por unas zapatillas.
Viviana reconoció la valija de Sofía que decía “Menor a bordo: prioridad”. La cargó y caminaron hasta las puertas automáticas. Cuando salieron no había mucha gente esperando, la mayoría de los pasajeros del vuelo ya se habían ido. Quedaban algunos remiseros con carteles ofreciendo sus servicios y se veían algunas personas yendo y viniendo por el amplio hall del aeropuerto. Viviana miró a Sofía y le preguntó si veía a su papá. Sofía le respondió que no.
– Te dije, siempre llega tarde.
Viviana abrió la carterita que colgaba del cuello de Sofía y revisó sus papeles. Vio su documento, el pasaje, los chicles y el papel con los teléfonos de la mamá y del papá de Sofía. Se guardó el papel en su bolsillo.
– ¿Seguís sin ver a tu papi?
Sofía notó que empezaba a ponerse nerviosa, así que le dijo:
– ¿Sabías que los chimpancés comen casi todo el tiempo frutas, hojas e insectos? Pero adiviná cuál es su comida preferida.
Viviana no le respondió, pero la miró. Sofía siguió hablando:
– Los monos colobos, que son una especie de monos muy chiquitos. Esa es su comida preferida. Lo vi en un libro que me regaló mi papá.
Viviana seguía inquieta. Miraba su reloj constantemente y no le hablaba. Sofía dijo:
– Estamos cansadas. Mona y yo nos queremos sentar.
Viviana asintió y miró a su alrededor. No había asientos libres por ninguna parte.
– Vamos, voy a intentar comunicarme con tu papá por teléfono.
Fueron al mostrador de la aerolínea. Sofía escuchó cómo le informaba a la jefa que ella no había sido entregada a sus familiares. Viviana quiso dejarla a cargo de algún superior para poder irse, pero la jefa le dijo:
– ¿Quién te entregó a la menor, Leuzzi?
– El jefe de oficina de Neuquén.
– ¿Que se llama cómo? No me acuerdo los nombres de todas las seccionales.
– Rubén Ibáñez, pero…
– Se tiene que hacer cargo del problema él, Leuzzi. ¿Por qué viaja sola una nena de…?– La jefa miró por primera vez a Sofía y cambió el tono de voz– ¿Cuántos años tenés, mi amor?
– Cinco. Cumplo seis en tres meses– respondió Sofía.
Sofía miró para abajo y empezó a patear un bollito de papel que había encontrado en el piso mientras arrastraba a Mona por el suelo y le dijo a la jefa:
– Despreocupate. Me llevo a la nena a la oficina de auxiliares y me quedo esperando al padre. Avisen si viene a preguntar acá. Vamos, Sofi.
Sofía obedeció, pero su gesto se había modificado. Ya no observaba todo con interés y frescura. Miraba el piso.
– Mi mamá está enojada con mi papá. Mi papá le dice que trabaja todo lo que puede, pero no le alcanza la plata.
– Bueno, ya va a venir. Seguro que se retrasó por el tránsito. Buenos Aires es un caos.
Sofía asintió.
– ¿Sabías que, en realidad, los chimpancés no son monos, porque no tienen cola? Son simios. Pero a mí me gusta que Mona se llame así porque también significa linda– dijo mientras iban caminando. Viviana no contestó.
Cuando entraron en la sala ninguna de las azafatas tenía puesto el uniforme. Parecían mucho más jóvenes que antes. Todas se habían desatado los rodetes tirantes. Tomaban mate alrededor de una mesa redonda de plástico y fumaban. Una de ellas se pintaba las uñas y había desplegado sus maquillajes sobre la mesa. Sofía miraba todo con curiosidad. Era la primera vez que su papá llegaba tan tarde; nunca antes la habían llevado a ese lugar. Se acercó a la mesa donde estaban los maquillajes y tomó un espejito que escondió en su cartera sin que nadie se diera cuenta. Sergio y el copiloto ya no estaban.
– ¿No la pudiste dejar en la oficina?– preguntó Cynthia.
– No. Justo que tengo el fin de semana libre para pasarlo con Sergio. Me quiero ir.
– Hay que llamar a la madre y mandarla de vuelta– dijo Leticia, otra azafata.
– ¿Cuándo sale el próximo vuelo para Neuquén? ¿Pasado mañana?– preguntó Cynthia.
– Es tan linda. Yo me la llevaría conmigo –dijo Andrea mirando a Sofía– Sos muy linda, ¿sabés?
Sofía sonrió falsamente. Había estado con la cabeza gacha durante toda la conversación entre las azafatas, pero cuando terminaron de hablar, miró el lugar que la rodeaba. Le pareció raro que un aeropuerto tuviera una sala escondida detrás de lo que siempre veía la gente cuando iba a embarcar. Más que una sala, parecía un departamento. Tenía una cocina, mesa, sillones y hasta camas, que muy poca gente conocía.
Viviana se acercó al teléfono, sacó el papel que había guardado y marcó un número. Esperó, marcó de nuevo, habló con alguien, cortó y les dijo a las demás con tono de resignación:
– En el trabajo dicen que el padre salió hace rato para acá.
– No te queda otra que esperar– dijo Leticia.
– ¿El resto de la tripulación ya se fue?– preguntó Viviana.
– Se fueron a firmar unos papeles a Recursos Humanos. ¿Por?
Cynthia sonrió nerviosa, pero nadie le devolvió el gesto.
– Ya vengo. Sofi, esperame acá.
Viviana salió apurada, casi corriendo. Sofía pensó en seguirla, pero Viviana ya había cerrado la puerta. Miró a las otras azafatas, comentaban el romance entre Viviana y el piloto. Aprovechó la distracción y empezó a caminar por la oficina. Se encontró con varias puertas y empezó a abrirlas. Una de ellas daba a un baño, la otra a un armario lleno de trajes azules y camisas blancas. La tercera puerta, la más alejada, daba a un salón enorme con sillones de pana y alfombra roja. En cada extremo había una barra, repleta de botellas y copas de cristal. Sofía entró en ese salón y cerró la puerta. A lo lejos se veían las luces de la Costanera; ya había oscurecido en Buenos Aires. Sofía sentó a Mona en uno de los sillones, se paró y comenzó a correr encima de ellos. En las uniones saltaba.
Recorrió todo el salón de ida y de vuelta. Tu papá es un inepto, no sirve para nada. Tiró a Mona por los aires y la dejó de nuevo en el sillón. Cantó fragmentos de una canción que había inventado días atrás. Fue hasta una de las barras, pasó los dedos por todas las copas que estaban colgando boca abajo hasta que tiró una al suelo, pero no se rompió: cayó en la alfombra y rebotó casi sin hacer ruido. Ante el susto, Sofía se fue corriendo, pero antes de salir del salón retrocedió y agarró del brazo a Mona, que seguía sentada en el sillón donde la había dejado. Siempre fue igual, un tremendo egoísta. Sofía abrió otra puerta y entró en otro cuarto, donde había dos policías sentados mirando un monitor y comiendo. Ni una cosa le podés delegar. Se asustó de nuevo y cerró la puerta despacio, para que no se dieran cuenta de su presencia. Ojalá nunca nos hubiéramos conocido.
Siguió caminando y entró en otra habitación, llena de valijas de distintos tamaños. Algunas tenían cintas de colores, todas tenían unas etiquetas blancas que indicaban los diferentes destinos en letras negras. Se fijó con detenimiento en cada una de las valijas. Intentó abrir una que le llamó la atención porque era rosa, pero tenía candado. Miró varios bolsos y bolsones, hasta que encontró una valija con estampado de estrellas sobre un fondo violeta que no tenía candado. Sonrió. Calculó el tamaño: era ideal. Abrió la valija, estaba llena de ropa. Oyó a lo lejos que alguien gritaba y se reía a carcajadas. Se asustó y se escondió atrás de la pila de valijas. Pensó en varias posibilidades, pero no se le ocurrió ninguna alternativa mejor. Cuando la voz se alejó, Sofía sacó toda la ropa que había adentro de la valija con estrellas y la escondió en un rincón. Después tomó a Mona de la mano y se metió con ella adentro.
– Nos vamos a la selva tropical, Monita.
Sacó el espejito de su cartera y se miró. Recordó el libro sobre los chimpancés que le había regalado su papá. Decía que eran una de las pocas especies que utilizaban herramientas para solucionar sus problemas. Le puso el espejo a Mona entre las manos para que ella también pudiera mirarse. Después cerró la tapa de la valija y la abrazó.