El producto fue agregado correctamente
Blog > Ficción argentina > Lo último
Ficción argentina

Lo último

Un cuento de Francisco Bitar

Perder el rumbo puede ser una manera de llegar a destino. Un segundo después de separarse, Paula decide que esta vez las cosas van a ser distintas: no va a rogar, no va a a llorar. Tomado del libro Luces de navidad (Nudista), uno de los cuentos del narrador y poeta de Santa Fe, Francisco Bitar.

Por Francisco Bitar.

—No te lo puedo creer —dijo Paula después de un rato, mientras miraba fijamente el paredón trasero del centro comercial donde se apoyaban las pantallas del complejo de cines. Justo frente a ellos, pero a unas dársenas de distancia, un tubo fluorescente iluminaba la salida de emergencia por la que, un minuto atrás, había salido una empleada con una gorra de visera y una gaseosa tamaño grande en vaso de cartón. “Quiero ser esa chica” había pensado Paula, pero la sensación era en realidad la de querer ser cualquier otra persona salvo ella misma.

—¿Qué es lo que no podés creer? —le devolvió Iván, quien se acababa de convertir en su exnovio o exmarido o ex lo que fuera que habían sido mientras estaban en pareja. Fueron siete años de relación, con una única interrupción de seis meses, y habían vivido juntos casi todo ese tiempo.

—Hace rato que está todo mal —dijo Iván, y por más que fuera quien la estaba cortando, era él quien parecía indignado—. Qué es esa cara. No te hagás la tonta.

Paula no podía entender que Iván le diera una noticia así en un lugar como ese aunque, pensándolo bien, no había un lugar apropiado para recibir esa noticia.

—Esto es lo último —entendió de golpe Paula con la mirada perdida a través del parabrisas, más allá de los autos empapados por la helada que poblaban el estacionamiento y más allá, incluso, de la ciudad.

Iván dejó de mirarla y también llevó la vista al frente, donde su pulgar pegaba contra el volante.

En ese momento se escuchó una explosión y una nueva ráfaga de tiros y, justo cuando Paula abrió su puerta, también los gritos de la sala grande, donde se proyectaban las películas de acción.

—Vamos a casa —dijo Iván, después de bajar su ventanilla.

—Ni en pedo —respondió ella sin volverse y siguió camino con paso firme.

Paula caminó en la única dirección que era posible, alejándose del río, pero sin ningún rumbo en especial. Caminó junto a la baranda que daba a una de las dársenas del viejo puerto y, al doblar a la izquierda hacia el centro de la ciudad, vio pasar el auto de Iván sin que él se diera vuelta a mirarla. Su ex marido o ex novio conducía a una velocidad media y aminoró incluso un poco más la marcha al llegar al empedrado, como si nada en absoluto estuviera ocurriendo.

Luchando contra su primer impulso, Paula siguió camino: se imaginaba a sí misma en el espejo retrovisor del auto de él y de ninguna manera le daría a Iván el gusto de quedarse quieta, como desarmada, mientras él seguía avanzando.

Paula subió al puente peatonal que cruzaba primero el supermercado y después la avenida y, ya del otro lado, en la plaza del correo, se subió a un colectivo. Una vez frente a la máquina de boletos, descubrió que había dejado su cartera en el auto.

—Pasá nomás —le dijo el conductor, mientras la miraba por uno de los espejos retrovisores. Ella se lo agradeció pero sintió su mirada en la espalda cuando atravesó el pasillo.

Los únicos dos pasajeros nocturnos la vieron pasar. Se trataba de una mujer mayor con gorro de lana y una bolsa de mandados vacía, y un chico de unos veinte años vestido de rapero. Paula sintió la mirada acusadora de la mujer y la total indiferencia del chico.

Sentada al final del colectivo, del lado de los asientos dobles, juntó un boleto del piso y lo miró antes de volver a tirarlo: se trataba de la línea 14 y, según su reloj, eran las 12 y 50. El 14 cruzaba la ciudad hacia el norte y llegaba hasta el barrio de los judiciales, donde estaba la parada. A mitad de camino pasaba también por la esquina de su casa pero ella hizo un nuevo esfuerzo por no mirar en esa dirección cuando, unos minutos después de subirse, el colectivo cruzaba su calle.

Ya no era su calle. Tal como había ocurrido con la primera separación, ella debería pensar adónde ir y hacerse a la idea de que ya no viviría con Iván: a diferencia de aquella vez, ella no suplicaría, eso estaba decidido. Pero todavía era demasiado pronto para pensar en todo esto y aunque en breve, a más tardar mañana o pasado, debería actuar con rapidez, su instinto la empujaba a darse un último momento de tranquilidad, un último descanso, después del impacto de la noticia.

Primero se bajó la mujer por la puerta delantera y después el chico vestido de rapero; una vez que Paula lo tuvo cerca, pudo comprobar que olía bien y que su ropa era de buena calidad.

Con las otras dos respiraciones y con el coche absolutamente cerrado, alcanzaba para que el colectivo llegara a empañarse en la parte baja de los vidrios, pero ahora, con su propia respiración y la del conductor, ya no era suficiente. Ella sintió frío por primera vez en la noche.

A esta altura, la avenida formaba una bahía y desde la punta de esa curva por la que ahora avanzaban, se podía ver, todo atrás, el macizo gris de la ciudad con la avenida en su base, como un subrayado luminoso.

Después el colectivo salió de la parte iluminada y a partir de este punto Paula se perdió. Al cabo de unas pocas cuadras, el coche bajó por un camino de tierra y se detuvo junto a otros colectivos de la misma línea.

—Señorita —dijo el conductor con voz firme. Se había puesto de pie junto a su asiento después de apagar el motor—, hasta acá llegamos.

Paula volvió a recorrer todo el pasillo, esta vez hacia adelante, y bajó por la puerta del frente. Atrás de ella, el conductor apretó una perilla y el coche quedó a oscuras.

—¿Cuándo sale el de vuelta? —preguntó ella.

—Este es el último —dijo el conductor—, con este cerramos. A las cinco sale el primero del turno.

Ella miró para el lado de la ciudad donde, a unas cuadras, se alcanzaban a ver las luces de la primera avenida. Prefería no mirar en la otra dirección, donde se veía el terraplén y, justo arriba, derecho a ellos, la carcasa de un auto.

—Si quiere la puedo acercar. Voy hasta Pompeya.

El hombre se había dirigido a la caseta de la parada y había azotado la puerta sin ninguna necesidad. Después puso doble llave y se aclaró la garganta.

—No, gracias —respondió ella con toda la naturalidad posible, como si todo formara parte de un plan—. Preguntaba para saber. Vivo acá cerca.

A partir de ese momento el hombre dejó de mirarla. Prendió un cigarrillo y se subió a un Fiat 147 que sacó con cuidado hasta llegar al asfalto, donde lo hizo rugir. Paula se acercó a la luz de emergencia que había quedado prendida sobre la puerta de la caseta, respiró hondo tres veces y dio el primer paso rumbo a la avenida.

Los primeros pasos fueron tranquilos, o eso quiso creer, pero no había recorrido media cuadra todavía cuando escuchó una explosión: era un petardo o un caño de escape, se convenció ella, ni pensar en la tercera posibilidad. Apuró el paso y aguzó los sentidos. Ahora sabía cómo sonaba cada parte de su zapatilla: talón, suela, punta. Sintió las hojas secas que rodaban por atrás suyo. Por favor, se dijo, no te des vuelta.

En la cuadra siguiente, dos chicos doblaron en su dirección. Uno de ellos se detuvo y meó en el medio de la calle, y el otro, que llevaba una botella de plástico en la mano, pateó una piedra que se detuvo justo delante de ella. El miedo la paralizó, pero siguió caminando.

—Te dormiste —le dijeron desde el costado.

Ella creyó haber dado un salto, aunque no estaba segura de que lo hubiera hecho.

—¿Cómo? —dijo Paula con el poco aire que tenía en los pulmones.

—Que te dormiste.

Era un hombre joven, de cara amable. Estaba vestido con ropa gastada pero de manera prolija y llevaba en la mano un vaso de lo que parecía ser un jugo de pomelo. Tenía el aspecto de alguien que había dejado de fumar y recién ahora empezaba a tolerarlo. A Paula le extrañó encontrarse con alguien así en un lugar como ese pero, ¿por qué no? Lo importante era que aquel hombre le había permitido salirse del camino de los otros dos, como si Paula estuviera en el fin del mundo por un motivo razonable.

—Muchos pasajeros se duermen en los colectivos y se despiertan en la parada. Casi todas las noches pasa.

—Sí —mintió ella—. Me dormí.

Justo en ese momento los otros dos pasaban por atrás de Paula. El hombre joven los miró como midiendo sus intenciones.

—¿Querés que te pida un taxi? —preguntó él un segundo después.

—Sí —dijo ella, y parecía suplicarlo con todo su cuerpo—. Por favor.

La casa del hombre era cálida. Había una lámpara encendida en una esquina sobre un sillón de mimbre y, exactamente a la distancia de un par de piernas estiradas, una mesita ratona con un libro abierto.

En ese momento el hombre escuchaba algo que, a grandes rasgos, ella identificó como música clásica. Estaba ejecutada por un piano y Paula juzgó seria esa música, pero delicada a la vez. De acuerdo a su punto de vista o, en todo caso, según su propia experiencia, no eran dos cualidades que fueran de la mano: el caso más cercano era el de Iván, serio y hosco, serio y amargo. Ella lo veía ahora con toda claridad.

Por atrás del piano se sentían los quemadores de la estufa trabajando a toda marcha y, más atrás todavía, las olas bajas del río, si es que era posible escuchar un sonido tan leve.

—Va a demorar siete minutos —dijo el hombre apareciendo nuevamente—. Siete minutos según la operadora.

Paula se preguntó por la edad de él y la comparó en secreto con la suya.

—¿Siempre salís a buscar pasajeros dormidos a la puerta de tu casa?

Él se rió.

—Todas las noches —respondió el hombre—. ¿Venías del trabajo? O ibas. La mayoría se duerme así.

—No —dijo ella apartando la vista. Se hizo un silencio rodeado por la música—. Trabajo de mañana.

En ese momento llegó el taxi. Antes de subir, se presentaron. Paula, dijo ella; Leo, dijo él, y se dieron la mano con suavidad. Muchas gracias, dijo Paula, y él le aseguró que no había sido nada, que si ella se volvía dormir en un colectivo de la línea 14, ya sabía qué puerta debía golpear. Los dos sonrieron y él esperó a que el auto estuviera en camino para volver a su casa.

Una vez a salvo en el interior del taxi, de vuelta en las calles de asfalto, ella pensó en el hombre llamado Leo. Capaz todo dependía de la suerte: si empezabas con buen pie inmediatamente después de separarte, había muchas posibilidades de que las cosas siguieran de esa manera, y ella debía admitir que haber entrado en la casa de Leo era a todas luces una buena señal. Por los siete o diez minutos que el taxi había demorado en llegar, ella se había olvidado por completo de que acababa de separarse. Incluso ahora se sentía un poco lejos de todo aquello y hasta se dijo que solamente le quedaba el trabajo físico por delante, el de empacar sus cosas y subirlas a un flete.

 

 

Artículos relacionados

Jueves 17 de marzo de 2016
El último reflejo de la tarde

Una mujer al volante en la ruta, dos nenas y una parada en una estación de servicio. Compartimos uno de los siete relatos de Hay gente que no sabe lo que hace (Paisanita Editora).

Un cuento de Alejandra Zina
Martes 10 de mayo de 2016
Comelo

Con Chaco for ever (Edhasa), que reúne relatos publicados e inéditos, el autor de El cielo con las manos regresa al relato breve. Aquí, una historia donde el horror aparece con una lenta violencia inimputable. 

Un cuento de Mempo Giardinelli
Martes 17 de mayo de 2016
La intemperie

En este viernes de ficción, uno de los relatos del libro Principio de fuga (Notanpüan), que acaba de salir. Una ruta, una hija, un padre, y todo lo que se destruye mientras se respetan las paralelas amarillas.

Un cuento de Francisco Cascallares
Lunes 13 de junio de 2016
Toda clase de cosas posibles
Uno de los relatos que componen el primer libro de la autora, nacida en Buenos Aires en 1971, publicado por la editorial chaqueña Mulita.
Virginia Feinmann
Jueves 10 de marzo de 2016
Guapo
Con el cuento que aquí presentamos, Mauro De Angelis obtuvo el segundo premio en el concurso del cuento digital de la Fundación Itaú. Está incluido en Via Crucis (Letra Sudaca), su primer libro, de próxima aparición.
Violencia, sexo y leyenda barrial
Viernes 15 de julio de 2016
La 17

Una mujer sola en un gran hotel balneario, fuera de temporada, negociando con los fantasmas de su pasado. La desgracia empuja este relato del autor de libros como Animales domésticos y Cámara Gesell, que forma parte de su nuevo volumen: Cuando temblamos (Planeta). "Hay muchos motivos para empezar a beber. Pero uno solo para dejar: el miedo...", arranca.

Un cuento de Guillermo Saccomanno
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar