Anatomía de un cuento
Por Fernanda Trías
Jueves 04 de febrero de 2021
Compartimos un cuento de No soñarás flores (Paisanita Editora), de la autora uruguaya nacida en Montevideo en 1976, quien también publicó las novelas Cuaderno para un solo ojo (2002), La azotea (2001), La ciudad invencible (2013) y Mugre rosa (2020). No soñarás flores es su primer libro de cuentos y fue nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez.
Por Fernanda Trías.
Encuentro a Anna de espaldas en la cocina, descalza, el pelo mojado, las piernas imposibles de broncear bajo el borde deshilachado de su camiseta blanca. Sólo tres pisos por escalera y ya estoy agitada, quiero decirle, pero no lo hago. Ella no se mueve al oír la puerta. De espaldas me escucha pasar la llave y apoyar las bolsas sobre la mesa. Se inclina hacia la ventana, mueve un poco la cortina y a medio camino vuelve a soltarla.
—No hay ni una nube en el cielo —digo.
Cuando se da vuelta veo que sostiene una naranja, no con toda la mano sino sólo con la punta de los dedos, como quien hace girar muy lento un pequeño mundo.
—¿Ves por qué no puedo vivir en este país? —dice.
Me saco el abrigo y lo cuelgo en el perchero. Estoy transpirada bajo la ropa de invierno. Abro las bolsas y voy apilando las latas de arvejas y de atún sobre la mesa. Missy se acerca y me mira desde abajo con la cola levantada, los ojos inteligentes fingiendo amor.
—No tengo nada para vos —le digo, y vuelvo a mirar a Anna, que sigue extendiendo la naranja hacia mí, como si esa fruta seca y sin brillo fuese la evidencia de algo inapelable.
Me encojo de hombros. Anna hace un ademán, un gesto mínimo con la mano ocupada, y por un segundo pienso que va a tirarme la naranja por la cabeza. Pero no, se está acercando.
—Mirá —dice—. Todo verde, todo podrido. Allá la fruta no se pudre así, ¿no te das cuenta?
Ahora sí puedo ver el moho verde que se come la mitad de la naranja; la mancha blanca en los bordes con pelitos grises, como las ventosas diminutas de una enredadera. Me inclino y le doy un beso que no llega a tocarle los labios. Ella camina despacio hasta el tacho de basura, levanta la tapa y tira la naranja que suena como un peso muerto en el fondo de la bolsa vacía.
—Recién saqué la basura —digo.
Anna acomoda la tapa sobre el tacho y vuelve. Pienso que las mañanas le caen bien. Será la cortina, el sol frío que atraviesa la tela anaranjada y nos engaña con su luz de oro.
—Ya sé lo que estás pensando —dice—. Que la mitad de esa naranja era buena y que no tengo derecho a despreciarla porque hay muchos desnutridos en África.
—Es una manera de pensar.
—Es una manera estúpida de pensar.
La luz roja de la cafetera anuncia que el café se está recalentando en la placa de metal. Es la tercera taza que se toma: «No logro activarme», dice. Entro al baño. El vapor no se disipó del todo y lo aspiro como si fuera el olor de Anna, algo que se ha desprendido de ella y que se agarra al aire en un último acto de resistencia.
—Tino tenía una reunión con Marcos —la oigo decir tras el ruido del agua que ahora corre helada sobre mis manos—. No creo que lo veamos hasta las cinco. El sábado pasado prometió que esta vez se quedaba con nosotras.
Cierro el grifo.
—Le está sacando el cuerpo a la fruta podrida —digo.
A nuestra relación, que se va derrumbando por partes como una casa mal construida. El departamento que alquilamos, en Villa Crespo, es un garaje reciclado: cada habitación lleva a la siguiente y no se puede llegar a una sin pasar por las otras. La cocina es la última, o la primera, si se la mira desde la puerta de entrada, y hay algo de la casa que se parece a nosotros. Quiero decir que nuestra vida en común todavía se sostiene en el dormitorio, se enrarece en el living, se agrieta en el comedor, donde ya nunca nos sentamos a cenar los tres, y termina de deshacerse en la cocina, con la fruta marchita, la montaña de platos sin lavar, la comida a base de latas y la heladera prácticamente vacía excepto por un pack de cerveza. Cada noche luchamos por mantener en pie ese último bastión que es nuestro dormitorio con el ritual del amor, y el ritual incluye, como una fea posdata, elegir la posición que cada uno ocupará en la cama king size. Todo un arte de la diplomacia y la negociación decidir dónde dormiremos, una decisión que depende de infinitas variables en las que «las ganas» ocupan el último lugar. Si Anna y yo reímos mucho ese día, si nos acurrucamos en el sillón leyendo nuestros libros favoritos, levantando la cabeza cada tanto para leernos los fragmentos más interesantes, entonces conviene dejar a Tino en el medio (incluso si Tino odia el medio, porque se siente «atrapado»). Si ellos tuvieron algún roce durante la cena, Anna pasa al medio; a veces yo les doy la espalda y finjo dormirme rápido para dejarlos que arreglen sus cosas en la oscuridad del cuarto sin ventanas. Pocas veces el medio me toca a mí, por lo general un viernes o un sábado, después de una noche divertida, que para nosotros significa una noche de excesos, demasiado alcohol, besos de lengua en los bares para provocar a los curiosos, tal vez pelearnos con alguien hasta que el guardia de seguridad nos eche a la calle y nosotros podamos sentirnos dueños de una libertad única, caminar tambaleándonos por las avenidas desiertas, abrazados, gritando que nadie va a imponernos sus estúpidas convenciones. Así llegamos, eufóricos, a hacer el amor torpemente en el sillón, hasta que en algún momento, rendidos por tanta torpeza y tantos malabares de tres cuerpos que sólo sirven para interponerse entre los otros dos, yo termino durmiendo en el medio.
Anna llena la taza de café y salimos de la cocina para pasar al comedor y del comedor al living, donde ella dejó un libro abierto sobre el brazo del sofá. Un plato con migas descansa sobre la mesa ratona y al verlo siento algo ominoso, como si todo el buen humor de la mañana se fuera, digerido o picoteado, en esos restos de pan. Ella se sienta, acomoda el libro sobre el muslo y me agarra las manos. «Tenemos que poner agua caliente en esa pileta», dice, y va envolviendo mis manos como vendas alrededor de la taza. Los labios se le llenaron de sangre, del calor y el olor del café nuevo, y resaltan en la piel traslúcida que a veces adquiere el tinte gris de sus venas.
*
Este es el comienzo de un cuento que nunca voy a terminar. Lo sé porque nunca termino lo que empiezo y porque tengo suficientes años como para que ese dato se haya convertido en estadística. Las primeras páginas estaban guardadas en un archivo de computadora con el nombre «Tres», aunque no tengo recuerdo de haberlas pasado de la libreta vieja. Fecha de la última modificación: veintiséis de febrero de dos mil once, poco después de mudarme de la casa de mi madre a este departamento. Busqué la libreta en la caja donde guardo los cuadernos terminados y, efectivamente, encontré ese comienzo casi idéntico, junto con los apuntes que transcribo abajo.
Lo que sé de ella:
Padre diabético, madre que nunca quiso tener hijos pero que terminó siendo eso: nada más que madre. Se divorciaron cuando ella insistió con mudarse a una comuna hippie en Vermont. Vivieron ahí seis meses. Anna recuerda poco, excepto las furiosas discusiones nocturnas. Su padre odiaba ese lugar. Un día Anna se despertó y el auto ya estaba cargado. El padre la esperaba con el motor encendido y un jugo de caja como único desayuno. Más tarde pararon en la ruta y le compró un sándwich y un helado. Los bosques de Vermont quedaban lejos ya, aunque podían verse desde la estación de servicio todo alrededor. Así lo dijo Anna (y enseguida sentí la cercanía de los bosques, la vegetación que se cerraba engullendo a la madre). Ahora el padre está internado en una clínica de Nueva Jersey. Tuvo una apoplejía debido a un pico de tensión y Anna viaja cada seis meses a verlo, a controlar que todo siga en orden. Habla de él como un «vegetal», y aunque intento imaginarlo como una planta en el jardín o al menos en una maceta, sólo logro verlo como una lechuga. A veces la veo a ella cortándolo en mil pedazos blancos y duros. Sus frases favoritas: «¡Te querés morir!» y citas de Deleuze. Algo muy lindo es que le gustan las cosas mexicanas. Pone Chavela Vargas, cuelga chiles en la cocina, tiene un dibujo chiquito de Frida Kahlo que lleva adentro de un camafeo.
Lo que sé de él:
Psiquiatra. Trabaja en un hospital, en el ala de enfermos terminales. Su trabajo consiste en ayudarlos a que se reconcilien con su vida antes de la muerte, al menos eso es lo que entendí la única vez que intentó explicarlo. Parece inútil, parece encomiable. Él abusa del alcohol, y aunque al principio me pregunté cómo un psiquiatra podía tomar así, después concluí que un psiquiatra sólo podía tomar así. Alguna vez consumió muchas drogas, y ahora sospechamos que ha vuelto a empezar. Probablemente lo haga cuando sale con sus amigos. Anna y yo no queremos preguntarle, no somos del tipo carcelario. Él se levanta a las seis y media, pasa el día con moribundos, entierra a algún expaciente y vuelve a casa a las cinco, con la misma cara con que trae el cheque a principios de mes. Toma pastillas que él mismo se receta, anfetaminas, ansiolíticos, Prozac. Las mezcla aunque sabe que no debería mezclarlas. Él mismo lo dice: «Después de los treinta, cualquier cóctel de químicos es una salvajada». Habla mucho; es bueno para los chistes porque siempre está intentando ser otro. Tiene talento para imitar acentos extranjeros: mexicano, chileno, español, incluso imita el acento de Anna. Adora la estridencia. Algunos domingos nos despertamos y él ya tiene el desayuno hecho, con huevos y mimosas. Va por la tercera cerveza, escucha música de radio en la cocina mientras prepara los platos. Después viene al living, donde nosotras intentamos despabilarnos, derrumbadas en el sofá, y dice: «¿Qué quieren, mis chicas?». No deja que nos levantemos; trae las tostadas, el kétchup, la mozzarella, los huevos revueltos y las mimosas con jugo natural. Deja la cocina toda sucia. Cuando nos quedamos solos, sin Anna, la conversación languidece. Nos resulta difícil, a él y a mí, congeniar su entusiasmo químico con mi gravedad elemental. Sin Anna de puente, nuestros mundos no se comunican.
Cómo los conocí:
Los conocí en una fiesta de fin de año, amigos de amigos. Había varios gringos, además de Anna, de esos con conciencia ecológica y amor por el tango. Si aún no estaba borracha, las tres rondas de tequila que Tino invitó hicieron el resto. Lo del tequila era por Anna y su afición a lo mexicano: celebraban seis meses juntos. Tino contó de la vez en que fue al médico porque le dolía el estómago y descubrió que tenía una mano quebrada. También tenía una úlcera, por las drogas y el alcohol. La mano ni la había sentido. Anna contó de cuando vivió en Nueva Zelanda, abrazó un koala y trabajó en los campos de manzanos. Había que arrancar manzanas de los árboles, ponerlas en un saco que cargaba en la espalda y llevarlas al tonel de lavado. Le pagaban por peso. Las podridas se descontaban del precio al final del día. Ella —dijo— era una experta recolectora. Nunca agarraba una manzana podrida, nunca le descartaron una fruta agusanada. Dijo: «Es como una meditación, algo zen». A mitad de la noche Anna me besó, casi como una broma privada para Tino, que miraba desde la barra. Nada más que eso, pero pasamos los tres días siguientes juntos, en el departamento de él. Yo sin muda de ropa, sin plata, sin nada. Miramos películas, hicimos cócteles con whisky, subimos al techo a mirar el atardecer, recostados en un pareo de playa. Cada vez que intentaba irme, Tino me convencía de algún modo. Al final me arrinconó contra la puerta y dijo: «Anna me pidió que no te dejara ir».
Tiempo que vivimos juntos: ocho meses.
Unas páginas más adelante, en la misma libreta, tachado con dos líneas diagonales y la palabra «malo» escrita en el margen, hay un fragmento de diálogo. No parece de la misma época que lo anterior, porque la letra es mucho más desprolija, a veces indescifrable, y en tinta negra en lugar de azul. Supongo que la primera línea de diálogo es de Anna. No creo que Tino estuviera en la escena y recién ahora noto cómo cada línea se torcía hacia ella. Incluso cuando intentaba hablar de Tino, algo lo empujaba fuera del relato (fuera de mí). Si Anna estuviera, si fuese parte de mi vida ahora, ella sería la primera en darse cuenta. Y sería la primera, también, en criticar ese diálogo malo. «Yo no hablo así», diría con razón. Yo le contestaría algo trillado: «Todavía estás a tiempo» o «La verdadera Anna está en ese cuento». Me empecinaría en defender el diálogo y en terminar el cuento trunco a cualquier precio, con tal de no confesarle que otra vez me he rendido.
(Aquí iría el diálogo malo. Decidí no incluirlo).
Sigue una hoja arrancada.
Sigue una hoja con anotaciones sueltas:
Ella sólo usa zapatos bajos. El Hamlet de las naranjas
podridas. ¿Dónde está el conflicto? En el fondo les gustaría
deshacerse de Tino.
Subrayado con una línea gruesa: Nunca lo harán.
*
Pasaron once meses desde que escribí el comienzo de este cuento inacabado y casi dos años desde que la relación con Dana y Valentín (así se llaman en realidad) se terminó. En el ínterin ellos se casaron. Incluso me invitaron a la fiesta, en lo que fue, sin duda, otro penoso momento de mi vida. Después de nuestra separación, civilizada y triste, Dana me mandó un solo mensaje. Apenas dos palabras: «Frida murió». O sea Missy, la que alguna vez había sido nuestra gata. No supe qué esperaba ella de mí y demoré un rato antes de enviarle una respuesta que después juzgué estúpida: «¿Cómo?». Dana nunca contestó ese mensaje, tal vez haya pensado lo mismo que yo: «Qué importa cómo. No hay motivos inevitables o injustos. Todo simplemente muere». No. Lo que pensó fue que mi respuesta era autista y fría, desconsiderada (una vez me había dicho, durante una discusión, que yo era «una heladera»; después agregó: «una heladera autista»). Lo que vio Dana en la muerte de su gata Frida: un símbolo. Lo que vio Valentín: la necesidad urgente de comprar otro gato.
Él también me contactó una vez. Dejó un mensaje en mi teléfono a las cuatro de la mañana. No sonaba borracho, pero sí exaltado, como si toda su atención estuviera puesta en mantener el control de esa olla a presión que era su mente. Que las cosas se habían arruinado por mi culpa, dijo, porque nunca lo había querido. «Yo fui una fachada para lo que ustedes tramaban a mis espaldas». No lo tomé a mal; tampoco respondí. Había vuelto a la casa de mi madre en San Fernando y pasaba el día encerrada en el viejo cuarto de mi hermano (mi madre, que a los sesenta años triunfaba como diseñadora de tejidos, había convertido el mío en taller de corte y confección). Intentaba escribir algo, una novela, un cuento, cualquier cosa. Algo que tuviera un principio y un final. A veces, cuando imprimía unas páginas que finalmente hacía picadillo en la trituradora de papel, sentía envidia de mi madre. Acababan de hacerle un reportaje para una revista extranjera y en la tapa salía ella, triunfante, posando con un poncho de lana cruda. Me llevó meses entender lo que le irritaba de mí, eso que ella llamaba «mi actitud en la vida»: que cuando decidí dedicarme a la escritura, lo primero que compré, incluso antes de la impresora, fue una trituradora de escritorio con receptáculo transparente, por donde veía aparecer las tiritas de papel como tallarines de huevo. «Es sano», le decía yo, «Hay que aprender a cortar lo que está en mal estado». No nos llevábamos bien, y cuando llegó la invitación de la boda, mi madre la deslizó por debajo de la puerta sin decir nada.
Estoy revisando la libreta, página por página. Hay frases sueltas, dibujitos, comienzos de otros cuentos igualmente truncos, pero nada más sobre «Anna» y «Tino». Uno de esos comienzos me intriga en particular: «A todos quiero decirles: no es mi hija. Quiero decirlo a los gritos, por la ventana desde donde se ven tres chimeneas plateadas, dos escaleras de incendio y un cielo gris como el aluminio de esas mismas chimeneas. Las cosas deberían ser de acero inoxidable, no de aluminio tóxico y reverberante. Pero el aluminio brilla bajo el sol, lo veo por la ventana desde la que grito —porque a nadie más podría decírselo, mucho menos a él—: No es mi hija». Esto está escrito en letra alargada y furiosa, hacia el final de la libreta, y no tengo idea de qué significa, en qué estaría pensando cuando lo escribí. La diferencia entre mi madre y yo, según mi madre, es que ella tuvo que luchar sola, con dos hijos a cuestas y menos de treinta años. No había tiempo para pensar ni para lamentarse. La verdadera diferencia entre mi madre y yo es que ella nunca dejaría afuera el diálogo malo.
*
Pasé una semana ideando una excusa para no ir al casamiento de Dana y Valentín, pero el pasado que compartíamos era demasiado grande como para que cualquier motivo sonara verosímil. Así que fui: vestido negro impecable (casi escribo «implacable»), pelo planchado, manos hechas, dedos sin rastro de cutícula. No había pensado en la mirada de los demás, los ojos piadosos de nuestros amigos al verme entrar sola —sola— al local de fiestas. Enseguida me arrepentí del vestido, parecía mortuorio; un vestido austero que lloraba sin aspavientos una muerte que era sólo mía. Me están velando, pensé, y los pocos asistentes eran esos amigos solidarios con ojos de ternero, carita simpática de animales compasivos. No hubo susurros, pero fue como si los hubiera. Los pensamientos latían, bombeaban lástima al aire rancio de transpiración y alcohol de la boda.
Dana y Valentín se alegraron de verme, y estoy segura de que la alegría fue sincera. Yo había sido un accidente, un obstáculo más en esa larga carretera que es el amor y que si se transita con cuidado, conduce al matrimonio. En realidad ellos se casaban para instalarse —con papeles en regla— en el país de ella, ese lugar aséptico y civilizado donde la fruta no se pudría demasiado rápido. Nos besamos como viejos amigos. Dana me abrazó, y creo que su abrazo duró cinco segundos más de lo que Valentín hubiera deseado.
El resto lo recuerdo en una neblina. Tengo algunas imágenes: el padre de Valentín decididamente borracho, bailando con un sombrero de telgopor parecido al de los murguistas. Su cara roja, una mano fuerte que me agarra de la cintura y me hace dar unas vueltas torpes, involuntarias, en la pista, mientras yo trato de zafarme y de volver a mi mesa. Su voz casi afónica me dice que tendríamos que vernos más, que siempre le parecí la más inteligente de todas las amigas de Valentín y Dana. «Inteligente y linda», dice, y siento o creo sentir sus dedos que se me hunden en la cintura y luego un vértigo insostenible. Alguien más me agarra de la cintura, Gabriel Cencerros, alias el Campana. Me pregunta si estoy bien, aunque se tambalea y no se detiene a escuchar mi respuesta. Quiere que tome una copa de champán. Insiste, me niego; cae una lluvia de papel picado, una serpentina se enreda en el cuello del Campana. Llegan otros amigos; bailamos en ronda. De algún modo me parece que la ronda es para mantenerme atrapada a mí, para «atajarme», pero estamos todos atrapados, cercados por las serpentinas como sogas, como hilos de seda irrompibles, la trampa de una araña.
Por fin logro salir de la pista y volver a mi asiento. Me habían asignado la mejor mesa, la de los amigos íntimos, pero yo estaba sola cuando levantaron a los novios en andas y los tiraron tres veces en el aire. El vestido de Dana se corrió y pude ver las medias blancas y brillantes que seguramente terminarían en una franja de encaje. Medias blancas sobre las piernas blancas que yo había mordido hasta dejar rojas. El resto de mis compañeros de mesa se había unido al grupo que, como un enjambre, como una cama elástica hecha de manos, empujaba a los novios hacia arriba. Estaba sola, lo recuerdo bien, porque recién entonces noté el centro de mesa, un cuenco de vidrio con frutas tan perfectas que tuve que tocarlas para comprobar que no fueran de plástico. El comienzo del cuento se me ocurrió en ese momento, y ojalá pudiera decir que ahora tengo frente a mí una frutera, alguna naranja podrida, corroída por el moho, que me permitiera justificarme, cerrar esta historia al menos dignamente.
Pero no. Sólo estoy en mi casa. Veinticuatro metros cuadrados y un único ventanal hacia el pulmón de manzana. Veo la copa de los árboles, todavía verdes, y la ropa colgada en la azotea de la casa esquinera. Miro el cielo gris, las nubes pesadas que se acercan desde el norte, y sé que otra vez lloverá sobre la ropa limpia de los vecinos. No hay fruta en mi casa. La última vez que los vi eran las tres de la mañana y alguien se había llevado el centro de mesa. Sobre la falda tengo la libreta vieja. Dice: «Anna, a contraluz en la ventana, pela una naranja con los dedos».