Después del malón
Un cuento de Osvaldo Baigorria
Martes 25 de setiembre de 2018
"Es mi mujer. Por ahí en alguna época fue mi hija pero ya no", dice el anciano Ñancu sobre la cautiva que espera, encadenada y cubierta de tierra, por sus tres liberadoras. Tomado de Indiada, libro de cuentos que acaba de aparecer en la colección de Blatt y Ríos, el último de sus elementos.
Por Osvaldo Baigorria.
Eran tres. Dejaron a su paso el polvo de la carretera colgado del aire. La que iba adelante manejaba sola, las otras dos llevaban cada una a un muchacho en el asiento trasero.
Detuvieron las máquinas frente a la última choza. La jefa bajó primero y abrió la puerta de una patada.
—Ah, son ustedes, chicas –el anciano Ñancul se levantó del catre restregándose los ojos cubiertos de legañas–. Pasen, pasen. ¿Quieren que les prepare un mate o prefieren café?
—No es hora de cortesías, viejo de mierda. A usted también lo vamos a saquear.
—¿A mí también? ¿Y a quién más han saqueado, si se puede saber?
—Al pueblo entero. A ver si aprenden de una vez a ver la realidad.
—Ah, muchacha. Y yo que te crié en mis brazos. Qué diría tu padre si se levantara de la tumba.
Las tres se rieron del chiste.
—Cómo se pierden las tradiciones de la tribu –suspiró Ñancul–. Así, los huincas siempre van a terminar triunfando y acabarán con todos nosotros.
—Cállese –ordenó la jefa y le hizo señas a las otras dos para que revisaran la choza. Los borceguíes golpearon fuerte al piso de madera y el ambiente se llenó de olor a cuero. Dieron vuelta cajones, tumbaron armarios decrépitos, rompieron vasijas de barro y rasgaron pantalones sucios.
—Llévense lo que quieran. No tengo mucho –dijo Ñancul–. Voy a preparar un mate entretanto.
—No se mueva –gritó la jefa, desenrollando un látigo que hizo restallar en el aire–. Amárrenlo al catre.
Lo ataron de muñecas y tobillos, echándolo boca abajo sobre el colchón.
—Si no encontramos nada de valor, vamos a romper todo lo que haya bajo este techo –dijo una que tenía los brazos tatuados con huesos del santo de la muerte.
—Adelante, pues –murmuró Ñancul torciendo la boca a un costado–. A mi edad las posesiones no tienen la menor importancia.
—Prenderemos fuego a la casa y a usted lo dejaremos amarrado acá adentro –dijo la otra, una que tenía tres ojos, con el tercero entre ceja y ceja.
—No hacen falta las amarras. No le tengo miedo al fuego.
—Acá está lo que buscaba –interrumpió la jefa, descubriendo una cortina grasienta tras la que se ocultaba una joven con la piel cubierta por una costra de tierra, el cabello largo enmarañado, sin ropa alguna y con una cadena alrededor de un tobillo.
La jefa se acercó al anciano y le levantó la cabeza tirándole de los pocos pelos que tenía en la nuca.
—Este va a ser el mejor castigo para usted, viejo choto. Nos llevamos a su hija retardada.
—¿Esa? No tiene ningún valor para mí. Está llena de ponzoña. Es peor que una víbora. Y además no es mi hija. Es mi mujer. Por ahí en alguna época fue mi hija pero ya no.
—Viejo sucio –gritó la jefa, volviendo a desenrollar el látigo para cubrir de golpes al cuerpo inmóvil de Ñancul, hasta que su brazo se desplomó de cansancio.
—No hay caso. El viejo está embrujado. Ni sangre le sale.
Ñancul volvió la cara a un costado y habló bajo, como con fatiga:
—A mi edad uno queda seco por dentro. Hagan de mí lo que quieran.
—Vámonos de una vez –sugirió la de los brazos tatuados–. Nada se puede hacer con este jovato, excepto matarlo. Y habría que ver cómo. ¿Quemamos la choza?
—Primero llevémonos a la retardada –propuso la del tercer ojo, acercándose a la muchacha para examinar el candado que ceñía los eslabones en torno al tobillo–. Oiga, ¿dónde tiene la llave?
—Si me desatan se las doy. Está en un lugar al que sólo puedo llegar con las manos libres. Soy de fiar, chicas. No me tengan miedo.
Le cortaron las sogas de pies y manos. Ñancul metió un brazo bajo su pantalón para hurgar algo en la raya del culo. Con esfuerzo sacó una llave casi tan larga como un pie de la encadenada. Antes de entregarla dijo:
—Esperen que la lave un poco. Vean, yo no tengo inconveniente en que se la lleven, pero ¿están seguras de lo que van a hacer? Con sinceridad, no se las recomiendo. Ella…
No lo dejaron terminar. Arrancaron la fétida llave de sus manos y lo enviaron al suelo de un empujón. La jefa abrió el candado temblando de asco y al aflojar la cadena se quedó por un instante mirando fascinada el tobillo marcado en rojo.
—Bueno, ahora estás libre –le dijo–. Sin cadenas. Te venís con nosotros y dejás a este viejo inmundo para siempre.
Ella no le dio tiempo a levantar sus rodillas del suelo. Se enroscó y dio un salto rápido para hincarle los dientes en el cuello. Luego retrocedió a un costado con la misma velocidad y saltó sobre la del tercer ojo, que al intentar cubrirse fue mordida en el antebrazo. La última observó la escena paralizada por la sorpresa y cuando al fin trató de escapar, la mordiente se desplegó para alcanzarla hasta dejar la marca de sus incisivos en una pantorrilla.
Las tres llegaron a la puerta tambaleándose, apretando con los dedos las heridas que de inmediato se volvieron violetas. Sólo la de los brazos tatuados, última en ser mordida, alcanzó a pedalear la máquina con fuerza suficiente para hacerla arrancar. Pero no llegó lejos, volcó a los pocos metros. Mientras las dos primeras se retorcían en el suelo junto a la entrada, en el interior el anciano Ñancul se levantó despacio, recogió la cadena, y acercándose a la joven de nuevo enroscada la acarició con suavidad. Volvió a poner la cadena alrededor del tobillo y cerró el candado. Sabía que el veneno era fatal entre los treinta y los sesenta segundos, y se acercó a la puerta a corroborarlo. Luego saludó a los dos muchachos que habían llegado en los asientos traseros y que se quedaron fumando a un costado de la ruta, alucinados. Les dijo:
—¿Quieren que les prepare un mate o prefieren café?
Los muchachos, impresionados por la escena, habían empezado a llorar. Ñancul los interrumpió a los gritos, acusándolos de ser unos débiles que si lloraban mucho se iban a derretir. Y entonces quién lo iba a ayudar a sacar los cadáveres de la puerta de su casa. A los gritos les frenó el llanto y ellos se animaron.
Por suerte no eran llorones de raza, sólo mestizos. Tomaron mate y también café, se recobraron de la tristeza de haber perdido a sus mujeres, ayudaron a Ñancul a enterrar los cadáveres, se hicieron amigos de la chica enroscada, descubrieron que podía hablar y les contó que era descendiente de una princesa de las pampas que había intentado la unión de los sexos y los pueblos originarios y migrantes del siglo XIX. Y se enamoraron locamente de ella. Se pusieron de novios, la convencieron de que no que era tan peligrosa como para quedarse encadenada a voluntad ni tampoco lo merecía, y después empezaron a vivir todos juntos felices en la choza.
Bueno, todos es un decir, porque al anciano Ñancul le dio un ataque al corazón por miedo a ser envenenado mientras dormía cuando vio a su ex cautiva suelta. Así que los dos muchachos y la chica terminaron heredando la choza que refaccionaron hasta convertirla en un hermoso castillo, museo indígena y restaurant étnico al que le pusieron el nombre nativo de Mamul Nurú, la Casa del Bosque Celestial. Allí ahora reciben turistas y parece que les va bien.