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Ficción argentina

Los perros de carnada

Un cuento de J. R. Wilcock

Tomado de El estereoscopio de los solitarios (La Bestia Equilátera), uno de los relatos del escritor argentino que terminó sus días en Italia, admirado por tipos como Calvino y haciendo germinar su obra, en la que fibrila una imaginación majestuosa.

Por J. R. Wilcock.

Como un náufrago que se aprieta contra su resbaladizo peñasco de basalto azotado por el mar embravecido, Corfo vive, por decirlo así, aferrado a las tres dimensiones de cada día por temor de deslizarse en la cuarta. Esto ya le sucedió muchas veces, y cada vez los disgustos son múltiples. A fin de año pasó tres días encerrado en una hiperhabitación donde era imposible comprender cuál era el piso y cuál el techo. La habitación no estaba delimitada por cuatro paredes, sino por ocho habitaciones comunes y corrientes, para peor encastradas unas dentro de otras de un modo bastante incomprensible. Por ejemplo, bastaba partir de un rincón, caminar cinco o seis pasos en cualquier dirección y uno se hallaba de nuevo en el punto de partida. Estas habitaciones estaban repletas de puertas y algunas de las puertas tenían forma de desván, por lo tanto no se abrían, y luego de entrar en una de ellas se salía de inmediato para ingresar, quién sabe cómo, en la misma habitación de antes, solo que si uno había salido por la derecha volvía a entrar por la izquierda y si salía por abajo reaparecía arriba. Por doquier hacía un frío cuanto menos repugnante. Una situación que se tornaba más incómoda aún por la ausencia de camas, de comida, aun de agua: de hecho parecía tratarse de un edificio de construcción reciente, deshabitado, porque hasta la electricidad faltaba, y, aunque la habitación o las habitaciones carecían de ventanas, no carecían de chiflones, que entraban por todas partes. Para colmo también había ratones que corrían enloquecidos a lo largo de los treinta y dos zócalos de la habitación, o tal vez fuese un único ratón largo como un único zócalo, visible desde las ocho habitaciones al mismo tiempo, que entraba por un agujero y salía por otro, pero este salir era también un entrar, de modo que de pronto todo ese ir y venir de ratones recordaba uno de esos finales de los cuartetos de Beethoven particularmente movidos. En cierto momento, Corfo buscó refugio dentro de una de esas puertas; probablemente en aquella puerta se había desmayado de frío, o quizá de cansancio o de hambre o de las tres penurias juntas. Cuando despertó no recordaba nada; solo sabía que había vuelto en sí dentro de un ómnibus 95, sin boleto, y que había tenido que regresar a su casa en taxi.

Por desgracia, estos deslizamientos lo toman de sorpresa, casi siempre en el acto de cruzar un umbral o un alféizar. Se asoma a la ventana para apartar los brotes de una hiedra invasora, y de golpe se encuentra en el agua: da un par de brazadas y termina aferrado a las ramas de un castaño de Indias que emerge del agua, en medio de una especie de vasta piscina cubierta, junto a otros siete castaños de la misma altura, también sumergidos casi por completo. Logra pasar de una rama a otra más segura y, cuando vuelve a aparecer entre las hojas, ya no está en el mismo árbol, sino en otro del lado opuesto. Se zambulle para ver cuán profunda es la piscina y, en lugar de tocar el fondo, vuelve a emerger por abajo, con los pies delante, y se encuentra flotando en otra piscina parecida a la anterior, bajo la misma bóveda, rodeado de las ramas acogedoras y empapadas de ocho castaños de Indias bastante similares a los de arriba, igualmente engañosos e intercambiables. Es obvio que ya ni siquiera puede asomarse a las ventanas sin correr peligro, o en todo caso inclinarse demasiado sobre el alféizar. Hace unos meses bajó al sótano para hacer un simple control de la caldera de gasóleo y tuvieron que traerlo entumecido desde un aeropuerto de Islandia adonde había llegado en pijama pocas horas antes, en un avión a reacción danés. No dijo a nadie que en verdad se trataba de un escuadrón de ocho aviones, ni contó lo incómodo de la experiencia de volar en ocho aviones al mismo tiempo. 

Corfo ya no se atreve a salir del departamento ni se asoma siquiera a las ventanas; hasta un baúl abierto o un armario despiertan su desconfianza instintiva. Llevó a su casa cinco perritos: un spaniel, un terrier y tres pomerania bastardos. Ahora, antes de pasar de una habitación a otra empuja dentro, con un palo o una escoba, a uno, a dos o a los tres perros. Si uno de ellos, o todos, desaparecen, Corfo cierra la puerta enseguida y no abandona la habitación hasta la mañana siguiente. Hasta el momento, solo uno de los perros, el spaniel, desapareció en verdad para siempre en el cuartito de la basura. El fox terrier estuvo dos días ausente, pero al parecer no sufrió, tal vez porque es un gran cazador de ratones y de otras alimañas. A uno de los bastardos, en cambio, le sucedió algo insólito: entró distraídamente en el cuarto de baño, cuando nadie lo miraba, y un minuto después la portera lo trajo de regreso con un pájaro maloliente en la boca. Además, antes el perro tenía el ojo derecho medio blanco y cuando regresó el ojo con cataratas era el izquierdo. Pero el inconveniente de estos perros de carnada es que ensucian por doquier; la mujer de la limpieza no quiere saber más nada, la portera tampoco. El otro bastardo, que es una hembra, tuvo cachorros, cada uno de pelaje distinto, pero Corfo se quedó con todos, a pesar de las quejas de esas dos histéricas, para sustituir a los eventuales perros perdidos.

 

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