La ciudad escrita, parte 1
Hacia un mapa literario de Bs As
Martes 01 de marzo de 2016
Por Patricio Zunini.
Hay una novela de Sergio Chejfec, La experiencia dramática, que empieza con el sermón de un párroco: la mirada de Dios podría ser como Google Maps, dice. El sueño de la ciudad como un plano y la omnipotencia para dominarla de un vistazo contiene también la condena de no poder hacer foco y detenerse en los detalles. Chejfec es un escritor “urbano” y en las novelas conjuga espacio y tiempo paseándose como un dios parsimonioso, pero ese efecto bien podría deberse a que para él la ciudad no es un mapa sino una página.
El nuevo siglo encuentra a Buenos Aires como gran protagonista de la ficción. Prácticamente no hay autor con más de dos libros que no haya escrito sobre Buenos Aires. (Sería interesante leer un trabajo académico actual sobre la relación entre las generaciones de escritores y la ciudad: la literatura argentina, siempre tan vinculada a la política, leída en clave social y urbana).
Esta nota es una propuesta para comenzar a delinear un nuevo mapa literario.
César Aira, El divorcio
Con un movimiento que se repite en la obra de Aira —la relación pendular entre casualidad y causalidad— El divorcio (Mansalva, 2010) sucede en la vereda del restaurante del Gallego, que, si bien no lo aclara en la novela, es el que quedaba en la esquina de Honduras y Bonpland, hoy cerrado.
«Una mañana estaba precisamente en una de las mesas de la vereda del Gallego, charlando con una joven de nombre Leticia, talentosa videoartista que había conocido dos noches atrás en una cena allí mismo. El Gallego era un simpático pequeño restaurante atendido por su dueño histórico, fundador y alma mater, un viejo inmigrante español al que apodaban desde siempre, el Gallego. Fuera de las horas de almuerzo y cena, y también dentro de ellas, porque las cosas en el Gallego se hacían con bastante informalidad, el local funcionaba como café, bar y tertulia de una variada clientela barial a la que no me había costado integrarme.» (Pág. 10).
Félix Bruzzone, Los topos
Gran novela en la que Bruzzone hace una huída hacia adelante y se rebela ante la autoconmiseración de quien está atrapado por el pasado. Los topos (Mondadori, 2008) comienza con la obsesión de una abuela por vivir cerca de donde fue secuestrada su hija y apropiado su nieto.
«Así, cuando nos instalamos en el departamento, a una cuadra de Libertador piso ocho, perfecta vista a la ESMA, lo primero que dijo Lela fue que ahora sí íbamos a estar cerca del último lugar donde había estado mamá y de donde había nacido su otro nietito. Dijo así, “nietito”, y se puso a llorar.» (Pág. 12).
Daniel Guebel, Derrumbe
Varios meses después de que la mujer lo haya abandonado, en el momento en que la disolución se hace inevitable, el protagonista de Derrumbe (Mondadori, 2007) empieza a abandonarse en digresiones: comenta libros o películas, habla de los encuentros con sus amigos, y también habla del Abasto.
«Durante años, el Abasto fue el barrio elegido para vivir por los que diariamente lo abandonaban y se dirigían a todos los puntos de la ciudad a realizar su tarea de hurtar las billeteras de los pasajeros de subterráneos y colectivos, arrebatar las carteras de las viejas que van distraídas, manotear los celulares de los cretinos que andan a los gritos por la calle… pero desde que la especulación inmobiliaria transformó esa zona de abandono y pequeña delincuencia marginal en una zona de crecimiento y prosperidad, con eje en el ex Mercado de Frutas y Verduras del Abasto, convertido ahora en el Abasto Shopping Center, sus habitantes decidieron no moverse. Bastaba con salir a la puerta de calle y esperar a que pasaran la vieja adinerada, el turista con su cámara digital, el matrimonio joven con su hijo en brazos. Después, con sólo estirar un brazo y pegar un tirón, la cosecha estaba hecha. El punguista escabapa con su botín y se metía corriendo en su conventillo, cruzaba algunos pasillos, atravesaba un par de cuartos, se colaba por unos cuantos boquetes y andá a encontrarlo.» (Págs. 135-136)
Juan Martini, Cine
La primera entrega de la trilogía Cine (Eterna Cadencia, 2009) nos presenta a Sivori, el protagonista, como un flaneur que se pierde en la ciudad y en sus monumentos, que mira las estatuas y arriesga orígenes de una Buenos Aires siempre vista pero nunca mirada. Al final, muy a tono con los dvd, Cine trae “escenas no incluidas”. Esta es una de ellas, en la que Sivori y Lacruz hablan de Pina Bausch —la vecina de Sivori— en la Parrilla Don Julio.
«El primer miércoles de abril han quedado en comer en una parrilla de Gurruchaga y Guatemala. Es una noche cálida y eligen una mesa afuera, en la vereda. Los primeros en llegar son Joaquín Lacruz y, en seguida, Sivori. Piden un par de empanadas, un malbec y un agua sin gas, para ir picando. De María llegará en quince minutos. Está terminando, en la agencia, una encuesta para un partido político. Apenas tengan una tendencia definitiva cierra el boliche y se les suma. Lacruz le pregunta, entonces, a Sivori, si la mujer de enfrente se curó de su anemia, si come bien, si aumentó algunos kilos. Sivori dice que no sabe nada de eso. La ve mejor, le dice a Lacruz, más animada, un poco más fuerte. Pero eso es todo. No sabe, tampoco, si ella sigue en tratamiento con el psicoanalista Lombardo. No habla, Pina Bosch, ni quiere hablar, de sus cosas, o de esas cosas. Le parece impúdico. La vida está para pasar por ella a través del camino que te toca. Eso es el destino, dice la mujer de enfrente. No seas pesado, Sivori. No me preguntés más. Sé que no es fácil. Pero también sé que vos podés y que yo soy agradecida. Lacruz come pan con manteca y toma vino mientras esperan las empanadas. Tené cuidado con esa mina, dice. Sivori lo mira. Asiente. No dice nada.» (Págs. 191-192)
Martín Kohan, Bahía Blanca
Kohan escribe sobre Buenos Aires en cada una de sus novelas. A veces es una referencia directa, como el Colegio Nacional Buenos Aires en Ciencias Morales o el barrio militar en Cuentas pendientes; a veces es más velada, como en Los cautivos, donde los personajes tienen los nombres de las calles de Belgrano donde escribió la novela. Pero siempre escribe sobre Buenos Aires, incluso en esta que se llama Bahía Blanca (Anagrama, 2012).
«Patricia vive en un edificio. Juncal 3288: edificio. Edificio de varios pisos; doce o quince, según alcanzo a calcular sin detenerme a contar con precisión, porque no conviene hacerlo. Un vistazo al cuadrado de bronce lustrado del portero eléctrico me permite saber que hay dos departamentos por piso en este edificio. Eso arroja una estimación de entre veinticuatro y treinta departamentos. En uno vive Patricia. Hace unos meses con uno que en vida supo llamarse Luciano Godoy. Ahora sola. Perfectamente sola.» (Pág. 213).
Miguel Vitagliano, El otro de mí
Este pequeño microrrelato aparece a poco de arrancar El otro de mí (Eterna Cadencia, 2010) y anuda toda la trama y las sospechas de una muerte.
«Estaba en la calle en el momento del atentado. Comenzó a deambular con la sospecha de que ella había muerto. (…) Se acercó a la zona del atentado. Ya no deambulaba, caminaba hacia una dirección precisa. En Once, a varias cuadras de lo que había sido el edificio de la AMIA, entró a un bar a ver las noticias de la televisión. Jóvenes sobre los escombros rescataban aún a personas con vida. Vecinos que corrían a ayudar. Se detuvo frente a la pantalla ansiando reconocerla, no entre los curiosos sino entre los socorristas. Una posibilidad factible, ella era una profesora de biología que toda la vida había soñado con ser médica. La única posibilidad, en realidad. Había otra que no consideró hasta que fue inútil: que ella dejara un mensaje en el contestador avisándole que estaba bien. Lo habría hecho de seguir con vida. No. Ella no estaba entre los socorristas ni entre los curiosos. Ella ya no estaba.» (Págs. 22-23)
Sergio Olguín, Oscura monótona sangre
Esta novela negra perfecta que obtuvo el Premio Tusquets de Novela comienza con el protagonista viajando de Barrio Norte a Lanús. Todos estamos mucho más cerca de lo que queremos creer, parece decir Sergio Olguín en Oscura monótona sangre (Tusquets, 2010).
«Julio Andrada tomaba por la avenida Amancio Alcorta cada mañana, salvo los jueves. Salía con su auto del edificio de Charcas donde vivía, daba la vuelta hasta llegar a Pueyrredón y seguía derecho por esa avenida que cambiaba dos veces de nombre en su recorrido. Pueyrredón se llamaba luego Jujuy y más adelante Colonia, que terminaba en el estadio de Huracán. Andrada llegaba hasta el final de Colonia y doblaba por Alcorta hasta llegar al Puente Uriburu. Lo cruzaba y debaja atrás la Capital para meterse en Lanús. A diez minutos de auto del Riachuelo estaba su fábrica.» (Pág. 15).
Esteban Castromán, “Estampida de zombis” en 380 voltios
Corrientes y 9 de Julio, la intersección en la que se levanta el monumento más fálico de los porteños, es el escenario al que llega la “Estampida de zombis” (cuento incluido en 380 voltios, Pánico el pánico, 2011), que traen el caos pero no la muerte sino la liberación sexual.
«Viernes 14:01. Las tazas de café sobre las mesas exteriores de los bares apostados en la intersección de Corrientes y 9 de Julio empiezan a temblar. Los usuarios se miran entre sí e intentan decodificar lo que está ocurriendo. Algunos teatralizan gestos histriónicos, para amedrentar la fatalidad inminente. Otros, en cambio, estudian el caso y como acto reflejo van al baño para analizar la situación con detenimiento. Christian y Ricardo son de esa calaña, están en la misma, ya arriba en el toilette de caballeros. Mientras orinan, escuchan gritos y sienten que el terremoto está a pocos pasos. Que dejaron un muerto abajo. Se miran entre sí, solo a los ojos, a modo de ritual de mingitorio entre amigos y empiezan a estremecerse. Saben que algo está ocurriendo, como en una pesadilla donde el después es una consecuencia fatal del ahora.» (Pág. 49).
Germán Maggiori, Entre hombres
El pulp de Entre hombres (Edhasa, 2012) arranca con una fiesta en la casa de un juez. La travesti Marilú creyó que tenía suerte de haber sido incluida, pero más le hubiera valido irse a casa rápido y sin clientes.
«Marilú había patrullado la esquina durante horas a la espera de clientes. Bamboleó su culo redondo y sus tetas de silicona, agitó sus manos portentosas llamándolos, pero no hubo caso. La noche se escapaba y ella seguía ahí, anclada en la esquina de Canning y Costa Rica, sin haber hecho una moneda.» (Pág. 13).
***