Cómo escribir sin obstáculos
Un cuento de Francisco Cascallares
Martes 21 de agosto de 2018
"Aparentemente una paloma se había roto el cuello contra mi ventana. Estaría yendo libremente a donde la llevaba el instinto cuando de golpe rebotó con violencia, artificialmente, de un momento al otro. Habrá sentido la dirección de su vuelo invertirse sobre sí misma, de un modo totalmente inesperado, y, cayendo, que algo había salido muy mal". Uno de los cuentos de Un mundo exacto, novedad de Marciana.
Por Francisco Cascallares.
“Gracias por comprar mi libro Cómo escribir sin obstáculos, mejorar su vida y ganar más de $ 100.000 al año”, estaba leyendo, “una inversión que cambiará el resto de su vida para siempre”, cuando un golpe retumbó contra el ventanal. Una sombra, un aleteo, nada más. Me agarré del libro, del sofá, me desperté de repente de algo que no era dormir. Cuando el departamento volvió a quedar en silencio, fui a examinar el vidrio pero no encontré pistas. Aparentemente una paloma se había roto el cuello contra mi ventana. Estaría yendo libremente a donde la llevaba el instinto cuando de golpe rebotó con violencia, artificialmente, de un momento al otro. Habrá sentido la dirección de su vuelo invertirse sobre sí misma, de un modo totalmente inesperado, y, cayendo, que algo había salido muy mal, pero qué. Aunque estuviera acostado en el sofá, sentí por algunos segundos su caída libre de varios pisos por el exterior del edificio. Y un momento después, perdí el hilo de la idea, me abandonó el interés, y volví al libro. La paloma se fue como tantas otras cosas de esa época de mi vida, sin dejar residuos de que alguna vez estuvo.
“Como ve, este sueño ya está empezando a hacerse realidad. Con haber abierto este libro, usted ya se encuentra un paso más cerca de lo que jamás estuvo. ¿Está listo para el siguiente?”
Cerré el libro y contemplé la tapa durante un rato, sopesando la pregunta. Su propuesta me seguía haciendo ciclos en la cabeza. Cómo escribir sin obstáculos.
Nunca había escuchado una sola palabra sobre Oswald Key, pero supuse que si lo habían traducido entonces debía tratarse de un gurú. La cartulina de la portada era gruesa, laminada en mate, y un ángulo de la solapa me pinchó la yema del dedo cuando me enteré de que Oswald Key daba conferencias en todo el mundo y que en vez de escribir sus propias obras asistía a productores, guionistas y directores en series y películas que hasta acá veíamos. La contratapa estaba ocupada por mensajes que animaban a atreverse, de gente del ambiente que lo había hecho o tenía planeado hacerlo. Era confuso, tantos mensajes a la vez; el libro parecía un escenario de entusiastas, una tanda de comerciales sobre sí mismo. Por eso miré por el ventanal. Supongo. Para romper el hechizo o desbandar los pensamientos. De cualquier modo, eso hice. No había nubes, el cielo estaba pintado con un baldazo celeste de Photoshop. Bostecé. A la altura de mi piso, no se veían casas, solamente el día azul, hondo, brillante. Un avión contaminaba despacio el cielo. Laura no había venido ese día, ni el anterior, estaba preparando algún parcial u otro. Todavía no la empezaba a extrañar. Ella dedicaba continuamente una enorme cantidad de energía a rendir parciales; eran infinitos, me resultaba incomprensible. Como el ventanal a la paloma, me dije, y después me aclaré que no eran exactamente lo mismo. Mis padres ya se habían puesto de acuerdo entre ellos y habían depositado el alquiler de este mes. Yo vivía con la conciencia de que al año siguiente ya no iban a seguir haciéndolo. Pero por ahora las cosas eran así, sencillas, vagamente incómodas, y también como una cuenta regresiva, con un término ni demasiado abstracto ni del todo concreto. Mientras, me dedicaba a conservar mi energía con muchísimo cuidado. Y, adentro de uno de de estos departamentos que tal vez se pudieran ver desde tan arriba, yo me preguntaba cómo era que ese libro negro había llegado hasta mi mano, cerrado ahora, el brazo casi a punto de abrir la ventana para soltarlo. Estaba decepcionado conmigo mismo.
La cuestión que quería entender era qué había tenido en la cabeza en el momento de comprarlo. No tenía energías para pensar en nada más, ni siquiera para tirarlo por la ventana. Por qué había renunciado a la última novela de Shizuo Watanabe, si había esperado casi cuatro meses la traducción, y al fin y al cabo era el único libro que quería leer. Qué cosas estaban haciendo con el mundo que estaba perfectamente preparado para cambiarme las convicciones tan cerca del final. Esa tapa que conocía de la versión en inglés por internet, mitad celeste hondísimo, mitad verde fresco, ni una sola nube y una única persona de espalda con sombrero de Laurel y Hardy, me había perseguido todo este tiempo como una imagen que me quedaba de alguna otra vida. Un mundo exacto de Watanabe era un objeto más compacto, más curioso, mucho más duradero, y el que originalmente me había llamado a entrar en la Casa del Sol. Algo en ese cambio de convicción me había dejado inquieto. Sobre todo, insatisfecho. Como si con Watanabe solamente hubiese tratado de tapar una hondura, un pozo profundísimo pero no muy ancho, pero con el cambio de idea solamente hubiese logrado abrirlo más. Volví a pensar en la paloma kamikaze. La imaginé aleteando en el suelo, del lado de afuera, sin poder darse vuelta, con el cuello partido, puro reflejo que le quedaba. No pude resolver desde dónde habría venido volando. Desde donde fuera, el lugar sería profundo como este pozo.
La cuestión, me dije, era que en algún lugar de la laguna de la conciencia, hundido más allá que Un mundo exacto de Watanabe, estaba el deseo sencillo de escribir sin obstáculos, mejorar mi vida y ganar lo suficiente como para poder dedicarme de verdad. Y cuanto antes, mejor. Ahora que me había enfriado desde la compra, este libro no me producía ningún deseo de leerlo. Solamente desasosiego. Ya lo poseía, y eso me dejaba una sola alternativa: anhelar el otro, pensar que este era un error. Lo dejé cerrado en el sofá y fui a revisar la heladera porque estaba más o menos seguro de que había alguna cosa sustanciosa para cocinar. Y en ese momento se me antojaba algo para tapar el vacío repentino en el estómago. Ese hambre me había llegado por sorpresa. No sé si era hambre, pero era una necesidad de llenarme. Justo cuando pasé con esa idea por al lado del teléfono, empezó a vibrar.
Lo miré con un poco de fastidio. No sabía por qué, no tenía ganas de hablar con Laura ni con ninguno de mis padres en ese momento. Levanté el celular y seguí camino a la cocina. Era algo vivo que me hacía cosquillas en la mano. Me olvidé de por qué iba a la cocina y acepté la llamada. Hubo un momento de espera. Sostuve el aparato entre el hombro y la quijada. Del otro lado de la línea, una mujer terminaba una conversación nerviosa, pero no llegué a entenderle las palabras. Un momento después, en un tono de voz diferente, la mujer me hizo una pregunta.
—¿Hablo con el señor... Nicolás Almenábar?
—Sí.
Era una llamada comercial. Sospeché. ¿Qué iban a querer: mi plata o mis datos? Pero ya tenían mis datos. Todo el mundo tiene tus datos en un planeta como este.
—Buenos días, señor. Mi nombre es Natalia —la voz de Natalia era eficiente y profesional—. Soy la jefa de Atención Especial de Librerías Casa del Sol.
—¿Qué tal, Natalia? —abrí la heladera porque estaba en la cocina. Un colchón agradable de aire frío me recibió. Tenía hambre.
—Bien, muy bien, gracias, señor. ¿Y usted?
—Bien, gracias.
Con la primera ojeada, descubrí dos porrones de cerveza, manteca, cebollas de verdeo, un pomo de ketchup robado de una panchería.
—Por cuestiones de confidencialidad —interrumpió—, ¿me puede confirmar su documento, señor Almenábar?
Decidí que no iba a hacerlo pero al final se lo dicté. No sé cómo hacen. Era correcto, me aseguró. El mismo que tenían ingresado.
—¿Lo llamo en nombre de Librerías Casa del Sol? —se adelantó con el tono a la verdadera pregunta, que no terminó formulando como una pregunta—. Necesitaría saber si hoy, a las dos cero ocho de la tarde, llevó de la sucursal Florida un libro... Cómo escribir sin obstáculos... autor Oswald Key... ISBN 978-987-1917-11-2, Editorial Pelagon... y abonó con tarjeta de crédito número treinta y seis, cincuenta y cuatro, dieciocho, treinta y dos...
La dejé hablar. Estaba seguro de que había pagado el libro. Incluso había intercambiado un chiste con la cajera. A la cajera le faltaba un diente. Todavía recordaba el chiste. Tenía un testigo en caso de necesidad. Sólo cuando terminó con el rollo le dije que sí. Me di cuenta de que me había quedado quieto con el tomate en la mano. Ya no lo quería. No sé en qué había estado pensando. Un tomate, con el hambre que tenía. Así no iba a tapar este pozo.
—¿Algún problema? —busqué dónde apoyarlo. En la mesa del aparador no quedaba lugar.
—Hubo un error.
—Un error —dije. Me había quedado probando la blandura del tomate como si fuera una pelota de tenis.
—Verá. Según nuestras constancias, usted debería haber llevado otro libro. No este. El libro que usted debería haber llevado es Un mundo exacto... autor Chit...uo... Watanabe. ISBN 978-987-42-8102-9
En vez de preguntarle cómo podían saber, dije “Shizuo”. Era más fácil.
—¿Disculpe?
—Shizuo. Shizuo Watanabe.
—Chitzuo. Disculpe. Déjeme corregirlo en el sistema. ¿Cómo dice que se deletrea?
Cerré los ojos. Respiré hondo. Le dicté la información que necesitaba, letra por letra, tratando de no pensar demasiado en lo que estaba pasando. Saqué una de las cervezas, dejé el tomate. No era momento para tomates.
—Bueno, por lo visto hubo un problema, señor Almenábar. Créame que estas cosas no suelen suceder. ¿Se confundió de libro?
—No, no me confundí de libro...
—Es lo que figura en el sistema. Almenábar, Nicolás. Un mundo exacto, por Chitzuo Watanabe. Cantidad: 1. Stock: 12 disponibles. La cuestión es que llevó otro libro en vez de este. ¿Hubo algún —suspendió un instante su frase— inconveniente? ¿Ocurrió algo?
Por supuesto, no tenía una respuesta. Iba a hablarle de palomas que se rompían el cuello, de convicciones descartables, del ayuno como medio para ahorrar con pensiones demasiado exactas. Que el sistema lo asimilara como quisiera. El problema no era mío. Pero no esperó a que le respondiera.
—El libro, supongo, todavía estará en buenas condiciones. ¿Ya lo empezó a leer?
—Apenas la introducción.
Hubo un silencio reprobatorio. Uno a veces sueña con silencios como ese.
—Qué raro. Si no es el libro que quería —tipeó algo para sí misma, no pude imaginarme qué—. En fin. La encuadernación estará intacta.
Miré el lomo. Dos marcas como venas lo recorrían. Más como dos capilares.
—Este tipo de cosas no suele pasar. Tenemos un sistema muy completo.
Quise decirle que ya me había dicho eso, pero siguió.
—Pero no puedo decirle que nunca veamos casos como este. Cuando es así, pedimos disculpas y hacemos una excepción. De cualquier manera, estamos preparados para brindar a nuestros clientes un cien por ciento de satisfacción. Eso es muy importante para la empresa. Claro que para eso necesito hacerle unas preguntas. Espero que no le molesten.
—No, claro —me interrumpí—. Cuántas preguntas.
La mujer contó fuera del tubo pero la escuché igual.
—Depende de cómo responda, pero el cuestionario básico es de... —contó en voz baja—. Seis preguntas. De cualquier modo, no nos van a llevar más de un par de minutos.
—Y bueno.
—Antes de empezar, quiero recordarle que nuestra conversación quedará grabada para preservar su seguridad. Usted deberá autorizarme previamente a realizarle este cuestionario. Al hacerlo, estará en la obligación de proporcionarnos datos reales. En cualquier momento, puede elegir no responder alguna de estas preguntas. Sin embargo, al hacer uso de este derecho nos vemos en la obligación de dar por terminado este servicio. Yo deberé colgar y el cambio de su compra quedará cancelado. Bien, señor Almenábar, ¿tengo su autorización para comenzar con las preguntas?
—Un par de minutos nada más, ¿no?
—Sí. Aproximadamente. El tiempo exacto depende de cuánto le lleve responderlas.
—La autorizo, sí. Empecemos.
—¿Nombre completo?
—¿Es en chiste? —ella no respondió. Sólo hizo silencio. Entendí que tenía que quedar grabado en la conversación–. Nicolás Almenábar.
—Gracias.
—Con acento en la a del medio.
—Gracias.
—Por las dudas.
—¿DNI?
Se lo dije.
—¿Usted es plenamente libre de elegir el material que compra en Librerías Casa del Sol? —la mujer estaba leyendo de algún papel o se había memorizado la lista. De cualquier modo, no había ninguna emoción en su voz.
—¿Qué quiere decir?
—Lo que dice la pregunta. Si usted es plenamente libre.
—Nadie me obliga a comprar lo que compro.
—Un sí o un no son las respuestas preferibles, Almenábar.
—Sí.
—Bien. ¿Es usted mayor de edad?
—Tengo veintitrés años.
Escuché un tecleo rápido.
Hizo un silencio. Me estaba esperando.
—Disculpe. Sí.
—Muy bien. ¿Tiene antecedentes penales?
Miré a la nada, tratando de enfocar hacia dónde estaba llevándome esa representante.
—¿Prefiere no contestar?
—No.
—¿Prefiere no contestar o prefiere no usar su derecho a no contestar?
—No tengo antecedentes penales.
—Bien. Espéreme un momento, por favor.
Tecleó más información.
—¿Ha adquirido libros en otras librerías en los últimos seis meses? —todo este asunto se me estaba empezando a hacer largo. Tanto problema para cambiar un libro me estaba sacando las ganas de devolver este. Me pregunté si no sería mejor ir yo mismo a cambiarlo a la librería. Pero estaba perdiendo la voluntad y ya había perdido la cuenta de las preguntas.
—Por supuesto.
—¿Cuáles?
—Muchos. Qué sé yo.
—¿Cuáles, señor Almenábar?
Miré la biblioteca y le nombré los primeros tres títulos.
—¿Dónde los adquirió?
—No recuerdo. Es muy complicado.
—Entonces no puedo ingresarlos.
—Entonces no los ingrese.
—Voy a ingresar que usted no adquirió ningún libro en los últimos seis meses.
—Compré al menos quince libros.
—Solo me dijo tres. No recuerda dónde los compró.
—Problema de ustedes.
—Como desee. Pero no puedo ingresar datos incompletos. El sistema no lo permite.
No dije nada, y tecleó lo que quiso.
—¿Listo? ¿Ya están las preguntas?
—Solamente un par más, señor Almenábar. ¿Cómo ha llegado a Librerías Casa del Sol? —enumeró—: ¿Por recomendación de amigo, familiar o conocido? ¿Aviso en diario o revista? ¿Folleto? ¿Nuestro sitio web? ¿Otro sitio web? ¿Otra opción? —habló rápido; ambos queríamos dejar esto atrás cuanto antes para volver a nuestras vidas.
—Trabajo cerca, conozco el local.
—Por favor, elija una de las opciones de arriba primero. ¿Le leo la lista de nuevo?
—No, deje. Otro.
—¿Otro sitio web?
—Otro. La opción otro. La última, creo.
—Bien. Otro —tecleó la respuesta—. Y finalmente, ¿usted es terrorista, o tiene lazos con individuos u organizaciones terroristas?
—Discúlpeme, pero me está tomando el pelo o qué.
—Le aseguro que no, señor. Un sí o no bastan. Y esta es la última pregunta del formulario.
—No veo ningún tipo de relevancia entre…
—No necesita verla, señor Almenábar. Nuestro sistema es muy complejo. Me llevaría días explicárselo, y usted necesitaría ser un técnico para entenderlo. Le soy sincera —se rió apenas—. Ni siquiera yo entiendo del todo. Pero funciona. Detecta los casos, los soluciona. Yo simplemente soy una operadora que ingresa los datos, y todos aquí trabajamos para que su satisfacción esté asegurada.
—No. No soy terrorista ni tengo lazos con ninguna organización terrorista.
—Muchas gracias. Le vuelvo a recordar que, al contestar a todas las preguntas, usted gana el derecho a participar en un sorteo mensual por una orden de compra en Librerías Casa del Sol.
—¿Me vuelve a recordar?
—¿Disculpe?
—Así dijo usted. Que me vuelve a recordar, pero no me había dicho nada de un concurso.
—Se lo dije antes de empezar el cuestionario.
—No, no me lo dijo.
—No se acordará, señor.
—No, estoy seguro de que no me habló sobre un sorteo.
La mujer suspiró. Era inquebrantable.
—Señor: se lo dije. El procedimiento es siempre el mismo, y la información sobre el sorteo viene al principio. Yo simplemente sigo los pasos que me muestra la pantalla y no hay manera de saltearme ninguno de ellos.
Ya estaba harto de esta mujer, de su librería, de todo.
—¿Va a encontrarse en su domicilio durante el día?
—Sí. Voy a estar acá.
—Le puedo enviar una moto de dos a cuatro o de cuatro a seis, como prefiera.
—De dos a cuatro, mejor.
La mujer tecleó, me dio las gracias por mi tiempo, colgó.
Dejé caer el teléfono en alguna parte. Estaba agotado. Tal vez porque los sábados pierdo la noción del tiempo, o porque no podía sacarme de la cabeza a la paloma con el cuello roto.
El porrón estaba olvidado en la mesa del aparador, al lado del tomate. Ya no quería comerme el tomate. Tomé un poco de cerveza del pico. Estaba muerta. No recordé si ya había estado destapada en la heladera. Si no, cuánto tiempo había pasado para que perdiera el gas que le quedaba.
Me tiré en el sofá a hojear un poco el libro que en cualquier momento iba a dejar de ser mío, pero no podía dejar de pensar en el hambre.
Dos horas después, sonó el timbre. Bajé, intercambié con un motoquero mi libro por un paquete, firmé un formulario sin leerlo y subí. En el ascensor traté de recordar el nombre de la representante de Casa del Sol pero no lo conseguí. Tampoco podía imaginarme su cara, si es que tenía una. Entonces pensé en el motoquero, y tampoco recordé la suya, ni siquiera estaba seguro de si me había atendido con el casco puesto al darme el paquete. Me entretuve pensando en esas cosas y,en cuanto llegué a mi piso con el paquete aún cerrado, me olvidé de todo aquello para siempre, como si lo hubiera dejado caer en un pozo. Me acurruqué en el sofá a ver qué pasaba con el resto de ese sábado.
Arranqué el papel obra marrón y ahí estaba el libro de Watanabe. La tapa de la versión en castellano era distinta a la que yo había visto. Un trabajo bastante mediocre, el título espejado con un efecto demasiado básico y desprolijo para que pareciera reflejado sobre agua.
De alguna manera me obligué a empezar a leerlo, pero no me enganchó de entrada como sus otras novelas. No era culpa de Watanabe: no podía sacarme de la cabeza el hambre, la insatisfacción, la sospecha nueva, vieja, de que en realidad habría debido quedarme con el otro libro.
El almohadón empezó a sonar como un teléfono. Lo levanté, y ahí estaba mi celular. No recordaba haberlo dejado debajo de un almohadón.
—¿Qué hacías? —me preguntó Laura.
—Nada. Trataba de leer.
Pero pensaba en palomas. Al final se lo dije.
—Palomas... —me dijo divertida—. ¿Palomas de plaza llenas de piojos o palomas blancas?
—En realidad, palomas con el cuello roto.
—Ah, bueno. ¿Te agarro en un mal momento?
Hablamos un rato más. No supe por qué no andaba con ganas de verla. No lo sabía. Tenía un hambre incómodo, la cerveza muerta me había dejado lento, y lo único que quería era recuperar las ganas de leerme de un tirón la novela de Watanabe. Pero sin esperanzas, porque el libro errado era, sin duda, este. Todo el tiempo anhelaba la tapa de la otra versión, la que había previsto; habría sido más fácil leer la novela con una imagen como aquella en la portada, para estudiar de tanto en tanto en las pausas. Habría sido como mirar a través de mi propia ventana. Si lo hiciera ahora, el vidrio me revelaría un fantasma de mí mismo, siempre enfrentado a mí, con un cielo azul de fondo y el parque verde de las palomas roñosas. El fantasma podía estar de este lado de la ventana o del otro, cómo iba a saberlo. Lo único que sospechaba era que teníamos un obstáculo enorme por delante, y que era inminente, se venía acercando a toda velocidad.
No me acuerdo de qué hablamos, pero de a poco todo eso también se fue quedando atrás.