El olor de los claveles
Un cuento de Alejandra Costamagna
Viernes 30 de abril de 2021
Tomamos uno de los relatos de la edición argentina de Imposible salir de la tierra, de la escritora chilena, gentileza de Aniosluz Editora.
Por Alejandra Costamagna. Foto de Gonzalo Donoso.
Tenía cerca de veinte años, pero no aparentaba más de dieciséis. A Gómez, de buenas a primeras, no le pareció linda. Véanla: una cicatriz en el mentón, los pómulos hundidos como calavera, el pelo negro colgando desparejo, la mirada perdida, como de alguien con miopía pero sin anteojos, y un cuerpo chiquito, de aspecto anoréxico. Gómez la conoció —la vio, más bien, aquel único día— de manera casual. Él manejaba su escarabajo por la Alameda, cerca de Plaza Italia, cuando la niña se atravesó con su bicicleta. Si el hombre no pega un frenazo, la aplasta ahí mismo. No está claro si fue la bocina del escarabajo o el patinazo de las ruedas contra el pavimento o el alboroto natural de la ciudad a las siete y media de la tarde, pero de pronto la escena se volvió ensordecedora. La niña reaccionó con agilidad y desvió la bicicleta hacia un costado. Ahí se paró, temblorosa, jadeando como un perro. Gómez apagó el motor y se estacionó unos metros más allá.
«¡Puto!», la escuchó gritar mientras se bajaba del auto. Caminó hasta la bicicleta y le aclaró que él no era ningún puto.
—¡Bruto! Le dije bruto, no puto —precisó la niña, con el mismo tono rabioso.
—Ah —estuvo a punto de reír, pero se contuvo—. Admita que usted también fue bastante bruta. Casi se tiró debajo de las ruedas, ¿no se dio cuenta?
—Bruto, bruto… —lo interrumpió ella, mirándolo con ojos de rabia.
Estaba aturdida, enajenada. Él comprendió que apenas escuchaba sus palabras.
—¿Quiere tomar un café? ¿Quiere comer algo? —exageró su amabilidad.
La niña aceptó a regañadientes. Estaba muerta de hambre, aunque trató de disimularlo. Gómez la acompañó a encadenar su bicicleta en un poste. Tuvo tiempo de mirarla mientras manipulaba el candado: no era linda. Sus movimientos aletargados y su fragilidad le provocaron, sin embargo, una inexplicable ternura y por un segundo Gómez deseó que el encuentro durara más de lo que estaba destinado a durar. Podría ser su padre. Sacó mentalmente la cuenta y descartó esa posibilidad; tendría que haber sido un padre muy precoz, se dijo.
Entraron al Pollo de Oro, un bar desaliñado en el corazón de Plaza Italia. El tono amarillento de los muros dejaba ver la grasa del ambiente. La carta no ofrecía más que café, chopps, sánguches y huevos. El mozo se acercó a tomar la orden. La niña pidió café, un vaso de agua y tres huevos a la paila; Gómez, un chopp.
—¿Come mucho huevo usted? —intentó romper el hielo.
—A veces. La otra noche llegué a comer once huevos —dijo ella, mostrando la fachada de unos dientes diminutos.
—¿Es de por acá?
—No.
—¿Trabaja por acá?
—Mmm —dijo la niña, cortante.
—Oiga, disculpe lo del auto... Yo creo que usted se atravesó, pero igual le pido disculpas, porque en este país nadie respeta a los peatones. Y menos a los ciclistas.
—Yo no soy ciclista.
—Pero andaba en bicicleta.
—¿Usted es alcohólico?
—No, ¿por qué?
—Porque va a tomar un chopp.
El mozo llegó con los pedidos y los depositó sobre la mesa con descuido. Se veía malhumorado.
—¿Cuál es su nombre?
—Libertad.
—¿Libertad? ¿Por qué? —preguntó Gómez sin pensar.
—¿Cómo por qué?
—Digo, ¿por qué le pusieron así?
—No sé.
—Pero, ¿usted nació en qué año?
—¿El ochenta? —respondió ella con tono de pregunta.
—¿Sus padres son de izquierda?
—Sí... —vaciló—. No, no tengo idea. ¿Por qué me pregunta eso?
—Porque si uno le pone Libertad a una hija será por algo —explicó Gómez con seguridad—. No será por la libertad de mercado, ¿no? —y se rió de su simple ocurrencia. De repente se sintió tan estúpido.
La muchacha no respondió. Comenzó a devorar sus huevos y él no pudo evitar mirarla con piedad, como se mira a un enfermo. Se quedaron callados un buen rato. La cabeza de Gómez se llenó de ideas vagas y arrebatadas sobre la vida de esa niña. Cualquiera podía darse cuenta de que pensaba en ella con inquietud, como si intentara memorizar su perfil, su pulso, sus gestos de adolescente. Se hubiera quedado en la misma situación, exactamente en esa postura, mirándola comer sin decir nada durante muchas horas, pero el vocerío de un vendedor interrumpió la calma. El hombre se acercaba a las mesas presentando un canasto de mimbre con claveles blancos, e intentaba persuadir a la clientela para que comprara sus flores. A Gómez le pareció que la niña le sonreía al vendedor y en seguida vio que éste le correspondía. Fue extraño lo que sintió: una mezcla de celos, envidia y tristeza. Llegó a figurarse que la muchacha le pertenecía, que la conocía desde la infancia. Que la quería, casi.
—¿Me compra un clavel, caballero? —escuchó que le hablaban—. Para su hija.
Y el vendedor apuntó a Libertad.
—Ella no es mi hija —aclaró Gómez.
—Para su novia, entonces.
—Él no es mi novio —intervino la niña.
—Bueno, para que le dé aroma a su hogar —terció el vendedor, sin dejar de mirar a la niña.
—Déjeme olerlos —dijo Gómez, y acercó la nariz al canasto.
—¡Eso no se puede! —lo frenó el hombre—. ¿Va a comprar o no va a comprar?
—¿Cómo voy a comprar un clavel sin olerlo? Yo también soy vendedor, oiga. Vendo libros. Y yo les dejo hojear los libros a los clientes antes de comprar.
—Caballero, los claveles tienen el olor de los claveles y punto —cerró el diálogo el vendedor y se alejó de la mesa.
Ahora sí Gómez estuvo seguro de que Libertad le sonreía al florista. El tipo salió del Pollo de Oro y él se quedó en el bar con la muchacha y el recelo.
—¿Lo conoce? —la interrogó.
—¿A quién?
—Al vendedor.
—Usted hace muchas preguntas. Yo no les ando contando mi vida a desconocidos.
—Disculpe, solo pregunté si conocía al vendedor de flores.
—Y yo solo dije que usted hacía muchas preguntas. —La niña tomó el vaso de agua sin apurarse, hasta vaciarlo—. No sé qué quiere conmigo.
—¿Usted está insinuando que yo...?
—Yo no estoy insinuando nada, oiga.
—Escuche, Libertad. No pretendía meterme en su vida. Si la invité a tomar un café fue para calmar sus nervios después del susto que pasó con la bicicleta, nada más.
—Muchas gracias, señor, pero sé cuidar mis nervios sola —hizo una pausa antes de cerrar el diálogo—: Ahora tengo que irme.
—Ahora tiene que irse —repitió como atontado el hombre. Otra vez no pensaba antes de hablar.
La niña se limpió la boca con una servilleta, dijo muchas gracias y se levantó de la mesa. Gómez la vio alejarse con ese movimiento amodorrado que le pareció tan íntimo. Sus ojos siguieron clavados en ella algunos minutos; la miró caminar por el pasillo, meneando suavemente las caderas, y detenerse luego en la puerta para abrochar un cordón de su zapatilla. Otra vez le entró a Gómez esa inexplicable ternura. Quiso que fuera su hija, su hermana, su amiga. Para qué nos engañamos: quiso que fuera su amante. Quiso tenerla muy cerca; esa muchacha lo había encandilado. Se levantó, pagó la cuenta en la caja y salió detrás de ella.
Ahí estaba ahora, detenida frente a un quiosco de diarios. Al poco rato apareció el hombre de los claveles. Se saludaron con un beso en la mejilla y, acto seguido, el vendedor la tomó del brazo y la llevó hasta la esquina. Gómez caminó detrás de ellos cuidando sus pasos para no ser descubierto. Quizás ella es prostituta y él es su cafiche, pensó. Los siguió unos metros. A dos cuadras del bar se juntaron con un segundo hombre, un flacuchento con la barba a medio crecer que Gómez juzgó dudoso, por decir lo menos. Son unos matones, se dijo. Después de un momento le pareció que los hombres discutían. De qué carajo podían estar hablando. Los tipos movían las manos, se agitaban, puede que se insultaran. Libertad los miraba atenta. Cada vez que intervenía en la conversación, los hombres la hacían callar de modo agresivo. La escena se prolongó unos instantes sin variaciones: los tipos discutían, ella quería intervenir, los tipos la silenciaban, ella insistía, los tipos se irritaban, y así. Es posible que la niña desobedeciera algún mandato, eso no se sabe, pero de pronto el vendedor de claveles levantó la mano y la golpeó en la cara. Libertad gritó y entonces el otro, el dudoso, la amenazó con un cuchillo.
La va a matar, pensó Gómez. Consideró la posibilidad de salir a defenderla, pero el filo de la navaja lo acobardó. Salió de su escondite en silencio y corrió hacia Plaza Italia. Alguien tiene que hacer algo, pensó, pero no se detuvo hasta llegar a su auto. Se sintió cansado, lamentó que los años y el tabaco y el alcohol ya le estuvieran pasando la cuenta. Subió al escarabajo, encendió el motor y poco a poco su cabeza fue poblándose de imágenes más precisas, hasta verse dominada por la figura de Libertad, la muchacha que no era linda, agredida por esos matones, en peligro. Gómez condujo hecho un trompo hasta el lugar donde los había visto. Al llegar, vio a la niña en el suelo: uno de los hombres la inmovilizaba mientras el otro revisaba el canasto de los claveles. Gómez recordó la escena de unas horas atrás: la bicicleta, la niña, el frenazo, el susto de haberla atropellado. Eso debía hacer. Apretó el acelerador a fondo y se fue directo con el auto hacia los matones. Pero los hombres reaccionaron a tiempo. Pasaron frente a él raudos, un par de balas volando, y se internaron en el parque. De la nada salió detrás de ellos un tercer hombre. Un tipo bien vestido, torpe, que no vio el escarabajo, que no vio nada, que solo cruzó la calle como un peatón. Desde la vereda, la niña gritó. Bruto, esta vez sí fue muy bruto. Pero el grito llegaba tarde. Había lanzado lejos al peatón; lo había hecho volar unos metros y aterrizar al otro lado de la calle.
Gómez sintió que el mundo se le venía abajo. Alcanzó a vislumbrar apenas a Libertad en su fuga por los laberintos nocturnos del parque. No supo si lo golpeaba más la huida de la niña o el tipo abatido ahí, junto a él. Por su mente desfiló ahora el boceto de un drama: su gloria y su caída en un mismo acto. Y repentinamente, como el eco de un apuntador de teatro, en sus pensamientos se coló la voz de Libertad: usted hace muchas preguntas, yo no ando contando mi vida a desconocidos. Él sacó la voz para reclamar: si me hubiera contado su vida, a lo mejor se habría ahorrado la humillación de esos matones; si usted hubiera confiado en mí, Libertad, yo la habría defendido. Podría haberla sermoneado el resto de la tarde o de la vida, pero la cordura que aun no perdía le hizo darse cuenta de la inutilidad de sus pensamientos. Era evidente que Libertad había huido y que él, Gómez, no debía afanarse en reivindicarla, en husmear los detalles espinosos de su vida, sino en atender al peatón que yacía en el suelo, atropellado por su Volkswagen escarabajo. En el pavimento, el hombre comenzaba a levantarse.
—¿Qué hace? —gritó mientras bajaba del auto. Se abalanzó sobre el peatón y le habló con arrebato, con la urgencia de padre precoz que hubiera usado frente a Libertad—: Usted, quieto, no se le ocurra moverse. Respire hondo, no se altere. Voy a llamar a una ambulancia.
El hombre lo miró desconcertado. Parecía un extraterrestre recién depositado en la Tierra.
—¿Qué pasó exactamente? ¿Me atropellaron?
—Lo atropellé, señor. Sí, fui yo. Pero voy a responder. No soy ningún cretino.
—Me siento bien —dijo el peatón—. Es solo que no me acuerdo. Yo venía… —dudó, mientras se sacudía la ropa—. ¿De dónde venía yo? Ah, sí, venía del metro. ¿O iba al metro? ¿De dónde venía yo a esta hora? ¿Qué hora es, señor?
—Es mejor que no hable. Quédese ahí. Voy a llamar a una ambulancia. No me demoro nada, en serio. ¿Usted tiene celular?
—¿Teléfono celular? —murmuró el peatón con extrañeza, como si le hubieran preguntado dónde cocinaban perros a la cacerola.
Estaban en eso cuando un taxista se estacionó junto a ellos y preguntó qué había pasado. Gómez balbuceó algo incomprensible. El taxista fue de una amabilidad pocas veces vista: desde su celular llamó a una ambulancia y bajó del auto para ayudar al peatón. Le tomó el pulso, observó en detalle sus globos oculares y le ayudó a recordar los hechos y a recomponer gradualmente en su cabeza el accidente. Gómez miraba la escena desde afuera, ya no formaba parte de ella. Se había transformado en un peatón cualquiera, en el peatón atropellado que tenía enfrente, en alguien ajeno por completo a sí mismo y a la responsabilidad de sus actos. Sintió que lo rozaba el soplo de un miedo minúsculo, una especie de temor ancestral. Pero fue apenas un destello, porque de golpe una imagen blanca lo llevó a perder la vista.
Ni siquiera el ruido de la sirena lo arrancó de ese estado. Cuando llegó la ambulancia, el taxista y el peatón conversaban casi con normalidad, pero Gómez seguía lejos, en otro mundo. En algún minuto percibió que alguien tomaba sus datos. David Nibaldo Gómez Sepúlveda, se oyó decir. Y de pronto se le ocurrió que alguien comandaba sus palabras; alguien que era y no era él: 8.109.157-3. Las Amapolas 5320, Ñuñoa. Vendedor, 40años, soltero. Gómez quiso decir algo más, preguntar por la niña, saber quéhabíapasado con la bicicleta encadenada en un poste, averiguar si los matones eran sus cafiches o sus cómplices, si Libertad estaba en peligro o le gustaba ese trato con los desconocidos. Pero apenas alcanzó a pestañear y ya acomodaban al peatón en una camilla para subirlo a la ambulancia. Desde su asiento, a punto de partir, el taxista le habló con tono autoritario:
—¡Usted no se mueva de acá, señor! —le ordenó—. Los carabineros van a llegar en cualquier minuto. Tiene que declarar, usted…
Y las palabras del hombre fueron ahogadas por el sonido de la sirena perdiéndose hacia el oriente.
Otra vez estaba solo. No sabía qué hacer: si esperar la llegada de los carabineros o huir él también, como el par de maleantes, como la ambulancia, como el taxista, como Libertad. Miró a su alrededor y divisó el canasto de claveles blancos, abandonado en la mitad de la calle. Caminó con pasos tartamudos hasta las flores. Las recogió, se sentó en la vereda. Tuvo la sensación de que recuperaba la claridad. Sacó del doble fondo del canasto una de las ocho bolsitas selladas y la abrió. Por curiosidad. Vio cómo el polvo caía del envoltorio y acababa derramado sobre sus piernas. Siempre fue un poco torpe, ahora qué más daba. Se sacudió el pantalón con las manos y volvió a acomodarse en la vereda. Mientras la penumbra iba borrando las siluetas del parque, se echó a esperar, y entonces recordó con total nitidez a la muchacha que no era linda, que comía huevos, que podría ser su hija si él hubiera sido un padre precoz, que podría haber sido su amante, que lo había encandilado esa tarde.
Estuvo así varios minutos, véanlo ustedes: solitario, cabizbajo, pensando en la niña que había dejado escapar. Hasta que al oír el murmullo de una sirena acercándose como imantada por él hacia Plaza Italia, se llevó una flor a la nariz. Y sí, el vendedor teníarazón: estos claveles olían igual que todos los claveles.