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Ficción argentina

La bicicleta

Un cuento de Edmundo López

"En ese momento se abre una puerta y entra un hombre joven, muy gordo, con la cara brillante como un espejo". Tomado de su libro El quinquela, cuentos publicados por Blatt & Ríos, una puerta de ingreso a esta novedad 2019 del sello.

Por Edmundo López.

 

“¿Nombre?”

“Julio Sánchez.”

“¿Profesión?”

“Empleado de comercio.”

“Documentos por favor…”

“Sí. ¡Aquí están!”

“¿Casado?”

“Sí. Hace seis años.”

“¿Nombre de su esposa?”

“Agustina Suárez.”

“¿Ocupación?”

“Es maestra jardinera.”

“¿Tiene hijos?”

“Sí. Uno.”

“¿Edad?”

“Treinta y tres años.”

“¿Pero cómo puede ser?”

“¡Ah, del nene! Cuatro.”

“Su exposición, por favor.”

‘Mi hijo tiene una bicicleta amarilla que le regalamos para su cumpleaños. Ayer, mientras estábamos almorzan­do, miro distraídamente por la ventana, y me doy cuenta de que la bicicleta había quedado en la calle. Como me había ido muy mal en el trabajo, tenía muy pocas ganas de discutir, así que opté por vigilarla desde allí. Mientras le estaba recomendando a mi hijo que en lo sucesivo pon­ga más atención y la entre al garaje, veo que la bicicleta se empieza a mover y desaparece. Pienso: ‘¡Es imposible que camine sola!’ Cuando salgo a la calle para ver qué pasa, veo a un hombre flaco que se aleja a toda velocidad, montado en la bicicleta. Le grito que se detenga, mientras empiezo a correr detrás de él barranca abajo. El hombre frena de golpe y entra en una bicicletería que hay cerca de la estación. Corro hasta perder el aliento y llego unos segundos después que él. Se imagina cuál será mi sor­presa al ver la cortina baja. Toco timbre insistentemente, pero nadie me contesta; adentro reina un gran silencio. Con gran esfuerzo y ayudándome con una barreta logro romper el candado. Levanto la cortina. Adentro hay dos hombres. Uno petiso, de aspecto roñoso, vestido con un overol azul manchado de grasa y el pelo ralo como el de un perro sarnoso. El otro es un flaco con la cara surca­da por profundas arrugas, tiene puesto un overol verde y usa lentes. ¡No me queda ninguna duda de que es él…! Ambos trabajan desarmando dos bicicletas y a pesar del bochinche que armé con la cortina ignoran mi presencia.

‘¿Dónde pusiste la bicicleta?’, le digo al flaco; pero este mira con cara de nada, mientras el petiso sigue la­vando un piñón en una lata de dulce llena de nafta. Al ver que se hace el idiota le grito nuevamente: ‘¿Dónde la metiste?’, y agarrándolo por el cuello lo aprieto contra la pared. ¡Siento sus piernas temblando pero no dijo ni ay! En ese momento se abre una puerta y entra un hombre joven, muy gordo, con la cara brillante como un espejo. Con tono conciliador me dice: ‘Bueno, bueno… No hay que hacer tanto escándalo por una pavada. ¡Estamos re­pletos de trabajo! Tenga un poco de paciencia. ¡Ya se la vamos a terminar!…’ Suelto al flaco que cae de rodillas y le contesto al gordo que no se haga el tarado. Me mira impaciente apoyándose contra una heladera. Le explico que no traje la bicicleta para que la arreglen sino que su amigo se la robó de la puerta de mi casa. ‘¡Este tipo es un ladrón!’, concluyo tirándoles un manotazo que el flaco esquiva felinamente. Siento que el gordo se infla y luego tratando de calmarse me dice: ‘¡No se ponga así! Debe haber un error…’ Mientras tanto el flaco agarra una cade­na y arrimándoseme por detrás trata de enroscarla en mi cuello. Instintivamente levanto el brazo y giro. La cadena me araña desgarrándome la camisa. Mi puño se estrella contra su nariz y cae de espaldas sin sentido. Giro rápida­mente pensando en un ataque de los demás, pero veo la heladera abierta y al gordo que me apunta con un sifón. Trato de esquivarlo pero es inútil. Antes de que pueda mover un músculo tengo la boca llena de soda. Me saltan las lágrimas de la bronca. Quiero esconder mi cara pero un nuevo chorro me alcanza de lleno. Retrocedo aton­tado. Veo las imágenes deformadas. Nuevamente intuyo que el gordo avanzaba hacia mí y bajando la cabeza corro hasta incrustarme en su abdomen. Cae sentado con los ojos en blanco mientras el sifón resbala de su mano.

El petiso continúa imperturbable con el piñón. Le pregunto si sabe dónde escondieron la bicicleta. Levanta los hombros y me hace un gesto de que lo ignora. Voy a abofetearlo cuando caigo en la cuenta de que es mudo. Trato de averiguar más, pero era una tumba. De repente una sonrisa se empieza a dibujar en su cara y sus ojos bri­llan malignamente. Una sombra se me acerca por detrás con algo en la mano. Espero hasta que me tira el golpe. Me corro y aprovechando su inercia lo estrello contra la pared. Un hilo de sangre aparece bajo su nuca y corre por el piso en dirección a una rejilla.

El mudo está hecho un ovillo y lo tengo que sacar de abajo de un banco. Lo paro frente a mí pero no quie­re mirarme. Lo agarro del pelo y una nube de polvo nos envuelve. Su cabello se desprende como el de una laucha sarnosa y una mancha blanca va extendiéndose por su ca­beza. Fuera de mí, le grito que es un mentiroso y que si no me dice dónde está la bicicleta, lo voy a matar. Con los ojos desorbitados me hace señas de que está en la calle. Como no le creo le arranco pedazos de piel y cabellos hasta que la atmósfera se hace irrespirable. Comienzo a toser y salgo precipitadamente.

La claridad me deslumbra por un instante obligán­dome a usar mi mano como visera. Cuando finalmente logro distinguir algo, caigo en la cuenta de que ¡la vereda está llena de bicicletas amarillas! Las hay sembradas en los canteros, colgadas de los árboles, en los techos de los automóviles, estacionadas junto al cordón. Me inunda un sentimiento de vergüenza y me pongo a buscar la bicicle­ta de mi hijo. ‘¡Imposible reconocerla!’, pienso, ‘¡son todas idénticas!’ Elijo una al azar y con el pecho oprimido trepo la calle en dirección a mi casa.

Al llegar, mi mujer y mi hijo saltan de alegría. Invento una excusa para no alarmarlos. Les digo que el hombre se asustó y dejó la bicicleta abandonada. Nos sentamos a la mesa. El timbre suena varias veces. ‘¿Y ahora quién es?’, pienso alarmado. El timbre vuelve a sonar. Abro la puerta y no veo a nadie, sólo a una vieja vestida con traje violeta, sombrero adornado con frutillas y anteojos de carey, que pasa en ese momento. Le pregunto si fue ella la que llamó y me contesta que no. ‘¿Quién habrá sido?’, le pregunto extrañado. ‘No sé…’, me responde. ‘Pero mire, ¡si deja la bicicleta afuera se la van a robar!’ En sus ojos veo una chispa de picardía. Miro hacia la ligustrina y veo apoyada una bicicleta de hombre. ‘¡Una bicicleta negra!… Alguien se la debe haber olvidado’, pienso sin poder reaccionar. La vieja se pierde entre las sombras de unos árboles. ‘La voy a guardar en el garaje, y si mañana alguien pregunta por ella se la devuelvo…’, me digo apoyándola contra mi rural. ‘¿Quién era?’, pregunta mi mujer. ‘Algún chistoso…’, le respondo con un nudo de angustia en la garganta.

No puedo pegar un ojo en toda la noche. Apenas entran los primeros rayos de sol salto de la cama. Trato de leer el diario para no pensar pero el pecho me duele terriblemente. Me repito varias veces que lo que había sucedido no tenía ninguna lógica y que debe haber sido un mal sueño, pero mis argumentos se desvanecen fren­te a una bicicleta negra que sigue en el garaje. Mientras desayunábamos no puedo más y se lo comento a mi mu­jer. Ella me tranquiliza diciéndome que le estoy dando demasiada importancia al asunto y que me lo saque de la cabeza. ¡Quizás tenga razón! Prendo un cigarrillo y salgo al pequeño jardín que hay a un costado de la casa para revisar las plantas. Cayó una helada muy fuerte y muchas están marchitas. En la canilla una gota colgaba congelada. Caminé hasta el gallinero donde reinaba una actividad febril y arrojé dentro un puñado de maíz. Las gallinas se apretaron para alcanzarlo formando una al­fombra multicolor.

De repente un hombre comienza a trepar por el alam­bre. El miedo me paraliza. ¡Es el flaco! Trata de pasar cer­ca mío en dirección a la cocina, pero logro detenerlo. Lo levanto en vilo… ¡No pesa! … Tiene un extraño agujero en la espalda en forma de triángulo. Lo tiro por encima del alambre y aterriza en la calle, suave como una plu­ma. Siento ruidos en el garaje y corro para allí. La puerta comienza a abrirse y la silueta del gordo se cuela den­tro, agarra la bicicleta y deshaciéndola en mil pedazos la desparrama por la calle. La vieja vestida de violeta está agazapada junto a la ligustrina. Cierro la puerta con llave, pero los gritos de mi mujer me impiden poner la tranca. Cruzo la casa como una flecha y salgo otra vez al jardín. ¡Allí estaban todos! El flaco me pisoteaba los malvones, el gordo me arranca los pensamientos y la vieja, con un ramo de margaritas en las manos, me mira avergonzada.

‘¿Se puede saber qué pasa?’, les digo de mala manera.

‘La bicicleta que nos robaste…’, me contesta el gordo con voz en falsete.

‘¡Usted acaba de llevársela!…’, trato de controlarme para no agravar las cosas.

‘¡No te hagas el disimulado!’, me dicen al unísono, avanzando amenazadoramente.

‘¡No les escondo nada! ¡Y no me falten el respeto!… Y mejor váyanse de una vez que no quiero tener problemas.’

‘¡Estás metido en una bien gorda por ladrón!…’

‘¡No les voy a permitir!…’

‘¿Y quién nos lo va a impedir?’, me dicen socarrona­mente.

‘¿Es que ni siquiera aquí se puede vivir tranquilo?’, me repito en voz alta.

‘Se puede… Se puede…’, canturrea la vieja.

Comenzamos a forcejear. ‘Quédense quietos. ¡Manga de infelices!’, comienzo a empujarlos. ‘¡Yo les voy a ense­ñar!…’

Con mucho esfuerzo logro arrastrarlos hasta la puerta del jardín. La vieja se ríe sobre el techo del gallinero y su risa era como un martinete que me taladra el cerebro. ¡Por fin están en la calle! Cierro la puerta con candado. ¡Pero es inútil! Son tan testarudos… Nuevamente el flaco en el alambre, y otra vez el gordo dale que dale con el candado. Cuando el flaco va a saltar adentro, le pego un ladrilla­zo en medio de la frente. Cae hacia atrás. Siento miedo, temo haberlo matado. No tengo tiempo para remordi­mientos… El candado está roto y el gordo se me tira en­cima como un oso, apenas si tengo tiempo de esquivarlo y tomándolo del pelo lo meto en una pileta con escarcha, tiene la piel pegajosa y un olor acre que descompone. El flaco se incorpora tambaleando y ¡comienza a subir por el alambre otra vez! La cabeza que tengo entre mis ma­nos cuelga sin fuerzas y el gordo se desparrama junto a la pileta. El flaco trata de rescatarlo, pero lo empujo hacia el fondo y cae de rodillas en el gallinero. Una nube de plumas me impide verlo.

Aparece mi hijo chillando como un loco, por momen­tos se atraganta poniéndose violeta. ‘¿Qué pasa?’, le grito sin poder detenerme, porque el gordo comienza a volver en sí y tengo que arrastrarlo hasta la vereda. ‘¡Calmate! ¡La culpa no es mía!…’

Por fin logro deshacerme de él. ‘Por favor decime qué pasa’, le pregunto mientras pongo la tranca a la puerta del gallinero. El flaco duerme tranquilamente mientras las gallinas le picotean la espalda. De repente mi hijo se ahoga y tengo que ponerlo boca abajo para reanimarlo. Pienso que se está calmando porque llora quedamente sobre mi hombro. ‘Pobrecito’, pienso. ‘Está tan histérico que no puede hablar. Debe haberse asustado con la pelea.’ Luego se calla y le limpio los mocos. ‘Bueno… Bueno… ¡Ya pasó!’, le digo muy despacito. Una ola de llanto vuelve a inundarlo y grita: ‘¡Mamá!…’ Me doy cuenta de que me olvidé de ella por completo.

Corro a casa y cierro la puerta que da al jardín. El si­lencio que reina me produce un escalofrío. Pronuncio su nombre y no me contesta. Recorro todas las piezas a los gritos. ‘Se la han llevado’, pienso desesperado. Cuando paso frente a la puerta del garaje mi hijo me hace se­ñas para que mire adentro. Sus pupilas están dilatadas y a punto de estallar. Lo dejo sobre la mesa y abro con recelo la puerta del garaje. Tina está tirada en el piso con los ca­bellos revueltos y la ropa hecha jirones. Me inclino sobre ella y un chorro de sangre le inunda las piernas. ‘¡Hijos de puta! La mataron…’, pienso mientras un ruido ronco se escapa de mi pecho. Escucho una respiración entrecorta­da e instintivamente levanto el brazo para defenderme. Una sombra escapa atemorizada. Cuando la luz le da de lleno reconozco al petiso del pelo arratonado que se va levantando los pantalones. Escucho la risa histérica de la vieja. Mi hijo aparece en el marco de la puerta, corro y lo aprieto contra mi pecho para que no vea el espectáculo. Dos lágrimas calientes me queman los párpados. ‘¡Pobre­cito! ¡Lo dejaron sin mamá!…’

Nuevamente los golpes en la cocina. ¡Están destro­zando la puerta con un hacha! Vuelo hasta allí y trato de impedir que entren arrimando un pesado aparador contra la puerta. Escucho un grito en el garaje. Pienso en mi hijo. El corazón me va a reventar. Al llegar a la puerta me doy cuenta de que ¡él sigue en la mesa como lo dejé! ¿Quién gritó? Entro y veo a Tina chillando mientras la vieja avanza hacia ella con la boca abierta de donde cuel­ga un chorro de saliva como un péndulo. La espanto con las manos y desaparece. Vuelvo a mirar a Tina y sigue tirada en el piso con las piernas ensangrentadas. ¡Me es­taré volviendo loco! Pienso que tenemos que irnos, que ¡este es un pueblo de mierda donde no se puede vivir en paz! Recojo rápidamente lo más imprescindible y lo voy metiendo en una valija. Los golpes en la cocina son cada vez más fuertes. Subo a mi mujer en la rural y la acomodo lo mejor que puedo. Envuelvo al nene en una manta y lo acuesto en la parte trasera. Pongo el vehículo en marcha. ‘¡Ya están corriendo el aparador! ¡Menos mal que todavía tienen que tirar la puerta del garaje!’, pienso mientras el motor de mi coche ronronea. Doy marcha atrás y con el paragolpes rompo la traba de la puerta que da a la calle. Cuando media rural está en la vereda se escucha el table­teo de una ametralladora. ‘¡Mierda! Estamos perdidos…’

Entro de nuevo y como una garra enguantada aparece por el hueco que deja la puerta interior contra el piso. La mano crece rápidamente. Los tiros se escuchan en la esquina. La mano adquiere dimensiones monstruosas, los dedos son del tamaño de mis piernas. Empieza a arañar el capot de la rural tratando de retenerme. La puerta em­pieza a deshacerse en mil pedazos. ¡No hay otra salida! Doy una violenta marcha atrás y salgo a la calle. Los tiros cesan. Corro desesperadamente por las calles del barrio sin importarme los barquinazos. No se ve un alma y las lámparas de mercurio se me ocurren las velas de nuestro funeral.

Cuando salgo a la ruta empieza a llover. El golpeteo incesante de las escobillas pone música a mis pensamien­tos, por fin dejamos atrás la cuidad y no se ve ningún auto que nos siga. Mi mujer parece dormir y su cabeza se bambolea en cada curva. Me voy relajando, mientras el camino se alarga como una cinta de plata brillando por la lluvia. Un grupo de árboles parece obstruirme el paso, pero a medida que me acerco se corren cediéndome el lugar con una reverencia. Vuelvo a cerciorarme de que no nos persiguen. Ya no es necesario ir tan rápido. Reduzco la marcha a la mitad y prendo un cigarrillo. ‘¡De buena nos salvamos! ¡Nunca más volveremos!’ Sentí un dolor abrumador al pensar que la necesidad de vivir lo obliga a uno a desterrarse. ¡Estábamos vivos! Eso era lo importan­te. Y aunque no lo comprendía bien, empiezo a acariciar la idea de que tenemos que resignarnos a vivir donde po­damos. Como los gitanos.

Deja de llover y amanece. Los campos empiezan a ver­se pecosos de animales. En los charcos formados por la lluvia se dan cita las ranas para saludar el nuevo día. Mi mujer se despereza y en su rostro se dibuja una sonrisa.

‘¿Dónde estamos?’, me pregunta dándome un beso.

‘No tengo la menor idea. La verdad creo que nos diri­gimos hacia el Norte’, le contesto, y pienso que por suerte nos separa un infinito de los sufrimientos de la noche anterior.

‘¿Paramos a desayunar en algún lado?’, me dice Tina.

‘¡Cuando aparezca algo te aviso…!’ El camino se veía bastante desolado. Traté de pensar cuánto habíamos reco­rrido, y llegué a la conclusión de que serían unos trescientos kilómetros. Cuando estaba maquinando acerca de donde estaríamos, abruptamente el camino se volvió de tierra. Una nube de polvo comienza a perseguirnos, y el sol ra­diante rebota sobre mi capot lastimando mis pupilas. El camino comienza a angostarse y a llenarse de baches. Se angosta más. Avanzo muy despacio, eligiendo la huella. La tierra cerca del camino comienza a agrietarse como una telaraña, y apenas si puedo sostener la marcha. ¿Qué pasa? ¿Un terremoto? Mis manos se crispan sobre el volante. Una inmensa grieta amenaza con tragarnos y a duras pe­nas puedo esquivarla. De otra grieta que se está formando sale una lengua de fuego. Tina tiene los ojos inyectados de sangre y las uñas clavadas en el parabrisas. El campo parece una procesión de antorchas. Una nueva grieta me obliga a salir del camino. El coche oscila como un avión carre­teando en un huracán. Siento un chasquido y quedamos flotando en la laguna que a veces se forma en la banquina. El canto de los grillos es intensísimo, los mosquitos inva­den el coche que comienza a hundirse lentamente. Trato de abrir la puerta, pero ya es demasiado tarde. Con un ruido digestivo el barro comienza a entrar por las ventanillas y nos inmoviliza. Busco la mano de Tina y siento el gusto amargo del barro en mi garganta…”

 

 

 

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