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Contar la historia para vivir

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"Quizás el misterio más grande de la vida y en consecuencia de la literatura sea la relación entre madres e hijas": compartimos la presentación de Cecilia Fanti del nuevo libro de Natalia Moret, El año en que debía morir. 

Por Ceclia Fanti.

 

 

 

Apenas terminé el libro de Natalia Moret sentí que era el libro que a mí me habría gustado escribir sobre la muerte de mi propia madre. Lo sentí admirada por el viaje en el que me había proyectado durante los cuarenta y dos capítulos de El año en que debía morir. Cuarenta y dos son los capítulos del libro y cuarenta y dos son los años que cumple la protagonista ese año, el que estaba destinado a ser el último en la tierra, de este lado. O, en definitiva, el año en el que la narradora cruza un umbral, el de la edad que su madre tenía cuando murió de un cáncer fulminante de pulmón.

El  año en que debía morir coincide, además, con el año de la peste. 2020, un año teñido de personas que mueren como moscas por un virus desconocido y estrictamente social, invisible, mortal. Pero como no es cuestión de tentar al diablo, la narradora se previene y se muda con su familia -un marido y dos hijas- al medio del campo donde, dice, “comprendí que el tiempo del campo es el tiempo de las estaciones y la muerte solo la transición de una cosa a la otra. Una transformación desapegada, una parada en la que se bajan algunos para que suban otros”. Es decir, la muerte predestinada y fatal no puede ser extraña, extranjera, externa. La muerte proyectada viene de la madre, de un modo casi hamletiano, aunque este es el fantasma que, en lugar de corporizarse, se le escapa. La protagonista lo persigue para poder atraparlo, retenerlo, domesticarlo. Y acá, cuando digo fantasma bien podría decir misterio.

Quizás el misterio más grande de la vida y en consecuencia de la literatura sea la relación entre madres e hijas. Pero El año en que debía morir abarca y se expande hacia el linaje femenino de la familia: hay una abuela, una madre, está la narradora y también sus hijas. De esas cuatro generaciones viene también un misterio, un punto ciego -la memoria que en él habita y desde el que se proyecta- que la protagonista se propone recuperar a partir de la escritura de este libro. Es decir, a partir de una decisión y una dificultad, la de narrar; que la escritura encarne en texto, es decir se vuelva tejido, trama, ilumine aunque sea de maneras inesperadas. Dice la narradora: “Si lo que quiero escribir se me escapa, tal vez pueda escribir lo que no quiero. Escribir lo que no quiero, releer, encontrar lo que no sabía que buscaba: hallo en este método un bastón para mi escritura fallida. Cobra fuerza en mi mente un contrasentido muy convincente: si soy capaz de escribir otra cosa, podré escribir, y en lo escrito descubrir el texto”.

Joan Didion, autora que la protagonista de la novela lee y cita, comienza uno de sus textos más conocidos “The white album” con la siguiente frase: “Nos contamos historias a nosotros mismos para vivir”. Y vivir es intentar explicarnos el mundo, lo conocido pero también explorar lo desconocido. Cuando un amigo le pregunta para qué escribe, la protagonista de El año en que debía morir responde: “Dije que no estaba segura. Para pensar, supongo. No mentí. En general, creo que escribo para eso, para llegar a algún conocimiento de mí misma” . Escribe y se lee, va y viene en la lectura de su propio texto. Con la curiosidad de Hansel o de Gretel sigue las pistas. Con la sagacidad -y el cálculo y la inteligencia- de un detective y una escritura que hiende, perfora y penetra como un bisturí, investiga las pistas para responder, en mi opinión, las preguntas más vitales que nos atraviesan desde la primera infancia hasta nuestros últimos días: ¿Quién soy? ¿Dónde está mi mamá? ¿Me voy a morir? ¿Hay alguien ahí?

El año en que debía morir es un texto que podríamos encuadrar en la “autoficción” o “narrativa del yo” pero con la estructura y el ritmo de un policial. De la historia familiar, dice la narradora, le gusta su costado de terror. Es decir esa porción que no se explica con las leyes de la realidad, pero que se cuela y contamina y avanza. Y la protagonista, como un héroe trágico, víctima y dueña de su propia hybris pero con un aparente destino ya fijado, tiene la destreza de avanzar por ese terreno de tinieblas con la obligación de acercarse para reconocer. Entrenar el tacto para primero explorar, después refutar y luego comprender: En el libro hay una abuela excepcional que es la némesis de la narradora durante la primera mitad de la novela. Una anciana casi salida de una novela gótica: dura, gris, sin pasiones y con un rigor propio de una vida atravesada por la guerra, el abandono, las privaciones, las responsabilidades. Curiosamente, los lectores sentimos por esta abuela una empatía y cierta comprensión que en la narradora es, al principio, profundo rechazo. Y también miedo: “me fui de casa para que no me matara” dice. Sin embargo, en la medida en que la narradora relee su historia, la desnuda: en cada capítulo hay casi una lucha trabajosa cuerpo a cuerpo, de la narradora consigo misma, de la narradora con su madre, de la narradora con su abuela, de la narradora con sus hijas. Y cada batalla le deja una insignia de lucidez que ilumina la trama familiar para que encarne (ahora que lo pienso la narradora es casi como Harry Potter, pero su superpoder es la escritura que desnuda y vence a la oscuridad). 

Hace un momento utilicé la palabra “trabajosa”  porque hay aquí otra de las claves de la novela, las mujeres en este libro hacen cosas. Cuando piensa en su madre, dice “cada vez que pienso en ella la veo separada de mí. En movimiento. Yo la miro, pero ella no me mira. Ella hace”. 

La narradora también está en movimiento: cocina medialunas, junta cachivaches, chatarra que pretende arreglar para darle alguna nueva vida dudosa e incluso inocente. Incluso fuma para hacer algo. Sin embargo, ella es la primera mujer que puede, pese a las dificultades e interrupciones de sus propios quehaceres -la maternidad como el principal- detenerse y observar: escribir -juntar las palabras para armar la trama-. Contar la historia para vivir, para encontrar a los demás, rearmarlos, soltarlos y poder finalmente buscarse a sí misma.

“El estilo es algo que se padece” dice la narradora citando a Abelardo Castillo. De ser así, qué suerte que Natalia Moret padeció este texto, y nos entregó esta novela familiar honesta, inteligente y precisa donde al final del camino, el fantasma terrorífico al que nos enfrentamos, como en los mejores episodios de Scooby Doo, no era más que un disfraz: solo teníamos que lograr ahuyentar el miedo, atraparlo, y, una vez desenmascarado, seguir avanzando solos, en la llanura y en la noche.

 

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