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Ficción argentina

Después del oso

Un cuento de Santiago Craig

Animales (Factotum) es el nuevo libro del autor de Las tormentas y 27 maneras de enamorarse.

Por Santiago Craig.

 

Antes del oso, en el pueblo no había pasado nada. Lo pusieron en el escudo. Había una cascada y un cielo azul entre laureles, una cabaña de troncos con humo saliendo de la chimenea. La vida en un gesto elemental: el bosque y el hombre conviviendo en ese runrún de líquidos y vapores. Nada. Podía ser el escudo del pueblo o de cualquier otra parte. Cuando el escudo era aquello, antes del oso, había una cita en latín grabada en la base para hacerlo particular y trascendente: Tempus fugit.

Ahora, los chicos en la escuela dibujan el cuerpo gordo encorvado y mezclan témperas para lograr el “rojo oso”. Un poco de bermellón, un poco de amarillo ocre, apenas de negro. En ningún grado de ninguna de las tres escuelas hubo nunca dos osos pintados que fueran iguales. Se puede notar cuando están todos exhibidos en la plaza, pegados en los paneles, asándose al sol de enero, cuando son las fiestas. Debajo de las telas extendidas, dispuestos en los senderos concéntricos de gramilla que confluyen en la estatua central. El prócer sentado en su sillón de piedra. Ni a caballo, ni con lanza, ni señalando el cielo: tan de acá el prócer. Con las manos apoyadas en los muslos duros, con los ojos vacíos, con su nombre mundano, Adolfo, no dio sombra, en todos estos años, a un oso igual al otro entre todos esos dibujos infantiles.

A los chicos se les cuenta que el oso llegó de noche, pero la verdad, nadie sabe. Para fijar una leyenda, hay que enhebrar episodios precisos; hay que inventar escenas que puedan pintarse con témpera desde los cuatro años.

Hay tres puntos centrales en la historia. En el primero, se cuenta que hubo un pedido exótico: el gobernador de Misiones armaba un zoológico privado y quería sumar a su colección un oso pardo. Ya habían llevado hasta su quinta flamencos rosados, tucanes y monos. Era un secreto a medias. La gente lo dejaba hacer porque el tipo era simpático, daba trabajo, no mostraba gestos crueles. Él o su padre o su hermano eran como los montes o los árboles: con diferencias imperceptibles, habían estado ahí siempre. Esa primera escena se dibuja poco, no es fundamental, sirve más bien como una excusa periférica. El punto de partida, un personaje que se borra enseguida, un modo de asentar en la leyenda el exceso en el que incurren, buenos o malos, los poderosos. De poder nombrar un hombre, un tiempo, un cargo, un capricho.

El segundo episodio concentra la tensión y el milagro. Trasladaban al oso en una camioneta, adentro de una jaula, cubierto con una lona. Le habían hecho a la lona unos huecos para que el oso no se sofocara, porque era enero y el viaje, largo. Iba tranquilo el animal, resignado, sin bufidos, suelto. Los choferes le habían puesto en broma Natalio porque ese era el nombre del gobernador. Se cuenta que le hablaban a Natalio, que le decían sus vidas planas de trabajadores. En vez de conversar entre ellos, los choferes usaban a Natalio. Como un chico tonto lo usaban, para opinar explicando, para dar detalles didácticos. Hablaban de sus esposas, de sus jefes, de lo duro que resultaba andar y desandar caminos descansando apenas, sin margen para el vicio serio o el recreo. Hablaban de las noches enteras que veían solos sin contar, de las lunas amarillas, de las mujeres que trabajaban al borde de los camiones. Y el oso, nada. Una presencia palpitante, al fondo de la camioneta.

Hasta que, en un lugar cualquiera que ahora es un templo, dijo “acá” y se paró el motor.

En algunas versiones, se desinflan de golpe y juntas las cuatro ruedas; en otras, la camioneta, autónoma, dobla y se deja caer suave en una zanja. Lo cierto es que frena justo ahí, en el pueblo, no en otra parte. Lo cierto es que, desde entonces, nuestro pueblo es el lugar en el que el oso habla.

Durante un tiempo, en las escuelas empezó a plantearse el “acá” como una exageración probable. Podía ser que los choferes hubieran escuchado mal, que el oso hubiera gruñido como cualquier oso y, en ese sonido, ellos hubieran agregado algo más. Ellos o los que se fueron pasando de uno en uno la leyenda. Hacía falta esa gracia, esa distinción. Un oso que habló y que indicó con precisión, que hizo lo necesario para ordenar, para decir lo que debía ser y que lo entendieran. Para que no prosperara un exceso de racionalidad, se indicó por ley municipal a las escuelas una versión oficial que dejaba en claro que el oso, en efecto, había dicho esa única palabra.

Por eso, en los dibujos de este pasaje, que son la mayoría, de los osos distintos, sale siempre un globo o una nube con esas tres letras enmarcadas en signos admirativos: ¡acá!

Los choferes se asustan al principio, se miran entre sí, se consultan. ¿El oso habló? ¿El oso hizo que la camioneta se caiga, se rompa, se detenga? Después, se recomponen: claro que no habló, claro que fue un accidente. Detrás de la lona, el oso está bien y tranquilo. Lo vuelven a tapar, se las apañan para seguir. Consiguen ayuda. Cuando vuelven a subir, lo escuchan de nuevo: “¡Acá!”, dice el oso, y el coche no avanza. Revisan al animal y el motor: no hay nada extraño. En algunos relatos, la acción se repite, como en todos los cuentos clásicos, tres veces idéntica con los mismos resultados. Deciden probar otras cosas y entonces, como pueden, apoyan en el suelo la jaula de Natalio.

Con ese movimiento, la camioneta arranca, los hombres, si quisieran, podrían seguir su camino. Pero, cuando devuelven la jaula a la camioneta reparada, se descompone otra vez: insiste en la avería. Es inútil. Es evidente.

La gente llega y se agolpa. No muchos, aunque casi todos. Los que en ese tiempo eran el pueblo. Sucede el milagro y empieza la tercera escena.

El oso se para en sus patas traseras, sale erguido de su jaula, así camina hasta lo que parece un punto cualquiera en el campo y, como un buda, cruzando las piernas, apoyando las garras en los muslos, impasible, se sienta. Nadie se acerca, pasa un rato y crece el viento, se arma una tormenta sin nubes, sin agua. De todos los árboles, que entonces eran muchos, bajan pájaros y lo rodean. Se quedan ahí, mirándolo. El oso no hace nada. Los pájaros, todos juntos, sincronizan un canto. La gente que está en el lugar, en el momento, decide que ese canto es perfecto y luminoso, que es una voz divina.

Algunos dibujos representan el sonido con un aura amarilla, otros ponen en el cielo pintado de celeste o púrpura vocales colgando como guirnaldas.

Con el tiempo, el oso murió y levantaron el templo. Todos los veranos, vuelven los pájaros, hacen sus ruidos, llenan las cornisas y los marcos de las ventanas, de los portales. A su canto el pueblo responde con la tradición y pregunta:

“¿Por qué se sentó el oso acá?”

“¿Por qué se sentó el oso acá?”

“¿Por qué se sentó el oso acá?”

Tres veces, como en las fábulas, en los conjuros, en los cuentos infantiles.

Con hocicos de cartapesta, con túnicas pardas y garras armadas con pezuñas de chancho, todos le damos forma al silencio más mudo del año y nos llevamos colgada de algún lado, como una medalla invisible, una respuesta. Con eso vivimos, hasta el próximo verano. Sabemos que, antes del oso, teníamos un pueblo sin templo y sin fiesta, un escudo insulso, una cita en latín; no teníamos nada.

 

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