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La trágica vida de Marcel Proust

Por Stefan Zweig

"A partir de los nueve años, prácticamente todo le estuvo prohibido: los viajes, los juegos divertidos, moverse, hacer travesuras, todas aquellas cosas que son sinónimo de niñez. Esto lo llevó a transformarse ya desde muy temprano en un observador". Stefan Zweig sobre el escritor francés en un perfil magistral, tomado de El misterio de la creación artística (La Pollera). 

Por Stefan Zweig. Traducción de Pola Iriarte.

     

Nació al terminar la guerra, el 10 de julio de 1871 en París. Era hijo de un famoso médico y vástago de una adinerada, una millonaria familia burguesa. Pero ni los conocimientos del padre ni el gigantesco patrimonio de la madre pudieron salvarle la niñez: a los nueve años, el pequeño Marcel perdió para siempre su salud. Volvían de un paseo por el Bois de Boulogne, cuando sufrió una crisis asmática, y de allí en adelante, aquellos terribles ataques le oprimirían el pecho por todo el resto de su vida, hasta su último aliento. A partir de los nueve años, prácticamente todo le estuvo prohibido: los viajes, los juegos divertidos, moverse, hacer travesuras, todas aquellas cosas que son sinónimo de niñez. Esto lo llevó a transformarse ya desde muy temprano en un observador, una persona sensible, delicada, susceptible, un ser cuyos nervios y sentidos se irritaban al menor estímulo. Amaba el campo con pasión, pero solo podía ir muy ocasionalmente y jamás en primavera. En esa época, el fino polvillo del polen, el calor húmedo y la exuberancia de la naturaleza aguijoneaban demasiado dolorosamente sus inflamados órganos. Amaba las flores con pasión, pero no podía acercarse a ellas. Si un amigo entraba a la habitación con un clavel en el ojal, debía pedirle que se lo sacara, y asistir a una tertulia donde hubiera ramos de flores en las mesas, lo mandaba a la cama por varios días. Algunas veces salía en un carruaje cerrado para ver desde detrás de los vidrios de las ventanas los amados colores, los cálices respirando. Y devoraba libros y libros y libros para leer sobre viajes, sobre paisajes para él inalcanzables. Una vez fue a Venecia, algunas veces, al mar: pero los viajes le costaban tal esfuerzo, que finalmente se encerró casi por completo en París.

Su percepción de los rasgos y gestos humanos se volvió cada vez más fina. El tono de una conversación, un pasador en el pelo de una mujer, la manera en que alguien se sentaba y paraba de la mesa, los más finos ornamentos de las alegres veladas, se enganchaban con incomparable fuerza a su memoria. Su mirada, siempre alerta, captaba entre pestañeo y pestañeo cada minucioso detalle; su oído registraba fielmente y sin perder vibración alguna, todas las asociaciones, giros, serpenteos e interrupciones de una conversación. Así pudo describir luego en su novela la conversación del Conde Norpois a lo largo de ciento cincuenta páginas, sin que falte allí ni una sola respiración, ningún movimiento casual, ningún titubeo y ninguna transición: su mirada estaba alerta y flexible para suplir a todos los demás fatigados órganos.

Originalmente, sus padres habían decidido que Marcel estudiaría y se dedicaría a la diplomacia, pero su débil salud frustró todos los propósito. Al fin y al cabo, daba lo mismo, los padres eran ricos, la madre lo idolatraba, y así desperdició años y años en fiestas y tertulias, viviendo hasta los treinta y cinco años la más ridícula, insignificante e inútil vida de flaneur que nunca ha vivido ningún otro gran artista; snob a tiempo completo, no se perdía evento alguno organizado por aquel grupo de ricos ociosos que uno llama la alta sociedad; asistía a todos y en todos lo recibían. Durante quince años, sin falta, noche tras noche, se encontraba uno en todas las tertulias, incluso en las más inaccesibles, a este suave y tímido joven, estremecido de respeto ante la elegancia, conversando, galanteando, divertido o aburrido. Siempre se lo podía ver refugiado en algún rincón o deslizándose en alguna conversación, y, curiosamente, incluso la alta aristocracia del Faubourg Saint Germain toleraba a este intruso sin nombre. Este era en realidad para él su mayor triunfo, porque externamente el joven Marcel Proust no tenía ninguna cualidad. No era especialmente buenmozo ni especialmente elegante, no era noble e, incluso, era hijo de una judía. Tampoco sus logros literarios eran una gran carta de presentación, puesto que su pequeño librito, Les plaisirs et les jeux, a pesar de la amable introducción de Anatole France, no tuvo peso ni éxito. Si la gente lo estimaba es únicamente por su generosidad: cubría de costosas flores a las mujeres, colmaba de inesperados regalos a todo el mundo, invitaba a todo quien se le cruzara en el camino, se devanaba los sesos para lograr resultarle servicial y simpático hasta al más insignificante petimetre de la alta sociedad. En el hotel Ritz, era famoso por sus invitaciones y sus fantásticas propinas. Daba diez veces más que los multimillonarios norteamericanos, y apenas entraba al salón, todos le sacaban el sombrero con devoción. Sus invitaciones eran de un derroche fantástico y culinariamente selectas: encargaba especialidades de las más diversas tiendas de la ciudad. Las uvas, en un negocio de la rive gauche; las pulardas, en el Carlton; los primores se los enviaban expresamente desde Niza. Y así, amarraba y comprometía permanentemente a „tout París“, haciendo uso de su buena educación y sus deferencias, sin jamás pedir que se lo retribuyan.

Pero más incluso que su dinero -que tanto y con tal opulencia le gustaba gastar- lo que verdaderamente le permitía granjearse legitimidad al interior de la alta sociedad era su casi enfermiza veneración por sus ritos, su ciega adoración por la etiqueta, la enorme importancia que le otorgaba a la elegancia, a todas las vanidades de la moda. Observaba el cortigiano no escrito de las costumbres aristocráticas como si se tratara de un libro sagrado: pasaba días enteros ocupado con el problema de la distribución de los comensales, de por qué la princesa X. había sentado al conde L. en el extremo inferior de la mesa y al Barón R. en el extremo superior. Cada pequeño chisme, cada escándalo menor, lo alteraban como si se tratara de una catástrofe mundial. Interrogaba a quince personas para averiguar como dispondría a sus invitados la princesa M. cuando le tocaba invitar o por qué aquella otra aristócrata había recibido en su palco al señor F. Y a través de esa pasión, de esta importancia que les daba a tales nimiedades -que serían también más tarde protagonistas de su libro-, se ganó él mismo una reputación como maestro de ceremonias en medio de ese ridículo y superficial mundo. Durante quince años, un espíritu tan elevado como este, uno de los más geniales creadores de nuestra época, vivió la vida más inútil imaginable, en medio de un mundo de ociosos y arribistas: pasaba los días en cama, agotado y afiebrado; por las noches, corría de fiesta en fiesta vestido de frac, perdiendo el tiempo entre invitaciones, cartas y eventos. Era la persona más superficial en ese diario baile de las vanidades, todos celebraban su presencia, nadie lo veía verdaderamente, en realidad, era solo un frac y una humita blanca más entre otros fracs y humitas blancas.

Solo había una única y pequeña cosa que lo diferenciaba de los otros. Todas las noches, cuando volvía a casa y se acostaba en su cama, incapaz de quedarse dormido, llenaba páginas y páginas con anotaciones sobre lo que había observado, visto y oído. Con el tiempo, se transformaron en verdaderas pilas que guardaba en grandes carpetas. Y al igual que Saint Simon -que, siendo aparentemente un cortesano menor en la corte del rey, se transformó de manera subrepticia en relator y juez de toda una época-, registraba Marcel Proust cada noche todas las nimiedades y superficialidades de “tout Paris” en notas y comentarios y esquemas, para quizá alguna vez dar forma definitiva a lo efímero.

Una pregunta ahora para los psicólogos: ¿Qué fue primero? ¿Llevó Marcel Proust, aquel hombre enfermo y poco habilitado para la vida, esa insignificante e inútil vida de snob durante quince años solo porque lo hacía feliz, y sus notas no son sino un producto secundario, una manera de dar continuidad al placer de esas puestas en escena de la alta sociedad que pasaban demasiado rápido? ¿O asistía él a las tertulias, como los químicos al laboratorio o los botánicos al campo, solo para reunir discretamente material para su grandiosa y excepcional obra? ¿Estaba fingiendo o era auténtico? ¿Era un soldado del ejército de los ociosos o era un espía de otro reino más elevado? ¿Iba de evento en evento, de tertulia en tertulia, por placer o por conveniencia? ¿Su casi absurda pasión por la psicología de la etiqueta era para él un asunto vital, una necesidad, o solo la grandiosa actuación de un apasionado analista? Probablemente ambas cosas estaban mezcladas en él de manera tan genial y mágica, que la naturaleza pura del artista nunca se hubiera revelado, si la dura mano del destino no lo hubiera arrancado de pronto desde el desenfadado mundo superficial de la conversación, colocándolo en la oculta y oscura esfera de su mundo propio, iluminada solamente a ratos por una luz interior. Y es que de pronto, el panorama se transformó. En 1903 murió la madre y poco después los médicos determinaron el carácter incurable de su enfermedad que se agravaba cada vez más. De golpe, Marcel Proust da un radical cambio de timón a su vida. Se encierra herméticamente en su cubículo del Boulevard Haussmann y, de la noche a la mañana, este aburrido flaneur, este amante del ocio, se transforma en el más furioso e incesante trabajador que este siglo ha tenido para admirar en el mundo de la literatura; de la noche a la mañana, abandona su entretenida vida social para encerrarse en la más solitaria soledad. Trágico espectáculo el que ofrece el gran escritor: pasa el día entero acostado en cama, nada logra calentar su delgado cuerpo debilitado por la tos, estremecido por los temblores. Se acuesta con tres camisas, un arnés acolchado sobre el pecho, gruesos guantes en las manos e igual siente frío, mucho frío. En la chimenea arde fuego, jamás abre la ventana, ya que incluso los pocos y miserables castaños que crecen en medio del asfalto le hacen daño con su débil aroma (que ningún otro pecho en todo París percibía como el de él). Encorvado como un cadáver, pasa todo el día, todos los días, en cama, respira con dificultad el aire espeso, sobrecargado, envenenado de remedios. Recién tarde en la noche se anima a ver un poco de luz, un poco de brillo, su amado mundo de la elegancia, algunos rostros aristocráticos. El sirviente le coloca dificultosamente el frac, lo arropa con paños y envuelve en pieles su tres veces revestido cuerpo. Así se va al Ritz para encontrarse con algunas personas, para ver su adorado mundo del lujo. El carruaje se queda esperándolo en la puerta, lo espera allí toda la noche y lo lleva luego exhausto de vuelta a la cama. Marcel Proust ya no va a eventos sociales, aunque una única vez hace una excepción: para su novela necesita un detalle de la actitud de un distinguido aristócrata, de manera que una noche se arrastra -asombro general- hasta una tertulia, para observar la manera en que el duque de Sagan sostiene su monóculo. Otra noche va a donde una conocida manceba para preguntarle si todavía tiene el sombrero que llevaba puesto hacía veinte años en el Bois de Boulogne: lo necesita para la descripción de Odette. Se siente muy decepcionado al oír como se burla de él: hace mucho que se lo regaló a su criada.

El carruaje lleva al exhausto hombre desde el Ritz a su casa. Sobre la estufa, que siempre permanece encendida, cuelga su ropa de noche y el arnés, hace mucho tiempo ya que no puede colocarse ropa interior helada. El sirviente lo envuelve, lo lleva a la cama. Y allí, sobre una bandeja que coloca delante suyo, escribe su monumental novela A la recherche du temps perdu. Ya tiene veinte archivadores llenos de borradores, el sillón y la mesa que están delante de su cama, la propia cama, todo está blanco, repleto de notas y hojas. Escribe día y noche, cada hora que pasa despierto, la sangre afiebrada, las manos temblándole de frío debajo de los guantes, escribe, escribe y escribe. A veces lo visita algún amigo y él le pide, ávido, que le dé detalles de todo lo ocurrido en la alta sociedad; apagándose como está, todas las antenas de su curiosidad siguen puestas en su elegante y perdido mundo. Como un perro de caza, persigue a sus amigos para que le cuenten del escándalo tal o cual, para estar informado hasta el menor detalle sobre tal o cual persona. Y todo lo que le informan lo anota con nerviosa avidez. Y mientras la fiebre es cada vez más alta, mientras la lamentable persona afiebrada en que se ha transformado Marcel Proust se desmorona y empequeñece cada vez más, su monumental obra, su novela -o más bien su saga literaria- A la recherche du temps perdu se vuelve cada vez más grade y extensa.

En 1905 comenzó a escribir la obra y en 1912 la dio por terminada.  Por el volumen, parecía que iban a ser tres gruesos tomos (pero mientras se imprime sigue creciendo y terminarán por ser ni más ni menos que diez). Ahora lo atormenta el tema de la publicación. Marcel Proust, a sus cuarenta años, es un completo desconocido, peor aún, porque en el ámbito literario tiene mala fama: Marcel Proust es el snob ese de las tertulias, el escritorcillo de la alta sociedad, que cada tanto publica anécdotas de las tertulias en “Le Figaro” (aunque su poco cultivado público inevitablemente lee Marcel Prevost en vez de Marcel Proust). De él no se puede esperar nada bueno. Es decir que, por la vía regular, no tiene esperanzas de lograr nada. Algunos amigos intentan, entonces, utilizar los contactos del mundo social para posibilitar la publicación. Un ilustre aristócrata invita a su casa a André Gide, el director de la “Nouvelle Revue Française”, y le pasa el manuscrito. Pero la “Nouvelle Revue Française”, la misma que luego ganará cientos de miles de francos con esa obra, la rechaza inapelablemente, igual que el “Mercure de France” y Ollendorf. Finalmente aparece un nuevo y valiente editor dispuesto a arriesgarse, pero no será hasta dos años más tarde, en 1913, que se publique el primer tomo de la gran obra. Y precisamente cuando el éxito quiere empezar a levantar vuelo, llega la guerra y le corta las alas. 

Tras la guerra, cuando ya han aparecido cinco tomos, Francia, Europa, comienza tomar nota de esta obra épica, la más particular de nuestra época. Pero el aclamado Marcel Proust hace tiempo ya no es más que un intranquilo, afiebrado y débil fragmento de persona, una sombra temblorosa, un pobre enfermo, que reúne las pocas fuerzas que le quedan solo para poder presenciar la publicación de su obra. Por las noches sigue arrastrándose al Ritz. Allí, sentado a una mesa o en el mesón de la recepción, pule las últimas correcciones de las galeradas, porque en su casa, en la cama, siente como si ya estuviera en la tumba. Solo aquí, nuevamente ante el brillo de su amado mundo del lujo, lo acompañan sus últimas y frágiles de fuerzas, mientras que, en su casa, decaen, y pasa adormecido con narcóticos o estimulado con cafeína para poder sostener una breve conversación con algún amigo o trabajar. Su enfermedad empeora cada vez más rápido y más violentamente, quien fuera durante tantos años un gran cultor del ocio, trabaja ahora cada vez con la mayor avidez para adelantar a la muerte. Ya no quiere ver a ningún médico, lo han torturado demasiado y nunca lo han ayudado. De manera que se defiende solo y, finalmente, muere el 18 de noviembre de 1922. En los últimos días, cuando ya es apenas un despojo, le hace frente a lo inevitable con la única arma que posee este artista: la observación. Examina con heroica atención su propio proceso hasta el último minuto y utiliza esas notas para hacer aún más plástica, más auténtica, la muerte de su héroe Bertotte en las galeradas, para agregar algunos detalles profundamente íntimos, que un escritor no podría conocer y que solo conoce un moribundo. Incluso su último movimiento es la observación. Sobre el velador del muerto, manchada por medicinas que se han volcado, se encuentran en una hoja prácticamente ilegible las últimas palabras que ha escrito con una mano ya casi fría. Notas para un nuevo tomo, que habría requerido años cuando él disponía apenas de unos pocos minutos. Así golpea a la muerte a la cara: un último grandioso gesto del artista que vence el miedo a la muerte observándola.

 

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