La última curda: un cuento de la gran Margo Glantz
Literatura mexicana contemporánea
Jueves 21 de julio de 2022
"Devuelvo el estómago como si mi vida fuese un solo y largo vómito que se estira y retuerce a lo largo de muchos de los años de mi ya larga vida": te van a dar ganas de comer y de hacer ayuno a la vez con este maravilloso cuento de la gran autora mexicana, parte de Sólo lo fugitivo permanece (El Cuenco de Plata).
Por Margo Glantz. Fuente foto.
Ayer –¿ayer?– fui a cenar con mis amigos catalanes al Ampurdá; me habían invitado a pasar algunos días a su casa de campo, una vieja masía de cantera como suelen serlo las casas de esos rumbos. La primera noche empezamos a tomar vino blanco, lo acompañamos con papas fritas estilo sabritas, repletas de grasa, aceitunas y nueces de la India, ingerí al menos media botella (de mala calidad), antes de irnos a La Bisbal, el pueblo más importante de la región donde pensábamos cenar en uno de los restoranes más bonitos de la zona, un sitio no muy grande, pero muy conocido por su nouvelle cuisine, ahora muy de moda, gracias a Adriá, el célebre chef. El lugar agradable, los propietarios, amigos de mis amigos, la mesa cómoda, los cuadros discretos, la vajilla, hermosa –este pueblo es famoso por su cerámica cuadrada, al estilo japonés, de colores ocres y beige, gris y café oscuro–, el menú escrito en catalán. El dueño me sugiere algunos platillos, sigo su consejo. La salsa de los entremeses hecha con una especie de catsup y mascarpone, muy dulce y grasosa, una ensalada de lechuga e higaditos de pollo, pato a la frambuesa, un plato muy elegante con el muslo del ave colocado cuidadosamente en un extremo del plato cuadrado y de color ostión, en medio una mancha muy bien delineada –salsa de frambuesas– que parecía sangre, y en el otro extremo del plato, papas fritas en cantidades inconmensurables de aceite; pedimos vino, tomamos vino, más vino, acompaña al pato que está casi crudo, luego, un postre de manzanas y crema dulce, y para coronar un cardú straight –whisky escocés de pura malta, dulcificado con sustancias desconocidas, dejan una ligera huella en el paladar.
Mi borrachera va creciendo lenta, segura.
En la parte de abajo del restorán, enfrente de nosotros, un grupo de comensales formado exclusivamente por varones: comen con regocijo, oímos a menudo sus carcajadas y fragmentos de conversación; cuando nos ponemos de pie –ya tambaleante, yo– uno de ellos, hombre joven y guapo con barba, pelo y ojos muy negros, empieza a discurrir sobre la muerte: habla en catalán –la palabra que en ese idioma significa muerte es muy parecida a la palabra amor. Todos –incluyéndonos– escuchan embobados, mientras beben; sólo las meseras están furiosas, la sesión se prolonga y no pueden marcharse a la hora reglamentaria. La situación es divertida y ridícula, cada vez más absurda, contribuye a aumentar esa sensación la enorme cantidad de bebida que he ingerido, descomunal si tomo en cuenta mi dosis habitual, un Dry Sack o un Tío Pepe, luego, vino tinto. Salgo, cada vez más mareada, les hago señas desde la ventana a los miembros del grupo que escuchan con devoción una charla sobre la muerte; algunos se dan la vuelta, me miran, alzan su copa, sonríen; el orador se ofende, les llama la atención, mis amigos me toman de los hombros, avergonzados, me llevan hacia el coche, me obligan a entrar en él, cosa que hago con enorme dificultad y con un deseo infinito de vomitar. Me contengo, el mareo es cada vez más intenso, la cabeza me da vueltas, me contengo, me contengo.
Entramos en la casa, me precipito al baño de inmediato, empiezo a vomitar todo lo que he comido, sobre todo el pato, una masa sanguinolenta hecha de mascarpone, carne, jitomate, salsa de frambuesas, olivas, sabritas, vino blanco, whisky kardú, y sigo vomitando hasta que no me queda nada en el estómago, una sustancia viscosa hecha de bilis y vino: mareada, me aferro al excusado como si fuera mi tabla de salvación, las arcadas de mi estómago cada vez más fuertes, ¿me habré vuelto epiléptica?
Y entre arcada y arcada asocio, recuerdo situaciones semejantes, alguna vez, hace ya mucho tiempo, en la cantina La Ópera, cerca de Bellas Artes, cuando aún las mujeres se hacinaban en un pequeño apartado y los hombres bebían muy tranquilos en la sala principal, un solo baño que no desocupé durante cuatro horas en las que vomité sin cesar, mientras las otras invitadas, o más bien mis amigas, no podían ni hacer pipí ni lavarse las manos ni pintarse los labios ni retocarse las pestañas ni arreglarse la costura de las medias –se usaban entonces medias con costura, zapatos altos o botas y minifalda– y de repente ya no estoy en el minúsculo baño de mujeres del apartado para mujeres de la cantina La Ópera, sino en la casa recién estrenada de un amigo escritor, alfombrada de pared a pared, color gris claro, muy parecido al color de la alfombra triunfal con la que querían tapizar la Catedral de la Almudena en Madrid, el día en que Doña Letizia se convertiría en Princesa de Asturias, aunque acabaran tapizándola de un color púrpura –color adecuado para la realeza–, y la cena se inicia con aperitivos de todo tipo que voy sin excepción probando –jerez, tequila, vermut– y, el primer plato de pescado y el vino blanco, muy seco, luego, la carne y el vino tinto, el discurso del anfitrión, los pasteles y el champagne, el anís dulce o los digestivos y ya no tengo tiempo de llegar, sólo a un rincón recientemente tapizado de color gris claro que escojo para vomitar y los invitados dejan de beber y de comer y me miran azorados y con desdén: acabo de divorciarme. Mi anfitrión me da la espalda, entra un criado, limpia el rincón alfombrado, queda una mancha y se percibe un leve olor, me disculpo, me encamino a la puerta, sintiendo la furiosa mirada de la gente clavada en mi espalda como si quisieran asesinarme, cerca de la salida me encuentro con unos amigos que creía verdaderos y les pido que me lleven a mi casa, se niegan; con la cola entre las piernas –mi anfitrión no tiene perros– salgo, tomo un taxi y regreso, ya sobria, a mi casa. Obviamente nunca me volverán a invitar.
Sigo aferrada con todas mis fuerzas a la taza color gris claro del baño de piedra de la antigua masiá de mis amigos catalanes, vomito y vomito sin cesar, ahora es un líquido ligeramente amarillento o verdoso. Mis recuerdos se eslabonan y me hacen recuperar con nitidez la misma sensación de vergüenza y náusea que inexorable se repite a lo largo de mi vida como si fuese una sola y larga náusea, una sola y larga vergüenza, un perpetuo aferrarse a una taza de color amarillo, ostión, blanco o gris de un excusado de una cantina, de una masía, de una casa elegante de un amigo o una amiga o a la de mi propia casa a la que he regresado después de celebrar una reconciliación con Juan con el que me había peleado por muy buenas razones que ahora no recuerdo y nos hemos emborrachado con cerveza oscura Negra Modelo o Nochebuena y anís del Mono dulce y como de costumbre acabo en mi casa abrazada al excusado y vomitando sin cesar; al final, un líquido amargo y acre salido con dificultad, después de ponerme los dedos en la campanilla para provocar el vómito, como en la época de los romanos cuando querían seguir aprovechando los platos de un banquete durante una bacanal; sí, devuelvo el estómago como si mi vida fuese un solo y largo vómito que se estira y retuerce a lo largo de muchos de los años de mi ya larga vida (En los sarcófagos etruscos, luego en los romanos, las estatuas de los que en ellos yacen aparecen sentados en blandos cojines en la posición que adoptaban los comensales de un banquete).
De nuevo en casa de otros amigos mexicanos, más comprensivos, algunos divorciados o vueltos a casar, o en busca de pareja hetero u homosexual, o con tendencias zoofílicas o bestialistas, aunque se trate de la misma gata revolcada, he empezado a celebrar. He llegado con una amiga a la que he alojado en mi casa y a quien no soporto ya: lleva instalada allí cuatro semanas sin trazas de querer moverse. Mi anfitrión prepara varias y enormes margaritas con mucho tequila y mucha azúcar, las bebemos así a calzón quitado, sin nada que llevarse a la boca, hasta que nos sirven tacos de carnitas y vino tinto y, obvio, luego me enfermo, me dan ganas de vomitar y de vomitar y bajo corriendo las escaleras y llego al baño, grande, moderno, apenas remozado, en perfecto estado, con mosaicos blancos, la taza del excusado, blanca también; me tiro de inmediato al suelo, me aferro desesperada a la taza y permanezco abrazada al excusado cumpliendo con la acción ininterrumpida de vomitar, incapaz durante largas horas de ponerme en pie, yo que me emborracho a la primera provocación, yo que me emborracho sólo con tomar dos oranges crush, cuando aún se encontraba esta bebida en esta capital. Arriba, los invitados departen reservada y libremente. Abajo, yo, en la antesala del infierno. Me extiendo boca abajo sobre el mosaico blanco, está helado, me calma. Oigo pasos, son las 6 de la mañana. Mi amigo toca discretamente en la puerta, me levanto, subimos o bajamos, no me ubico en esta casa de complicado y moderno diseño; en el garage, mi amigo se sube a mi coche, conduce y me lleva hasta mi casa, en el suyo va su hijo, un encantador joven de 20 años a quien cuando vuelvo a ver no reconozco.
Sigo en el baño de la masía de mis amigos catalanes, quienes de vez en cuando tocan a la puerta, preocupados, piensan que me será imposible subir los escalones de la vieja escalera de muy alto peralte: futuro monumento nacional; de vez en cuando oigo que me llaman, intento ponerme de pie y caigo derrengada sobre el piso de piedra; horas después de silencio total me levantó mareadísima, sosteniéndome de la pared, llego hasta el lavabo, me enjuago la boca, me echo agua en la cara, me miro en el espejo y veo una imagen demacrada con grandes ojeras, envejecida, manchas violáceas en la cara, regreso al excusado, vuelvo a vomitar, descanso, me incorporo, me veo en el espejo, me horrorizo. Dos horas y media después de vomitar y abrazar con pasión el excusado y de que mis amigos se acercan cautelosos a la puerta para preguntarme si me sentía mejor y si no quería ayuda para subir las escaleras y cuando, por fin, contesto con voz humana que me siento mejor, mejor, y de verdad lo estoy, permanezco aún una hora, tiempo necesario para expulsar la bilis y lo que queda en mi estómago del pato sanguinolento. Pienso de repente en el joven apuesto y barbado que en el restorante de la Bisbal pronunciaba un discurso sobre la muerte y en el momento exacto en que pronunciaba la palabra muerte yo creía que estaba hablando de amor y de inmediato mi pensamiento se traslada a la ceremonia de la boda de doña Letizia con el Príncipe de Asturias que tendrá lugar mañana, domingo a las 12 en punto de la tarde, en la Catedral de la Almudena en Madrid, engalanada con flores y un largo tapete púrpura, color de la realeza, ya alterado por las húmedas huellas de los invitados cuyos elegantes zapatos de diseñador quedarán empapados por la intensa lluvia que caerá en el momento exacto en que se inicie la ceremonia oficial, esos invitados entre los que se contará al Presidente José Luis Rodríguez Zapatero y también a Aznar, furioso, porque nadie lo retratará, junto a la gente de su partido, con el regocijo pintado en la cara por la probable aunque imposible elección de Madrid como capital de los juegos olímpicos en 2005; y Ana Botella se refugia en un rincón como si fuera una niña de cinco años que en la escuela le hubiesen hecho la ley del hielo; en esta boda, cuyo recuerdo premonitorio me avisa lo que veré mañana en la desvencijada televisión que tiene en su casa de campo mi amiga Antonia, cuyos colores se descomponen de la misma manera en que los colores se descomponen en el arco iris después de la lluvia. Y allí estamos ella y yo mirando cómo se miran los novios con emoción, discutimos sobre el tipo de seda con que se ha confeccionado el hermoso traje de la futura Princesa –brocado o tafetán o satén o seda cruda– y yo digo que la cola debe tener los cuatro metros y medio reglamentarios y Antonia me interrumpe para mostrarme a los niños reales vestidos a la moda de los infantes que pintaba Goya en el siglo XVIII y que podemos admirar en El Prado: se están dando de patadas. Sólo la Reina Sofía, muy esbelta, viste traje blanco y largo y se toca la cabeza con una peineta de carey con pequeños diamantes y una mantilla; el Rey y el Príncipe usan sus trajes militares con sus bandas reglamentarias. Las demás invitadas, aunque sean duquesas o princesas o marquesas, llevan vestido corto, y sus maridos o amigos o ministros usan un frac. Afuera cae la lluvia a cántaros, hay paraguas de todos los colores y la gente hace valla, aparece la novia muy guapa, con el pelo recogido en un moño y aretes pequeños, cola con recamados de damasco, cuello en v, en forma de corola y las mangas ligeramente acoroladas también, el brocado realza la misma seda bordada en Valencia y usa unos zapatos muy sencillos: apenas asoman debajo de la larga cola, cuando de la iglesia salen los novios, mirándose tiernamente a los ojos y besándose castamente en la mejilla, un idilio verdadero, no como el de la cenicienta, dice El País, una alianza democrática, doña Letizia, una periodista divorciada que vivió en México y tomaba tequila y es desenvuelta, lee a Rulfo y a Jorge Luis Borges y por ello Zapatero recita el texto intitulado “Los justos” del escritor argentino, y, su mujer, Sonsoles, la mujer de Zapatero, en la fiesta que se dio en el Pardo el día anterior a la boda, iba vestida de negro, de largo y su vestido tenía solamente una manga; cerca de ella, una mujer muy maquillada que como dice el marido de mi amiga se parecía al Guasón de Batman en la interpretación de Jack Nicholson. Y todo esto en medio de la borrachera, pensando en la muerte y en la boda que aún no se realiza y veré en la televisión al día siguiente con la cara llena de manchas rojizas y violáceas, y con el vómito y más vómito y un líquido sanguinolento como el que sale del costado de la herida del Cristo en la cruz que aparece en la televisión cuando el cardenal Rouco Varela pronuncia con voz de falsete o de castrato la lentísima oración que escuchan atentos los novios ya sentados y mientras nosotras admiramos la larga cola de damasco o de brocado o de seda cruda o de satén de la princesa democrática y el Príncipe de Asturias la observa conmovido, tierno y romántico, y la iglesia resuena con la música antigua de Juan Crisóstomo Arriaga, vasco muerto a los 23 años, el Mozart español; y los reyes y las infantas, emocionadas con la tierna ceremonia empiezan a distraerse y miran cómo los niños reales juegan a darse de patadas y los presidentes del consejo los miran consternados, de reojo; en las filas de atrás los invitados, Mandela, Chirac y Berlusconi, las princesas y príncipes y reyes y reinas reinantes, Carolina de Mónaco sin su marido, Rainiero, los reyes de Bélgica, los de Holanda, varios escritores célebres con sus menos respectivas esposas, y en fin, allí, en concreto, la perfecta exhibición de lo que Kantorowicz llamaba los dos cuerpos del rey y el locutor habla de la sucesión, de la princesa que se convertirá en reina y a partir de ella se instaurará la sucesión matrilineal: lo veo, reflexiono, anticipo y vomito. Hoy, un domingo de mayo, día de la boda real, despierto, me levanto, me vuelvo a mirar en el espejo y compruebo que en mi rostro siguen impresas las huellas de algo que ni siquiera fue una bacanal: ¿para siempre? ¿seguirán allí para siempre impresas esas inmundas manchas rojas a ambos lados de mi cara? ¿y la que está sobre mi nariz, desfigurándola? ¿como si estuviese enferma del mal del pinto o de vitíligo? ¿Me ha echado Kaffa para siempre su maldición? ¿Serán estas marcas el preludio de una metamorfosis irreversible?
Me sigo llamando Nora García.
(Pero, he dejado de vomitar.)