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Historia secreta de mi biblioteca

Por Daniel Saldaña París

"La historia de mi biblioteca es la historia de una pérdida y de una colección imposible, desperdigada en varios países, reconstruida a cachos pero incompleta siempre". En su visita a Buenos Aires para participar de la Residencia de Escritores Malba, el escritor y traductor mexicano, autor de libros como El nervio principal, fue invitado por la Biblioteca Ampersand para compartir el presente texto.

Por Daniel Saldaña París.

 

Libros perdidos, abandonados en casas a las que no regresé nunca; diccionarios extraviados en una mudanza; siete cajas rematadas a una librería de viejo… La historia de mi biblioteca es la historia de una pérdida y de una colección imposible, desperdigada en varios países, reconstruida a cachos pero incompleta siempre.

No tengo una de esas bibliotecas personales de 20,000 ejemplares que los escritores de generaciones previas ya presumían a los treinta y tantos. Vivo en un departamento de 68 m2 que me obliga a hacer una curaduría bastante selecta. Mis padres se han mudado decenas de veces en la última década, por lo que nunca pude dejar todos mis libros en el sótano o en el ático de una casa familiar, con la promesa de volver por ellos.

Tengo, más bien, una biblioteca fantasma: el recuerdo de los libros que podrían pertenecerme si los hubiera conservado. Escribir sobre mi biblioteca es, por lo tanto, un ejercicio de arqueología a partir de indicios y recuerdos —como ensamblar la maqueta de una ciudad arrasada. Una genealogía.

*

Cuando era niño, la biblioteca era doble: los libros de casa de mi mamá y los libros de casa de mi papá. Era una biblioteca dividida en dos ciudades, entre las que yo viajaba dos veces por semana. Mis libros —de Jules Verne, sobre vampiros o de la serie Elige tu Propia Aventura— habitaban un limbo entre esos dos polos. El libro que más quería estaba siempre en la otra casa, con la otra familia, a 90 kilómetros de distancia.

Mi espacio de lectura, muy pronto, fueron los autobuses Pullman de Morelos. Mi padre me subía a un autobús en Cuernavaca y mi madre me recogía en la terminal del DF. En ese entonces no ponían películas, y yo pasaba el trayecto leyendo o al menos hojeando distraídamente un libro.

Hacia los diez años leí, en esos autobuses, El llamado de la selva de Jack London. No recuerdo mucho de esa novela, excepto que contaba la historia de un perro llamado Buck y que me impactó profundamente. En cuanto la acabé, le rogué a mi papá que adoptáramos un perro y lo llamáramos como al del libro. Pero yo no hablaba inglés, y pronunciaba mal el nombre del perro: le decía Buc (book), es decir “libro”. Para mí, el perro era el libro y el libro era el perro. Mi primera mascota había salido de una novela, tenía nombre de libro y acariciarlo era como acariciar a un personaje fantástico, a una bestia mitológica mitad ficción y mitad terrier irlandés.

La unidad habitacional donde vivíamos mi papá y yo no estaba lista para una criatura como aquella. A los pocos meses de haberlo adoptado, un vecino envenenó a mi perro, a Buck —o Book— que murió echando espuma por la boca.

*

Poco después, una tía que vivía en la Ciudad de México se fue a vivir a España y me dejó dos cajas de libros que pasaron a formar el núcleo de mi biblioteca durante algunos años. La primera caja contenía la colección completa de Grandes Maestros del Crimen y Misterio, de la editorial Orbis: unos libros de tapa dura, en colores negro, rojo y dorado.

Me gustaría decir que con esa colección empecé a leer a Patricia Highsmith o a Georges Simenon, que son tal vez los autores con más prestigio literario de la serie, pero la verdad es que esas fueron lecturas posteriores. A mis doce o trece años, los escritores que me cautivaron y me convirtieron en un ávido lector de novelas de misterio fueron Agatha Christie, Chester Himes y, sobre todo, Rex Stout.

El detective de Stout, Nero Wolfe, es un hombre obeso y sibarita que muy rara vez sale de su casa. Su insistencia en no moverse es extrema, radical, casi absurda. Desde el sillón de su estudio, Wolfe resuelve los más enrevesados crímenes por pura especulación mientras su asistente (que es el narrador) hace el trabajo sucio y entrevista sospechosos.

El detective Nero Wolfe fue el primer personaje inmóvil que me fascinó; el primero de una larga serie que, más adelante, habría de incluir al Bartleby de Herman Melville, a Estragón y Vladimir de Esperando a Godot o a Proust —que recuerda el pasado desde su cama—, entre otros.

La segunda caja de libros que heredé de mi tía era una enciclopedia de historia del arte. Tenía, si no recuerdo mal, veinte volúmenes en formato grande y con imágenes a color. Salvo por un par de tomos dedicados al arte asiático y precolombino, la enciclopedia era de arte europeo y estaba en francés: yo no entendía nada, pero pasaba muchas horas mirando las imágenes y fingiendo que leía los artículos. Mis tomos preferidos eran el del Renacimiento italiano y el del Surrealismo, del que llegué a memorizar todas las pinturas. La portada de ese tomo tenía una reproducción de “Eine Kleine Nachtmusic” —o “Pequeña música nocturna”—, un cuadro de Dorothea Tanning que muchos años después fui a ver —como en una peregrinación que era también un regreso a mi infancia—, en la Tate Modern de Londres.

Seguramente yo hubiera sido un lector más bien amateur, de novelas policiales y libros de aventuras, si no me hubiera topado a los doce años con Federico García Lorca, cuyos versos me parecían la traducción literaria de aquel cuadro de Tanning. En la escuela nos dejaron de tarea memorizar algún poema; yo encontré en el librero de mi madre un pequeño volumen rojo de la editorial Aguilar con la obra del poeta español. Elegí un poema titulado “El niño mudo” y lo repetí con ánimo ritual, como una especie de mantra, durante días: “El niño busca su voz. / (La tenía el rey de los grillos.) / En una gota de agua / buscaba su voz el niño”. La musicalidad de la poesía me obsesionó a partir de entonces, y de un día para otro abandoné las novelas de detectives y la enciclopedia de arte para volcarme a leer a Lorca, a Girondo y, poco después, a los estridentistas mexicanos, lo cual amerita un paréntesis sobre mi primera incursión en el mundo editorial.

Cuando tenía catorce años estudiamos las vanguardias para la clase de español de la secundaria y el profesor tuvo una idea magnífica: dividió al grupo en equipos de cuatro personas y cada equipo escogió una vanguardia. Yo convencí a los integrantes de mi grupo de elegir el estridentismo, que era mucho menos popular que el surrealismo o el futurismo. La consigna era que teníamos que editar una antología de poemas de esa vanguardia y el formato del poemario debía tener una relación directa con la propuesta estética de la vanguardia. Así, por ejemplo, los que eligieron futurismo hicieron una especie de coche de cartón con los poemas escritos sobre la carrocería. Los dadaístas creo que hicieron una portada en collage para su libro. Y nosotros, los estridentistas, decidimos que teníamos que causar algún tipo de revuelo para hacerle justicia a Manuel Maples Arce y Germán List Arzubide: compramos una cabeza de cerdo en una carnicería y, con la sangre del animal, le pegamos poemas estridentistas sobre la piel muerta, en la lengua y las orejas. La clase de Español era la primera del día, así que pudimos llegar con la cabeza de cerdo antes de que empezara a oler mal. El profesor la vio sobre su escritorio y, horrorizado, leyó en voz alta el lema que el animal tenía pegado en la frente: “¡Viva el mole de guajolote!” Lo único que nos dijo fue que teníamos diez si nos llevábamos al cerdo de inmediato.

Mi biblioteca fantasma también está formada por los libros que he editado, y ese —la cabeza de cerdo estridentista— fue el primero: un libro efímero que existió el tiempo que tarda en descomponerse la carne; un tiraje de un solo ejemplar que me valió la mejor calificación de mi expediente (en el que los dieces eran raros) y una merecida fama de problemático.

Aunque he trabajado como editor desde hace quince años, y he publicado varios libros a lo largo de ese tiempo, creo que nunca he vuelto a tener un auténtico destello de genialidad editorial como ese que tuve a los catorce años.

*

La adolescencia de mi biblioteca tiene dos libros paradigmáticos, que leí casi al mismo tiempo aunque no tienen nada ver uno con otro. Por un lado, Más que humano, de Theodore Sturgeon, en la edición de Minotauro. Por otro, El corto verano de la anarquía, de Hans Magnus Enzensberger. Ambos libros los leí durante un viaje a la selva, a mis diecisiete años, en el que también probé los hongos alucinógenos.  El de Sturgeon, un clásico de la ciencia ficción, inauguró una veta de mi vida como lector que me llevó a Olaf Stapledon y a Bradbury, y que a veces, cuando me agarra la nostalgia, revisito —parodia mediante— en los libros de Kurt Vonnegut.

El de Hans Magnus Enzensberger me inflamó de heroísmo anarquista durante algunos meses. El libro —una especie de novela de no ficción— narra las gestas de Buenaventura Durruti, al frente de su columna, durante la Guerra Civil española. Entre julio y septiembre de 1936, el presidente de la Generalitat, Lluis Companys, entregó el poder de Cataluña a las fuerzas anarcosindicalistas que gobernaban de facto en las calles. Mi abuelo, que era un niño español atrapado por la guerra, estaba en Barcelona en ese momento, y hasta el día de hoy le gusta presumir que vivió bajo el único gobierno anarquista de la historia. Mi bisabuela —es decir su madre— había ido recogiendo niños huérfanos de familias republicanas de camino a los Pirineos, que pretendía cruzar para huir de la guerra. Mi abuelo, rodeado de pronto de una manada de chamacos asilvestrados, recorría las calles de la ciudad en medio del desmadre general, buscando casquillos de bala percudidos para vender a los compradores de chatarra. Estas historias me las contó mi abuelo porque me vio leyendo aquel libro de Enzensberger sobre Durruti.

Pero también de mi abuela guarda un recuerdo importante mi biblioteca. Mi abuela, María Teresa, se interesó por el psicoanálisis desde sus años de estudiante de medicina, en el Madrid de la posguerra, y terminó ejerciendo de psicoanalista durante más de cuarenta años en la ciudad de Ginebra, adonde se mudó con su marido, huyendo de la cerrazón franquista, en los años cincuenta.

Como regalo de bodas, alguien le dio a mi abuela los tres primeros volúmenes de las obras completas de Sigmund Freud en la traducción de López Ballesteros, que era la única que existía entonces. Mi abuela subrayó profusamente esos libros durante décadas, antes de regalárselos a mi madre, quien a su vez los leyó y los subrayó antes de dármelos a mí.

Atesoro esos tres tomos como ningún otro ejemplar de mi biblioteca. En las varias capas de ese palimpsesto de mujeres lectoras que me preceden, en ese linaje femenino de anotadoras al margen —de glosas y comentarios del padre del psicoanálisis— está, elijo creer, el origen de mi vocación como narrador.

*

Con mi entrada a la edad adulta y a la carrera de filosofía, en España, mi biblioteca personal se independizó por completo de la de mis padres y empezó a crecer a un ritmo más estable, alimentada por las lecturas obligatorias de la universidad. Pero además de deslumbrarme con El origen de la tragedia, de Nietzsche, y de arrugar las páginas del Tractatus de Wittgenstein durante varias noches de incomprensión exaltada, en esos cuatro años que viví en Madrid transcurrió, a costa de mis estudios, mi verdadera educación literaria. Leí Residencia en la Tierra de Neruda y luego perdí el libro en un concierto de Iggy Pop en el que también perdí el conocimiento. Leí a Beckett, a Virginia Wolf, a Simone de Beauvoir, a Peter Handke y a Robert Musil sacando libros de la biblioteca pública o robándolos de la Casa del Libro de la Gran Vía.

A los diecinueve años entré a hacer mis prácticas laborales a una revista cultural. Muchas editoriales mandaban a la redacción sus novedades, a fin de que se reseñaran, y mi jefe me dijo que podía llevarme cualquier libro de los que terminaban abandonados en la oficina. (Desde ese día, siempre he buscado trabajar en lugares donde me regalen libros, aunque a veces lamento no haber elegido un oficio donde me ofrezcan, más bien, seguro médico y ahorros para el retiro.)

En aquella revista, además de aprender a editar textos, descubrí que podía llamar por teléfono a las editoriales, decir que necesitaba cierto libro para un artículo, y en general me lo mandaban sin hacer preguntas. Con ese timo, mi biblioteca creció según mi capricho y sin gastar un peso. Entre los libros que más recuerdo de esa época está Psicología y alquimia, de Jung (editado por Trotta); El hombre y lo sagrado de Roger Caillois, y Edad de hombre de Michel Leiris.

En esos años empecé también mi primera colección bibliófila. En una librería de viejo de la calle San Bernardo me encontré con un librito de cuentos de Witold Gombrowicz, La virginidad, en una edición que me gustó mucho. Era parte de la colección Cuadernos Ínfimos de Tusquets, pero tenía un troquelado de pequeños orificios en forma de X en la portada. Se trataba de la serie Los Heterodoxos, dirigida por Sergio Pitol, quien vivió en Barcelona en la década del setenta. Beatriz de Moura, directora editorial de aquella casa, le encargó a Pitol esa pequeña serie de clásicos no tan conocidos, y Pitol publicó, entre otros, a Oscar Wilde, a Tristan Tzara, a Raymond Rousell y a Macedonio. Tardé diez años en reunir los 19 títulos de la serie, que me fui encontrando —sin buscar con demasiado ahínco— en librerías de viejo de México, Argentina y España. Esa serie es una de las pocas partes de mi biblioteca que conservo intacta y que he ido arrastrando de una mudanza a otra. No así la colección de diccionarios amasé que durante un tiempo, y de la que ya sólo guardo el Tesoro de la Lengua Castellana o Española, de Sebastián de Covarrubias, cuya definición de “tigre” es uno de mis cuentos favoritos de todas las épocas.

*

Volviendo al librito de Gombrowicz, el de La virginidad: fue también el libro que me llevó más adelante a leer los diarios del polaco, con los que se inauguró mi afición por la lectura de diarios personales, que hoy día está en el centro de mis intereses. Desde hace un par de años empecé a coleccionar diarios íntimos y retomé la escritura de mi propio diario, que empecé en la adolescencia y que llevaba varios años en pausa. Cesare Pavese, Pizarnik, Julio Ramón Ribeyro, Sylvia Plath, Tolstoi, Katherine Mansfield, Salvador Elizondo, Anais Nin, Kafka, Susan Sontag, Gil de Biedma, Pessoa, Virginia Woolf, José Donoso, Jules Renard y André Gide son algunos de los autores de esa pequeña colección. Mi biblioteca de diarios íntimos crece a razón de dos libros por mes, más o menos; libros que leo desordenadamente, nunca de un tirón, jugando a veces a que funcionan como un oráculo: leo cinco o seis entradas distintas correspondientes a un mismo día —por ejemplo, al 17 de octubre— y finjo que aquello tiene algún sentido adivinatorio.

*

Hace poco más de un año volví a vivir a la Ciudad de México después de pasar tres años en Montreal. Mi biblioteca, o lo que quedaba de ella, estaba repartida, sobre todo, en dos sitios: unas cajas de cartón en un departamento de mi mamá, al sur de la ciudad, y un par de libreros llenos que le dejé encargados a un amigo, en la Colonia Roma.

Mi amigo perdió su casa en el terremoto del 19 de septiembre de 2017. Los libros —suyos y míos— cayeron al piso junto con fragmentos de muro, trozos de yeso y vidrios rotos. Mi amigo logró rescatar la biblioteca y se los llevó a otro departamento, en la colonia Narvarte, donde yo pasé a buscar mis ejemplares con un par de maletas grandes a finales del año pasado.

Mi biblioteca, ahora, convive con la biblioteca de Ana, mi pareja, que es hija de exiliados argentinos que huyeron a México por la dictadura militar. Nuestra biblioteca está organizada por orden alfabético de apellido del autor, sin distinción de géneros. Empieza en los libreros de la sala, que son los más grandes, continúa en el estudio, y el final del abecedario está en el pasillo, frente a la puerta del departamento. El orden alfabético traza un recorrido desde el ventanal hasta la puerta, siguiendo el sentido de las corrientes de aire.

Esa convivencia más o menos azarosa de nuestros libros ha reunido mi historia y la de mi familia con la de ella y los suyos. Nuestra biblioteca común es resultado de mudanzas, exilios, viajes y anécdotas que pasan por México, España, Argentina, Chile, Suiza y Quebec. No son muchos libros, pero entre todos, de alguna manera, dibujan una genealogía: la nuestra.

A veces Ana me cuenta el origen de uno de sus libros —las obras completas de Borges que su abuelo compró por entregas con el periódico, por ejemplo—. Otras veces le cuento yo la historia de esa primera edición que Raúl Zurita me dedicó hace años, durante un invierno santiaguino. Y así nos vamos leyendo, y nos conocemos más a fondo por la intermediación de los libros que tenemos o tuvimos.

 

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