El murciélago
Un cuento de Gustavo Ferreyra
Jueves 30 de enero de 2020
Editorial Dualidad acaba de zarpar con El perdón, libro de cuentos del escritor argentino nacido en Buenos Aires en 1963.
Alfredo comía silenciosamente. Solo sus cubiertos, cada tanto, golpeaban un poco el plato, y el ruido agudo, aunque débil, se escuchaba con nitidez y le provocaba un cierto desagrado; no podía evitar, sin embargo, que sus cubiertos —sobre todo su cuchillo— fueran más lejos que lo que establecían sus deseos. A un costado suyo, en perpendicular a él, Marta comía tan calladamente que ni siquiera producía el más leve ruido de cubiertos. Alfredo, tal como era su costumbre en los últimos años, no la había mirado. Aún le costaba no mirarla. Este deber, que se había impuesto a fuerza de odios inmensos, de recibir desprecio tras desprecio, no le resultaba ya penoso, pero no se había convertido todavía en un reflejo inconsciente, y se descubría de vez en cuando, bien que solo por brevísimos instantes, con la vista posada en su esposa. Él notaba que ella, por el contrario, no se hacía ningún problema por su presencia, y tanto le daba que estuviera como que no, o mirar para aquí o para allá. El hecho de que la indiferencia de su mujer fuera natural y espontánea y la suya forzada, lo atribulaba, incluso en algunos momentos lo sacaba de quicio; no por el hecho en sí, que no era más que la expresión de un sentimiento que guardaba hacia ella y frente al cual se inclinaba con resignación, sino porque pensaba que su esposa lo advertía, y que al hacerlo se sentía superior a él, en condiciones de imponerse. De alguna manera creía que solo podría recomponerse la relación si él emergía como vencedor de la imprecisa disputa que mantenían, y desde allí tendía su mano amistosa. Aunque en ocasiones se decía que la disputa casi no existía y que las cosas empezarían a deslizarse hacia una mejoría en cualquier momento sin que mediara ninguna razón especial, tal como había sucedido cuando empeoraron progresivamente sin que atinara a explicarse el porqué. Llegaba a pensar que eso podía suceder con rapidez; unas miradas, una sonrisa por una causa cualquiera que no fuera rechazada, luego —y sentía una suerte de vértigo al considerarlo— una tímida caricia que pareciera accidental, involuntaria; más no se atrevía a avanzar, dado lo distante que iría con relación a la situación actual. En esos momentos él creía que lejos estaban de una disputa, y que a lo sumo los separaba un problema, pero que era este tan indeterminado que, a los fines concretos, lo mismo valía que se lo tomase como inexistente; por lo tanto la solución, si así se podía llamar, estaba sencillamente al alcance de la mano y solo bastaba con decidirse y tomarla, aunque debía aguardar la circunstancia adecuada y hacerlo con el tino y la prudencia necesarios. Empero estos pensamientos no le habían servido como guía para la acción y jamás en los últimos años había intentado una amabilidad, sino que por el contrario solo había actuado, por lo menos en su presencia, de manera de demostrarle que ella no le importaba un ápice.
Alfredo comía maquinalmente. La comida era de su agrado, sin embargo casi no se daba cuenta de que le gustaba; masticaba con regularidad y rapidez, si bien en realidad no quería que la cena terminase pronto. Tomaba agua a grandes sorbos. Únicamente en estos instantes a veces echaba sobre su mujer una mirada adrede, quizás porque gracias al vaso se consideraba a cubierto. No veía más que imprecisamente, aunque lo suficiente como para confirmar lo que imaginaba: su esposa comía con absoluta tranquilidad y desenvoltura. Le dolía pero ya no la puteaba para sí como antes. Depositaba el vaso en la mesa con alguna firmeza y la mente se le ponía en blanco, inerme frente a la situación. Seguía comiendo con esa energía nerviosa que no lograba controlar por completo. Cuando Marta estiraba una mano para tomar alguna cosa, él no podía evitar seguir el brazo con la vista, con una curiosidad irresistible, como si ese movimiento y el objeto que tomara le fueran a revelar el tipo de vida que llevaba su mujer, el secreto de sus actividades, tal vez de sus amores. Él intentaba que a su mujer le sucediera otro tanto, y cuando iba a asir algo distante —en ocasiones incluso se levantaba de la silla— pasaba el brazo lo más cerca posible de su rostro. Pero era en vano.
Por la ventana abierta del comedor entraba, apenas perceptible, una brisa cálida. Se oía una radio lejana, en la que habían sintonizado música folklórica. Del otro lado del pozo del edificio Alfredo podía ver, a través de la ventana, un rincón del cuarto del vecino. Llegaba a distinguir la puerta de una placar pintado de rosa y la parte superior de un ventilador que iba y venía. Dada la distancia no escuchaba el ruido del motor; no obstante se dio a imaginarlo. Por un momento se pensó en esa habitación. Era otra persona y no conocía a Marta; más joven y tirado en la cama con las piernas abiertas dejaba que el aire del ventilador lo refrescara. Luego volvió a hundirse en su plato, en el calor. Estaba transpirado; las vértebras cervicales le dolían un poco. Cuando nuevamente levantó la vista creyó ver que un murciélago cruzaba por delante de la ventana. No eran raros y en una oportunidad había ingresado uno en el departamento. Él lo había tenido que echar; asqueado, sintiendo pánico de que se le echara encima, lo había corrido con un trapo, disimulando sus sentimientos, intentando hacer creer que no tenía miedo ni aprensión. Sin embargo, ahora deseó que hubiese entrado; él habría visto en ese murciélago un aliado.
El pollo escaseaba en su plato. Pese a que, como le sucedía siempre durante las comidas, se sentía incómodo, no quería que la cena terminase. Guardaba con respecto a las comidas una esperanza; el cuidado que ponía en sus transcursos para impedir que sus ojos se depositaran en ella le hacía creer que eran los momentos en que había mayores probabilidades de que sucediese algo. La tensión que él sufría mientras comían le desagradaba, a veces lo abrumaba, pero cuando, levantándose de la silla, se disipaba, no sentía sino desilusión.
Al finalizar la cena Alfredo eructó sordamente. Le satisfacía eructar con moderación; probablemente porque quería creer que al ser una manifestación espontánea de su cuerpo atravesaba las defensas perceptivas de su esposa. Marta movió la cabeza con brusquedad y Alfredo se volvió para observarla, ilusionado con haberla molestado, hasta llegó a esbozar un rictus de sonrisa; no obstante se había equivocado, había sido uno de sus movimientos para acomodarse el pelo que le caía sobre la cara. Tenía un cabello lacio, castaño, que le caía casi hasta los hombros y que le invadía la cara con facilidad. A Alfredo le parecía que en ocasiones ella se escondía detrás del pelo, para luego emerger a través de un corto y firme ademán de la cabeza; entonces él supo encontrarse con unos ojos vidriosos, en los que se reflejaba un odio frío; daba la impresión de que el objeto de su odio hubiera muerto. Pero ya hacía tiempo que no se encontraba con sus ojos.
Se levantó sin convicción, como si estuviera abstraído en algún asunto o si hubiera olvidado de comer algo. Se dirigió al baño y se entregó al lavado de los dientes. Esta costumbre de lavarse la boca inmediatamente después de comer, y de la que ya no podía prescindir, le había sido impuesta por Marta, verdad que no imperiosamente, sino a través de ciertas artimañas: no permitiendo que la besara antes de haberlo hecho, aun cuando no lo hiciera con enojo y por el contrario lo hiciera con una vaga amabilidad coqueta, o hablando mal de los que "andaban con los pedazos de comida entre los dientes". Cuando hubo terminado de cepillarse —y lo hacía con tal vigor que las encías le sangraban abundantemente—, se miró en el espejo. Hacía tiempo que no se miraba con detenimiento y se quedó como obnubilado por un rato; la fijeza de su mirada hizo que su imagen en el espejo se fuera nublando, diluyéndose poco a poco hasta convertirse en una borrosa máscara. Cerró los ojos y parpadeó un par de veces, recuperando una clara visión. Su rostro no le decía nada. No acertaba a pensar en nada. Afuera las chicharras cantaban ahora casi con furia. La persistencia del sonido era agobiante, solo cada tanto apenas si hesitaba, caía en un ínfimo bache e inmediatamente recomenzaba, siempre en la misma larga y monótona y chirriante nota. Permaneció aún un tiempo más parado frente al espejo. Creía descubrir, a pesar de la vaguedad de su recuerdo sobre sí mismo, que tenía ahora los ojos más saltones. ¿Era posible? En realidad no llegaba a constituir un problema para él; no más que en parte su atención se ocupaba de esto, todavía obnubilada, anegada por el calor y la música de los insectos. En el baño pequeño y cerrado la temperatura parecía ser más alta, sin embargo no estaba a disgusto. Se amodorraba un poco y la cabeza se le aletargaba en una suerte de ausencia que, por lo menos, no le desagradaba. Esforzándose algo, volvió a preguntarse: ¿tendré los ojos más saltones? Pero lo que observaba, comparado con las imágenes que mal que bien guardaba, no le servía para inclinarse ni en un sentido ni en otro. El asunto no le interesaba mayormente y se diluyó, desapareció de su mente, sin que atinara a contestarse.
Se dirigió al dormitorio. Allí, como hacía todos los días, se acomodó frente al escritorio y se puso a ordenar papeles. Entre media y una hora la pasaba simulando que se preparaba para el trabajo del día siguiente. Aparentaba hacerlo concienzudamente, intentando dejar transparentar que muchas cosas importantes dependían de su minuciosidad. De vez en cuando anotaba algo con letra prolija y lo observaba detenidamente, tal si fuera el veredicto de un jurado y no quisiera que por distracción figurara culpable en donde debía decir inocente. En ocasiones leía algo, un texto corto que andaba entre los papeles y que encontraba al azar, cuya lectura le llevaba un largo lapso; las más de las veces al terminar le era imposible establecer sobre qué versaba el escrito. En realidad el tiempo que permanecía en el escritorio no era sino una sutil y sorda tortura, a la que se resignaba por el rechazo que sentía a estar en la cama cuando su esposa se introducía en ella. No faltaron las oportunidades en las que —hastiado de montar los papeles de una forma y de otra, de girar constantemente en torno de las dos o tres cositas, casi sin importancia, que había agendado para el día siguiente— se había quedado absorto, con la vista perdida y la cabeza vacía, vencido por un aburrimiento más fuerte que su voluntad de simular; incluso había sido sorprendido por su mujer en esta actitud, y se ponía tan violento que parecía un colegial pescado en falta; embarazo que se reprochaba luego agriamente ya que se decía que bien podía estar reconcentrado en un grave problema a dilucidar; mas sus reproches de nada le servían para la posterior ocasión.
Cuando su mujer se hubo acostado y la respiración profunda le indicó que ya se había dormido, se levantó y fue a ponerse el pijama. Abrió el portafolios que usaba para ir al trabajo y extrajo de allí un libro; con él se dirigió a la cama. Lo dejó en la mesita de luz y se acostó. Bien cubierto por la sábana —no menos que en invierno con las frazadas—, de costado y de espaldas a ella, permaneció inmóvil por unos momentos, como si considerara algo. Luego se puso boca arriba y casi inmediatamente echó una mirada sobre su esposa. Ella dormía siempre dándole la espalda, y ni siquiera dormida cambiaba de posición. El cuerpo de su mujer, puesto así de costado, le hacía pensar en una cordillera. Por unos instantes volvió la vista hacia el escritorio, temeroso de haber olvidado algún pequeño asunto que tenía que hacer allí, a pesar de los largos minutos en que se estuvo sentado frente a él sin gran cosa para hacer más que pensar; aunque probablemente por esto mismo era que desconfiaba. Pero nada le vino a la mente y retornó a mirar a su esposa. La miraba con un interés reconcentrado y melancólico, bien que, absolutamente informe, indefinido. Se acercó un poco a ella. Dormía profundamente. Muy despacio fue aproximando una mano a su cuerpo, deslizándola entre las sábanas. La detuvo a poco de tocarla. Se acercó otro poco, girando hacia ella. Avanzó la otra mano y dio casi en acariciarla, siguiendo el contorno de la espalda a escasos milímetros de la delgada tela del camisón, a veces apenas rozándola. Llegó hasta la cintura y se detuvo. Dudó. Estaba algo tenso; la mano, si bien ínfimamente, le temblaba. La subió y la bajó por la espalda aun en un par de ocasiones, siempre sin tocarla; y en la última oportunidad la bajó, verdad que escasamente, por debajo de la cintura de ella. De inmediato la retiró, como si temiera que un antiguo reflejo lo traicionara. Se dejó caer nuevamente boca arriba y se restregó los ojos. Por un rato se quedó con los ojos cerrados. Estiró luego una pierna hacia su mujer pero enseguida la retrajo y se quedó quieto. Estas caricias que no llegaban a ser tales eran ya casi una costumbre arraigada en él, en la que —por mucho que se ponía nervioso y que trataba de erradicarla de sí— se sentía cada vez más confiado.
Todavía no tenía sueño. Hacía años que le costaba conciliarlo, más aún en las noches de calor. La sábana se le pegaba al cuerpo transpirado. La piel del pecho le picaba en algunos lugares, aunque la picazón se le corría en cuanto se daba a rascarse. Afuera las chicharras seguían cantando, pero él ya no las escuchaba. Tomó el libro que había dejado sobre la mesita de luz y, después de mirar por unos momentos la tapa, se entregó con ciertas dubitaciones a la lectura. Empero, a poco que encontró unos versos que le agradaron se fue entusiasmando. No era poesía contemporánea, y el autor —ya muerto, creía, hacía años— había mezclado unos poemas meditabundos, oscuros, con otros más claros y románticos; estos eran los que le atraían. En el transcurso de la lectura empezó a murmurar los versos para sí, y el efecto de su voz, un poco silbante pero firme, hacía que las palabras le parecieran más emocionantes. Escuchaba su voz casi como si fuera la de otro, y leía al ritmo que hubiera creído adecuado de estarse dirigiendo a otra persona, tal si estuviera leyendo en voz alta en el colegio para ser calificado por la profesora; y extrañamente, al someterse a las normas que supuestamente regirían la correcta lectura, disfrutaba más que cuando leía en silencio y a su mero capricho. De manera vaga intuyó que se debía a que de esa forma, oralmente, no podía escaparse de los versos, y que estos se hacían implacables y no dejaban resquicio para ser pensados o tamizados o, de algún modo, rechazados. Poco a poco fue subiendo el volumen de su voz, aunque no en demasía. Las palabras le sonaban así aún más gratas y definitivas. Miró a su mujer. No temía despertarla, ya que no hablaba tan fuerte como para que ello sucediera, y por el contrario, se le ocurrió que esos versos podían llegarle al inconsciente y hacer variar su conducta, incluso a pesar de ella. Se acercó a Marta y bajando la voz, quizás impostándola algo, siguió leyendo. Deseaba contenerse e impedir que en su lectura se trasluciese un sentimiento amable o devoto, pero no lo lograba y en ciertas palabras el énfasis puesto traicionaba una leve emoción; a la que no podía evitar en razón de que verdaderamente creía estar influyendo en su mujer, y la esperanza —que en el fondo de sí consideraba descabellada— de que esos versos cambiasen su carácter y sus sentimientos hacia él en alguna medida lo desbordaba. Le leyó a su esposa dormida dos o tres poesías y se detuvo. De repente había cruzado por su cabeza la idea de que lo que hacía podía ser tonto e inútil. Y puesto a pensar temió también que ella, de una u otra forma, se enterara de su lectura, tal vez a causa del recuerdo que aun dormida se formara en su mente. Se quedó mirando las letras de molde, las que paulatinamente perdían nitidez. Dudaba, pero ni siquiera llegaba a plantearse el problema con claridad y el desgano lo iba ganando. Era la primera vez que le leía algo mientras ella dormía, y de alguna manera, muy incierta, se decía que debía ser la última. Vinieron a su pensamiento unas palabras que le habían sido dirigidas por su hermana el día anterior con relación a Marta, en las que creía percibir, tras el infaltable reproche, un mensaje enigmático y alentador que no llegaba a descifrar. Su pensamiento se deslizó y recordó unos insultos muy hirientes que él le había espetado a su hermana cuando eran chicos; luego una escena en la que era increpado por un amigo de sus padres por haberle tirado a ella del cabello; él, todavía con los pelos en la mano, había negado enfáticamente haberlo hecho. Por un largo rato vio, como si fuese una fotografía, su mano de pequeño con los pelos adheridos, que incluso enarbolaba estúpidamente. Después se durmió.
Al día siguiente, al despertarse, Alfredo descubrió el libro a su lado. Se asustó. Pensó que no sería difícil que ella —quien se levantaba antes y ya se había marchado— hubiera sospechado lo sucedido. Por unos segundos se hundió en la desesperación. Arrojó el libro sobre la mesa de luz y se levantó. Iba a ir al baño, pero se arrepintió. Se quedó parado, mirando la cama. Rápidamente su temor de haber sido descubierto se desvanecía y era reemplazado por un sentimiento opuesto. Volvió a tomar el libro mientras se decía que no había razón para que ella sospechase nada. Posiblemente ni siquiera había advertido que era un libro de poesía, y aunque lo hubiese hecho ¿de dónde sacaría que él le había leído unos versos? Guardó nuevamente el libro en su valija de trabajo y, más tranquilo, se dirigió al baño.
Cuando orinaba se le ocurrió una posibilidad todavía más optimista; complacido, pensó que su mujer, al ver el libro de poesía, pudo atribuir su romanticismo a un hecho que tal vez no dejara de sorprenderla: estaba por fin enamorado de otra mujer. Como le sucedía a veces apretó el botón a destiempo, prematuramente, y tuvo que forzarse a terminar de orinar antes de que el agua dejase de correr.