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Ficción hispanoamericana

Acapulco, ¿verdad?

Un cuento de Juan Villoro

"Aristóteles Ritsos nació para tener rostro y nada más. Lo conocí en Acapulco cuando éramos adolescentes y lo reconocí en el mismo sitio". Tomado de Examen extraordinario (FCE - Almadía), un relato del escritor mexicano.

Por Juan Villoro

 

 

Su cara entró al restaurante pero no su cuerpo. La frase es absurda, lo sé, y sin embargo define a un hombre que ha pasado la vida anunciando las tragedias del mundo mientras la cámara capta su hermosa nariz. Aristóteles Ritsos nació para tener rostro y nada más.

Lo conocí en Acapulco cuando éramos adolescentes y lo reconocí en el mismo sitio. A los sesenta y seis (¿sesenta y siete?) Aris representa cuarenta y cinco años conservados en formol. Al primer vistazo parece extrañamente joven; luego adviertes que ha mitigado el descolgamiento facial con cirugías. Un bisturí de calidad ha eliminado la papada, las bolsas bajo los ojos, las patas de gallo. No tiene el gesto tenso de un astronauta que reingresa a la atmósfera terrestre, tan común en los que se restiran, pero sólo luce natural en televisión. Ignoro qué porcentaje del pelo es suyo. En todo caso, el tinte castaño claro no lo favorece. Nadie le ha informado que unas cuantas canas otorgan verosimilitud. Cuatro décadas de maquillaje parecen haberlo convencido de que la biología no existe.

Para protegerse del aire acondicionado del restaurante, llevaba un blazer azul marino, de los que ya no se usan, con un escudo sobre el corazón. Desde que subió al Yate Fiesta hace casi medio siglo, asocia la elegancia con la marinería (conservo una foto en la que posa con la gorra del capitán). Se aficionó a los sacos y a los suéteres que tenían emblemas náuticos (un ancla circundada por una soga, un trasatlántico en miniatura), pero también favorecía los escudos de ciudades (Londres, París, Roma, jamás Acapulco). Aquellas prendas prometían una falsa identidad; a falta de una heráldica apropiada, la clase media fi ngía pertenecer a un club de yates o ser londinense.

A lo largo de sus décadas en la televisión Aristóteles usó un saco con el logotipo del consorcio. Supongo que eso lo define: un hombre con escudo.

Cuando me vio en el restaurante, esbozó la sonrisa neutra con que los famosos recompensan a las infi nitas personas que no pueden recordar. Quizá a causa de las cirugías, sus mejillas han dejado de formar los encantadores hoyuelos que trastornaron a una generación de bañistas del Pacífico.

Luego sus ojos castaños trataron de enfocarme. ¿Me reconocía? He llegado a los sesenta y dos sin pasar por las aventuras del peeling. Me conservo bien, de un modo natural. En otras palabras: soy una abuela elegante. Pero esto importa poco: el guapo de la relación siempre fue él. Nuestro drama en tres actos ocurrió en el sitio que en los años cincuenta del siglo pasado representaba todas las posibilidades del trópico. Un país con más de once mil kilómetros de litorales sólo tenía un destino de playa relevante: Acapulco.

Viajo más de lo que debería. Por alguna razón, no puedo resistirme a exponer los avances de la Teoría del Conflicto en la que trabajo desde hace años. He ido a tantos congresos que podría dedicar una rama de mis estudios a las tensiones generadas por el extraño hábito de presentar ponencias.

Quizá este impulso de viajar deriva de una curiosa necesidad de compensación: me gusta ir a lugares que no son Acapulco, adonde fui todos los veranos y muchas navidades. Subíamos a un coche sin aire acondicionado ni cinturones de seguridad y durante siete horas nos peleábamos en voz baja para no recibir una reprimenda paterna. Las cosas mejoraban al sentir el golpe del aire húmedo. Mi madre ofrecía cinco pesos al primero que viera el mar y yo anticipaba el placer de gastar esa fortuna en tamarindos. Al entrar a la Avenida de los Cocos me sentía feliz. Todo aquello era magnífico, pero pertenece a las irrecuperables esencias de la juventud. No siento ganas de volver ahí; siento ganas de preservar lo que no existe.

Cuando visité Río, João, carioca especializado en la Sociología de la Dependencia, me llevó a una terraza eleva da en la que descubrí que se había propuesto ligarme. Me vio de un modo “significativo” y describió la bahía como un “éxito de Dios”. Me gustó que un arrebato pasional lo llevara a abandonar el materialismo dialéctico, pero detuve la mano que me tocaba el muslo. Con todo, algo había de cierto en esa frase. El paisaje era tan majestuoso que podía convertir en creyente a un marxista, al menos durante varias caipirinhas. Recordé entonces la bahía de Acapulco antes de ser agra viada por los hoteles y los vendedores ambulantes, y me pareció más interesante que Río. No era un éxito de Dios, era un éxito de la Virgen, figura mucho más interesante que el mesías. Le hablé a João de la isla Roqueta: cerca de ahí, una virgen yacía en el fondo del mar y los feligreses la veneraban desde lanchas con suelo de vidrio.

Esa tarde sentí un confuso amor por Acapulco. Río de Janeiro se extendía ante mis ojos como una promesa sagrada, pero María es más misteriosa que Cristo.

En ocasiones, al ocuparme de la Teoría del Conflicto he abusado de las conexiones interdisciplinarias. Lo reconozco en este texto que por suerte no es una ponencia sino un desahogo. Con todo, no deseo extender mis interpretaciones al culto mariano. Me limito a comentar lo mismo que le dije al sociólogo que insistía en avanzar hacia mí con dedos de bajista de bossa nova: dos milenios de machismo han restado importancia a la madre del mártir. Mi Sermón de la Montaña (y de la caipirinha) se resumió en esta convicción: un éxito de la Virgen es mejor que un éxito de Dios. Me puse de pie y el sociólogo acarició el aire en un triste acto refl ejo. Su cara me dio lástima; era la cara de la derrota. João me veía como si México hubiera goleado a Brasil. En pleno Maracaná. Lo confieso: me dio gusto ser cabrona.

Sentí una gran fuerza interior y un sentido de pertenencia descomunal. Estaba harta de Acapulco y sabía que Río de Janeiro es más hermoso, pero encontré una forma caprichosa de defender esa ciudad como si disparara los cañones del fuerte de San Diego. Aunque los brasileños hayan inventado el jogo bonito, hay domingos en que los débiles ganan el partido. Lo dije y él sintió su masculinidad disminuida. Sí, sé mucho de futbol. Supongo que fui insoportable y me dio gusto serlo. Estaba borracha y me reconcilié con Acapulco.

Esa tarde, yo pagué la cuenta.

El padre de Aris nació en Grecia y quiso prestigiar a sus hijos con nombres de filósofos. Conocí a Sócrates en el Club de Vela y a Heráclito en el Golfi to Carabalí. Ambos hablaban con admiración del primogénito que concluía un curso de verano en California. Cuando Aristóteles se reintegró a su clan, supe que Woolworth se podía pronunciar de un modo extraordinario. A mis trece años la belleza del mundo se condensó en la nariz afilada, los ojos melancólicos, la sonrisa traviesa y el mentón partido de un muchacho capaz de mejorar la existencia con la entonación de su voz y el adecuado uso de las sílabas: no decía Bítles, sino Bidls. En su boca, el cuarteto de Liverpool era sagrado.

Algo extraño pasó en la familia Ritsos porque el cuarto hijo recibió el insólito nombre de Germán. Yo tenía entonces la edad de Julieta, pero no lo sabía. De todos modos preguntaba como ella: “¿Qué hay en un nombre?”. Germán era demasiado pequeño para participar en nuestros juegos y una indescifrable limitación adicional lo apartaba de nosotros. Había sido bautizado como si sus padres participaran en un experimento de normalidad. Lo único que lograron fue crear a un descastado. Germán Ritsos descubriría dema siado pronto los cajones donde sus hermanos escondían la mariguana. A los catorce se estrelló en una moto Yamaha y arras tró el pie derecho hasta los diecinueve, cuando entró al mar en Playa Azul, con la mirada de quien regresa al líquido amniótico. Una ola lo arrojó contra las piedras donde se partió la nuca.

En los años setenta, el ecocidio ya había avanzado bastante pero la naturaleza virgen apenas comenzaba a tener prestigio. El viaje de Germán pareció desde su origen una fuga suicida.

Morir lejos de Acapulco, en una desierta lengua de arena, ¿fue un desafío hacia una familia tan rutinaria como la mía, que sólo aceptaba un trópico posible? Lo cierto es que Germán estaba destinado a ser el hermano trágico. Lo supimos desde la adolescencia. Algo le fallaba siempre.

Su sudor olía raro, su helado se derretía antes que los nuestros.

En cambio, Aris apareció en el horizonte como un consentido de la fortuna. Me daba vergüenza verlo diez segundos seguidos. Estaba segura de que se iba a notar que me gustaban sus pestañas y la forma en que se mordía el labio al pensar en algo. Porque eso era lo más interesante: el dios del Pacífico hablaba poco, pero pensaba en algo.

Mis padres pasaron su luna de miel en Acapulco y concibieron ahí a sus cinco hijos. Obviamente jamás hablaron de esto, pero es obvio que copulaban en agosto. Mis cuatro hermanos son Tauro; yo soy Piscis porque fui sietemesina. ¿Sólo hacían el amor durante el mes en que el descanso se confundía con el tedio?

Acapulco era el santuario erótico de mis padres, pero había otros motivos para vacacionar ahí. Las estrellas de cine estrenaban sus películas en la Reseña Cinematográfica. Nunca fuimos a esas funciones en el baluarte de San Diego, anunciadas por un reflector dirigido al cielo, pero mis padres vieron a Richard Burton y Elizabeth Taylor beber martinis en el bar del hotel Mirador. Mi padre dijo una obviedad sobre los ojos violáceos de la diva y mi madre describió con tal precisión la forma en que chupaba una aceituna, y el demorado deleite con que luego se chupaba los dedos, que me convenció de que, como tantas mujeres de la época, era una intensa lesbiana que sólo se había casado por obligación (única causa para convivir con mi padre, por otro lado).

El glamour acapulqueño incluía la leyenda de Elvis Presley, que supuestamente se extravió durante unos días en la ciudad, y de Johnny Weismüller, el más célebre de los Tarzanes, que encontró ahí un exilio a la altura de su demencia. Sus empleados tenían la consigna de moverse como simios y su última voluntad fue que en su funeral no hubiera otro “discurso” que el célebre aullido con el que convocaba a los monos.

Acapulco aportaba cosmopolitismo a una época donde las largas distancias “salían ardiendo” y los chismes internacionales se transmitían por correo aéreo. Además, aliviaba a los padres de tener opciones. Y mi padre había nacido para cancelarlas. Detestaba las sorpresas y la improvisación. Era ingeniero en todos los momentos de su vida. ¡Hacía un plano de las cosas que debíamos llevar en la cajuela! Su única versatilidad se expresaba en los hoteles: en cada viaje íbamos a uno distinto. Curiosamente, los cambios de alojamiento se debían a su carácter inflexible. Se decepcionaba por igual de cualquier cuarto de alquiler. Nos hospedamos en el Papagayo, el Cano, el Mallorca, el Majestic y el Mirador hasta que consiguió un departamento en el Condominio de los Cocos.

Mis tres hermanos varones gozaban de una libertad digna de El libro de la selva. En cambio, mi hermana y yo éramos sometidas a rigurosa vigilancia. No podíamos usar bikini ni anudarnos la blusa sobre el ombligo.

Nos untaban bloqueador como si se tratara de un procedimiento médico. Nunca lo hacían al aire libre; una empleada nos cubría de crema en un cuarto del condominio. Mi madre no participaba en la tarea. Si afi rmo que temía excitarse en forma incestuosa al tocarnos, ¿toco una incómoda verdad o revelo que los estudios de género me han afectado demasiado?

Mi piel, muy blanca para el trópico, debía ser protegida tres veces al día. Odiaba abandonar la alberca para ser cubierta de crema a escondidas. Comprendí que esto se debía a razones morales cuando Heráclito llegó con una botella de salsa Búfalo en la mano que no contenía picante sino aceite de coco y lubricó la impecable espalda de Aristóteles. Aunque lo frotó con torpeza, como si desempañara un vidrio, sentí que aquello era un pecado magnífico: un escozor me inquietó la entrepierna y mi vagina se humedeció. Nada podía ser tan agradable ni perturbador como Aristóteles untado de aceite. Lo vi durante un tiempo excesivo (le conté ocho lunares) hasta que el idiota de Heráclito preguntó, como si fuera posible que yo me interesara en él:

—¿Qué? ¿Tengo moscos en la cara?

En su concepción del ser, Heráclito pensaba que la curiosidad servía para buscar moscos en la cara. Le saqué la lengua y recogí una última estampa del dios acariciado con una rudeza que yo hubiera sustituido por caricias tenues, como la brisa que secaba las gotas de agua en su piel, una piel que ya tenía el irresistible color de la canela, tan diferente a la mía, incapaz de broncearse, condenada a arder como vulgar carne de sacrificio.

Mis padres formaban parte del mismo círculo que los Ritsos. No debían tener tantas cosas en común porque rara vez se frecuentaban en la Ciudad de México, pero en Acapulco pertenecían al número de los capitalinos que mataban las horas jugando cartas y bebiendo whisky Old Parr. A la distancia, me sorprende que no trabáramos amistad con ningún acapulqueño. Nuestro mundo se dividía en capitalinos y empleados. En cambiantes terrazas, los chicos jugábamos “adivínalo con mímica” y los adultos hablaban pestes del gobierno del que se beneficiaban (mi padre como constructor de obras públicas, Stavros Ritsos como importador de materiales), pero hablaban aún peor de cualquier señal de cambio. Cuando supieron que el musical Hair se iba a representar en Acapulco, visitaron al gobernador para que impidiera el despropósito.

Mi padre no argumentaba; pronunciaba edictos que mi madre acataba con paciencia y dosis crecientes de ginebra (única bebida que detesto hasta la fecha). Nuestros mayores eran nefastos de un modo común. Yo no conocía a nadie diferente y me parecía lógico que el cuerpo fuera supervisado como un objetivo militar. Algo de eso quedó en mí para siempre. Cuando viajo con un hombre, oculto mi ropa interior. Aunque él me haya visto desnuda, me avergüenza que los calzones asomen de repente. Una vez fui de campamento con un novio y un tejón hurgó en nuestras mochilas. Mis toallas higiénicas y tres brasieres quedaron tirados por el suelo. Sentí una vergüenza animal, una vergüenza de especie. Hubiera querido que uno oso gris saliera del bosque y me devorara.

Este irracional trato con lo íntimo comenzó en Acapulco. Tomando en cuenta los códigos de vestuario de mis padres, hubiera sido ideal que vacacionáramos en Alaska, pero siem pre tomábamos la carretera al Pacífico, con los trajes de baño perfectamente doblados en la maleta, como si fueran uniformes.

Tanta disciplina sólo sirvió para que deseáramos lo opuesto. El problema es que la primera en conseguirlo fue mi hermana Lupe, tres años mayor que yo. Ella era mi vanguardia, la que “abría camino”, pero no siempre para bien. A los diecisiete años se embarazó de un pelotari.

No nos perdíamos un partido en el frontón de Acapulco. La épica de los rojos contra los azules, las ráfagas de la pelota y los lances con la cesta me parecían apasionantes. No me dejaban apostar y mi madre sólo apostó una vez, con gran fortuna. Mi padre la vio con ojos de rencilla, como si la buena suerte viniera de un vicio que hasta entonces había permanecido oculto.

Lupe nunca entendió las reglas del juego, pero se dejó cautivar por Beláustegui III, la estrella del momento. Antes de cortejar a mi hermana, el astuto Beláustegui cortejó a mis padres. Agradeció la constancia con que íbamos a verlo y nos invitó a una mariscada en la casa que compartía con otros pelotaris.

Fuimos a una parte alta de la ciudad, donde Diego Rivera había hecho un mural escultórico con mosaicos. No nos detuvimos a verlo, pero quedé con la impresión de pasar junto a los relieves de un pulpo, una serpiente marina o algo por el estilo. Sólo muchos años después supe que esa obra de arte pertenecía a las muchas cosas que mis padres ignoraron para siempre.

Como otras casas de la zona, la de Beláustegui III no estaba terminada.

Había bloques de concreto y varillas en la entrada. En el momento en que llegamos, uno de sus roomies se afanaba en recoger calcetines y latas de cerveza vacías. Esta maniobra no pudo ocultar que ahí se vivía contra el sentido del orden. Sin embargo, el caos era menos impresionante que la precariedad. Una hamaca llena de ropa hacía las veces de armario. Costaba trabajo pensar que cuatro jóvenes atletas hubieran cruzado el océano para vivir de esa manera. Beláustegui III le explicó a mis padres que mandaba todos sus ahorros al País Vasco para apoyar a su familia y para contribuir a obras de caridad del Opus Dei, en cuyas escuelas había estudiado. Esto impulsó a mis padres a subir con más entusiasmo a la azotea, auténtica sede de la reunión. Aunque las varillas despuntaban en el piso, en espera de una etapa posterior de construcción, la vista resultaba portentosa. Esa tarde el mar tenía un color azul cobalto. Comimos mariscos deliciosos y por primera vez probé el regusto del pilpil, tan perdurable como las anécdotas de esos muchachos que recorrían el mundo numerados como dinásticos faraones (Agui rre V se aseguró de que no me faltara limonada).

Beláustegui III había hablado al Condominio de los Cocos para saber cuál era la bebida preferida del ingeniero (nunca lo llamó de otro modo) y tenía lista una botella de Old Parr. Este detalle acabó por conquistar a mi padre, que incluso aceptó un comentario de uno de los pelotaris en con tra de Franco (“entiendo que ellos, por ser como son, o sea vascos, no respeten al generalísimo”, dijo en el camino de regreso con insólita tolerancia).

Al siguiente viernes de frontón, mi padre ganó apostándole a Beláustegui III. Estuvo tan absorto en el jugador vestido de blanco que subía a la pared con la soltura del Hombre Araña, que no advirtió que Aristóteles me tenía tomada de la mano. Al terminar el partido, mi padre alzó los puños en señal de triunfo y Aristóteles pronunció en mi oído una palabra rara y deliciosamente tibia:

—Tongo.

En lo que mi padre iba a cobrar sus dividendos, Aris me explicó que el partido estaba arreglado. Era obvio que Aguirre V —mi proveedor de limonada— se había dejado ganar.

La consecuencia inmediata del triunfo de Beláustegui III fue que mi padre dejó que Lupe fuera con él de discotecas. La consecuencia a mediano plazo (en la condensación temporal del verano eso signifi caba tres o cuatro días) fue que se acostaron en una playa que parecía ideada para eso, El Revolcadero, donde la bahía perdía su curva protectora y se extendía hacia un mar abierto, de olas inmensas.

A mi padre le gustaba tanto ganar al frontón, e idolatraba en tal forma al protagonista de su buena suerte, que sólo se interesó en la vida íntima de su hija cuando, meses después y ya en la Ciudad de México, ella confesó que estaba embarazada. Para entonces, Beláustegui III ya se había ido al frontón de Manila.

Esto selló mi destino más que el de Lupe. Mi hermana mayor era la descastada, pero yo aún podía salvarme. Su torpeza la transformó en el Mal Ejemplo del que debían protegerme. Pese a todo, su destino no fue nada malo. Lupe se convirtió en una formidable madre soltera y su hijo Iker (a quien mentalmente llamo Iker I), en mi sobrino favorito. El estudio nunca había sido ni sería lo suyo y tuvo la suerte de casarse con un viudo, veintiséis años mayor que ella, que la ama sin objeciones. Pero en 1970 nadie podía anticipar este desenlace ni que el camino hacia una vida satisfactoria comenzaría con las caricias propinadas por las enormes manos de un pelotari.

El siguiente viaje a Acapulco fue planeado como un operativo militar. Mi cuerpo de quince años sólo podría existir en público en compañía de mis hermanos. Por suerte, también fue el momento en que ellos descubrieron la mariguana y comenzaron a tener difi cultades para entender las coordenadas espacio-temporales. Me perdían de vista un segundo y decían: “¿ya volviste?”; me alejaba mucho rato y al verme preguntaban: “¿estás aquí?” Nunca los quise tanto como en los días en que eran incapaces de asociarme con el curso del tiempo.

Su aletargada conducta se prestaba para un destrampe que no llegó a ocurrir. Ese verano fui con Aristóteles al “lugar de los hechos”: El Revolcadero. El golpear del oleaje me hizo pensar en una embestida carnal; la naturaleza llegaba a la arena con una fuerza erótica que me asustó. No tuve miedo de ahogarme en esas aguas, tuve miedo de desmayarme en el pecho de Aris, que hasta entonces no había hecho otra cosa que acariciar mi mano.

Por lo demás, yo era mi propio alguacil. Después de varias terapias lacanianas y postlacanianas entendí los dos roles que me asignaron mis padres: ser una Nena que se convertiría en una Dama. Traté rabiosamente de romper con estos arquetipos sin lograrlo del todo. Fui una Nena rebelde y soy una Dama en crisis.

Admiro a las mujeres que dicen verdades incómodas y hacen sentir mal a sus adversarios sin el menor empacho. Yo me quedo a medio camino: digo cosas que desentonan y luego me lleva la chingada. No traiciono mis convicciones, pero al defenderlas temo ofender a los demás. Tal vez por ser sietemesina siento que me precipito; discrepo, pero a fi n de cuentas me adapto.

Obviamente, mis padres jamás me consideraron a la altura de sus códigos. Fracasé ante ellos y fracaso ante mí misma. Después de mi primer divorcio, mi madre ya me consideraba la anti-Nena, pero me faltó audacia para ser verdaderamente libre y cogerme a los cinco hombres que me faltó cogerme.

Todo empezó con Aristóteles Ritsos y los bucles accidentales que el viento formaba en su cabello. Con él descubrí el deseo y tuve miedo. Una tarde me invitó a ver la puesta de sol en Pie de la Cuesta. Llegó al Condominio de los Cocos a bordo de un jeep con toldo de tela, en franjas blancas y rosas. Un amigo suyo se hospedaba en el hotel Las Brisas, donde los clientes tenían derecho a ese vehículo. Mis padres me dejaron ir porque a la excursión también iban las gemelas Riaño, dos budines sin gracia que se sentaron en el asiento trasero, no dijeron nada en voz alta y rumiaron palabras con vocación de roedores. 

Cuando el disco de fuego rojo se hundió en el horizonte, Aris sintió la grandeza del cosmos, o tal vez sólo quiso complicarse la vida. Lo cierto es que me besó en la mejilla y con estupendas frases inconexas confesó que me quería. En aquella época protocolaria, los pretendientes se declaraban. Aris carecía de la elocuencia que lo transformaría en el envidiado y odiado dueño del horario triple A. Entonces sólo era un chico nervioso que confundía un adverbio con un adjetivo ante la sabihonda que se daba cuenta de eso. Pero me encantó su torpeza con el idioma. Mientras hablaba, advertí que incluso me gustaban sus empeines.

¿Qué vio él en mí? No era la más guapa ni la más misteriosa ni la más simpática. Hacía chistes, pero sólo para mí misma. Lo provocaba un poco y tal vez eso le gustaba. Un día jugamos a las capitales y perdió en forma vergonzosa. Consiguió un mapamundi y a los dos días ya me ganaba. Los datos le interesaban para competir. Quise someterlo a otra prueba y le pedí que me contara los piquetes de mosco. Revisó mis muslos, mis tobillos, la parte visible de mi espalda. Me estiré ante él, como si eso ayudara a su conteo

—Diecinueve —dijo.

Estaba sudando y le costaba trabajo respirar.

—Me han picado mucho —sonreí con fi ngido masoquismo.

Una erección le abultaba el traje de baño color guinda, con el pez blanco de la marca Catalina.

No me bastó alterarlo de ese modo y le pregunté:

—¿Diecinueve es un número primo?

—Sepa. —Tienes que conocer bien mis piquetes.

Vio a los lados con desesperación, como si esperara la llegada providencial de un mosco que redondeara la cifra en un sencillo número par.

Me encantó la forma en que abría los labios y lo besé en la boca, metiéndole la lengua. Sentí su saliva deliciosa y su respiración entrecortada.

Le acaricié los pelos de la nuca. 

—Me gusta que te hayan picado tanto —dijo con novedosa desfachatez, como si yo fuera la puta de los moscos.

Ahí conocí una de las actitudes que han acompañado mi vida: el machismo light. Hace mucho que renuncié a encontrar al hombre feminista, al menos en México. Cuando he estado a punto de hallarlo —en algún congreso tan cargado de teorías que ese oxímoron parece posible— he acabado por aburrirme. Detesto la descarada falocracia, pero ya hice las paces con las fantasías de dominio masculino, con su ilusión de fuerza fundada en inconfesables debilidades, con su deseo de que la chica tenga algo vencido, mancillado, vulnerable. No quiero que me amarren ni me escupan. No dejo que me mangoneen, pero reconozco que a veces me gusta volver a ese momento en que un hombre me admira porque estoy toda picada por los moscos y quiere agregar un piquete más.

Una cosa es la sumisión y otra imaginar que por un rato te sometes. Aristóteles era un dominador atractivamente inseguro. Me mordía y luego preguntaba:

—¿Te duele?

—Es lo bueno.

La respuesta lo sacaba de balance y no volvía a morderme. Cuando me tocó los pechos no pudo dormir y me es cribió tres poemas espantosos que sin embargo me hicieron llorar. Sus versos me revelaron que hay defectos maravillosos. Lo amé, segura de que perdería la virginidad con él, nos casaríamos, tendríamos hijos y perros, compraríamos una casa con vista a la Roqueta (le eché el ojo a una a la orilla del agua, con un vistoso muelle rojo).

Aristóteles no tenía planes tan defi nitivos. Fuimos a una fi esta en el Yate Sea Cloud, disfrutamos la bofetada de aire acondicionado en el Sanborns del centro, contamos gente fea en las playas de Caleta y Caletilla (siempre pasaban de 200), comimos en el restaurante Barbarroja, que me encantaba por su aire pirata, y en la laguna de Coyuca, donde él se intoxicó con un camarón podrido (en el taxi de regreso nos detuvimos dos veces para que vomitara; no me dio el menor asco oler su aliento agrio y entendí que esa era otra de las claves del amor).

Hacíamos esto en compañía de uno o varios de mis hermanos, que nos escoltaban sin estar presentes, como magnífi cos zombis. No faltaron momentos de intimidad, pero él no bajó sus manos más allá de mi cintura. El verano concluía cuando fuimos a La Quebrada. Me encantaba ver a los clavadistas que subían por las rocas, se detenían en un descanso del farallón para persignarse ante la Virgen y continuaban hasta la cima. Lo que más me gustaba era la espera, la épica de la anticipación, la lentísima expectativa para una escena que duraba unos cuantos minutos. Cuando fui al teatro Noh en Japón y vi a un samurái atravesar el escenario sin decir palabra, transformando la demora en una forma del virtuosismo, recuperé el placer escénico de La Quebrada, basado en la antelación. Obviamente, entonces no era tan pedante. Me gustaba estar ahí, sin que eso necesitara explicaciones.

En la temporada en que nos hospedamos en el Hotel Mirador, mis hermanos ya se habían hartado de los clavadistas. Lo único que les gustaba de ese sitio era la alberca de agua salada. En cambio, yo no podía dejar de ver a los hombres que se despeñaban ni de sufrir por ellos. Debían calcular el momento exacto para lanzarse al agua porque el oleaje podía arrojarlos contra las rocas. Se contaban historias de un gringo, campeón olímpico en la plataforma de diez metros, que se había lanzado sin otra preparación que haber bebido varios margaritas. Logró zambullirse, pero chocó con una roca y murió en el acto. Mi suerte favorita era la del último clavadista, que se tiraba al agua después del anochecer, con antorchas en las manos.

Esa tarde, al llegar al mirador la gente corría en todas direcciones. Alguien había visto una víbora coralillo. En medio del pánico colectivo, abracé a Aristóteles. La calma volvió y yo seguí aferrada a su playera de la selección alemana. Aproveché para rozarle una nalga y se sobresaltó. Sentí su erección contra mi bajo vientre. Segundos después, se apartó para ir al baño. Imagino lo que sucedió: mi adorado Aris fue al cubil oloroso a cloro y orines, con arena en el piso, y consumó el erotismo que le estaba concedido: se masturbó para regresar con rostro más sereno al sitio donde yo que ría que me tocara, sabiendo que no iba a hacerlo. Los cla vadistas cayeron uno a uno, como emblemas de mi decepción.

Pero el último clavado fue distinto. El padre de un clavadista había muerto.

También él se había ganado la vida con las propinas que los turistas dejábamos en La Quebrada.

Ese clavado fi nal fue su entierro. Su hijo se lanzó con una bolsa que contenía las cenizas.

La escena me sacó lágrimas. Froté mis ojos en los hombros de Aris. Él puso la mirada triste que me gustaba cuando no tenía que ver conmigo. Un ánimo fúnebre nos acompañó en el camino de regreso. Al llegar al Condominio de los Cocos se nos atravesó una cucaracha y él la aplastó en forma asquerosa.

 Las vacaciones terminaron y regresamos a la Ciudad de México, donde no nos veíamos. Por una vez rompí las reglas de la Nena perfecta y le hablé por teléfono. Contestó sin interés y habló del Cruz Azul, que pasaba por una pésima temporada. Aris estrenaba mayoría de edad con una voz cadenciosa, ni muy grave ni muy aguda, destinada a los micrófonos. Era acústicamente perfecto, a tal grado que no me importó que hablara de futbol, tema en que yo lo superaba. Demasiadas veces los conocimientos han estado en mi contra, especialmente ante los hombres. Hablé de los problemas que el equipo tenía con los centrales y fue imposible desviar la conversación a otros asuntos. Al colgar, estaba devastada. Aristóteles era una persona plana, indiferente, que sólo me hacía caso cuando no tenía mejor diversión en las vacaciones. Me sentí usada, menos importante para él que el aceite de coco que cubría su piel maravillosa.

De algún modo supe que tenía una novia en la ciu dad, una niña rica que practicaba equitación y a la que le deseé una caída que la dejara tetrapléjica. Lloré durante días, con una ca pacidad para el llanto que no he vuelto a tener y que él no merecía. Traté de convertir mi amor en una variante del odio y le imaginé muertes dolorosas y violentas, pero todas conducían a un funeral en el que yo volvía a llorar como una idiota que ni siquiera tenía derecho a ser su viuda.

Rechacé a mis ocasionales pretendientes. No quería que alguien me amara: quería odiar a quien no me amaba.

Como es de suponerse, no pude hacerlo. Preparé mi regreso a Acapulco con una logística digna de mi padre. Calculé el efecto de cada una de mis prendas, empaqué regalos para Sócrates y Heráclito, compré unos lentes oscuros con marco de corazón que según yo me hacían ver interesante y comencé a tomar pastillas anticonceptivas.

Pero mi presa no fue al mar.

Aristóteles cursó vagos estudios de comercio en Phoenix, que interrumpió al descubrir que el único diploma que necesitaba era su cara. Un par de años después ya era la joven promesa de los noticieros nacionales.

En ese lapso traté de olvidarlo; me concentré en el estudio como sólo puede hacerlo alguien a quien le va pésimo en la vida, tomé clases extra de todo tipo, me vestí como una aspirante a menonita y contraje el hábito de rascarme los tobillos y las muñecas hasta hacerme sangre. Iba a conciertos de música atonal y dodecafónica, a happenings teatrales y otras actividades minoritarias que reforzaban mi aislamiento. Lo más cerca que estuve de la vida pública fueron las funciones de la Cineteca.

La mitología griega me cautivó en tal forma que preparó mi vocación como teórica del confl icto. Me sumí en ese mun do en que los dioses y los héroes no hacen otra cosa que pelearse. En la muerte de Patroclo y la decapitación de Orfeo vi el destino que merecía el único griego de mi vida. Aprendí palabras que él jamás conocería, a pesar de su nombre y su apellido. Algún día me presentaría ante su hermoso rostro vacío para decirle: hybris, anagnórisis, pathos, estupendos vocablos que lo excedían. Mi primer libro, El sueño de Ariadna, tuvo como punto de partida la forma en que los griegos clásicos maltrataban a las mujeres. Orfeo, el poeta sublime, es presentado como la víctima de las ménades que lo descuartizan, pero las mujeres actúan por órdenes de un Dios vengativo, son el instrumento por medio del cual el cantor es desmembrado y arrojado a las aguas del Hebro, donde su lira no deja de sonar. En su viaje al más allá, el poeta pide reencarnar en cisne para evitar el riesgo de convertirse en mujer, un machismo nada light. ¿Y qué decir del vencedor del Minotauro, el astuto Teseo, que se sirvió del hilo de Ariad na para recorrer el laberinto y ultimar a la bestia que amenazaba la ciudad? Una vez consumada la venganza, prosiguió su viaje y dejó a Ariadna dormida en una isla. Posiblemente, ella soñó con otro hilo para desandar otro laberinto, el de las redes simbólicas de la dominación masculina. De ahí mi libro.

Si Aristóteles Ritsos no me hubiese abandonado, ¿habría escrito todo esto? Uno de los principales alicientes de la poesía romántica es el amor no correspondido. Supongo que también los estudios de género y la sociología de la dominación le deben algo a la fuerza creativa del despecho. Detrás del marco teórico y el aparato de notas hay, asombrosamente, una persona.

Pero volvamos a mi primera juventud, en la que trataba de vivir como si las hormonas no existieran, sublimando mi deseo con la cultura. No siempre lo conseguía. A veces, sin que viniera a cuento, veía el mar de Acapulco a las siete de la noche, cuando el agua ya es casi negra, y distinguía un solitario tubito rojo que sobresalía en la superficie y pensaba que era el snorkel de Aristóteles. Había dejado de ver a mi amado, pero lo sentía ahí, respirando bajo el agua.

Me rasqué los tobillos y las muñecas en mi exilio interior hasta que de pronto el rostro de Aristóteles Ritsos apareció en las pantallas. La televisión me parecía tan atractiva como una lobotomía frontal, pero no lograba evitarla. En México las loncherías, los elevadores y algunos taxis tienen televisiones. La sonrisa de Aris me alcanzó en todos los rincones don de yo no quería estar.

Vivía la solitaria y productiva juventud de una erudita, pero seguía yendo al salón de belleza (mi Nena interior no se dará nunca por vencida). Pues bien: dejé de ir ahí porque el joven astro acaparaba las revistas del corazón.

Una noche me obligué a ver su noticiero. Descubrí con satisfacción que caía en faltas de concordancia y pronunciaba mal los nombres extranjeros.

Pero estaba más guapo que nunca. Su atractivo rebasaba la conciencia: habló de las víctimas de un tsunami y me dieron ganas de besarlo. ¿Me había enamorado de él como se enamora un hombre, con incontrolable superfi cialidad?

¿Qué ofrecía Aris más allá de su despampanante organismo? Recordé las frases introspectivas que dijo en la puesta de sol y las ideas sueltas que llamaba “pensamientos”, y decidí que su mente no era para tanto.

Reconocer esto sirvió de poco. Estaba dispuesta a perdonarle lo que fuera. Decidí dejar el país a la menor provocación, lo cual suena a arrebato de heroína rusa y sólo es parcialmente cierto. Mi trayectoria académica no se explica como un simple acto de despecho, pero incluye algo de eso, según descubrí en el sitio que Freud concibió como la pantalla del inconsciente: el techo de un consultorio. Entré a una casona de los años treinta en la colonia Roma con un techo de tres metros de alto y entendí por qué el psicoanálisis surgió en Viena, donde los edifi cios de la época Secession tienen la amplitud necesaria para que el inconsciente viaje rumbo a una elevada superfi cie, una “pantalla” enmarcada con estuco (algo imposible en consultorios donde un plafón hace que tus ideas reboten como infames desperdicios).

En aquel consultorio de techo alto me vi refl ejada de otro modo y descubrí que si me doctoré en París con Cornelius Castoriadis no fue sólo por los atractivos de esa ciudad, ni por mi irregateable vocación, ni por contar con la tutela de una mente privilegiada, sino también por las asociaciones que me traía el nombre de mi director de tesis. Hagas lo que hagas desembocas en los griegos.

La juventud es un mal que acaba por curarse, lo sabemos. Con los años conocería a hombres espléndidos y horribles, y casi dejé de pensar en mi lejano romance de Acapulco. El “casi” deriva de una situación atmosférica: Aristóteles Ritsos pertenece al clima de México. Fue un servil lector de noticias en los tiempos en que la televisión se limitaba a pro pagar boletines del gobierno y se adaptó a los tiempos en que la televisión se convirtió en un simulacro de información crítica. Ha sido un espléndido lacayo y un espléndido farsante. Esto, de sobra está decirlo, lo ha vuelto millonario y adorado por las mayorías de un país que desde el año 2-Conejo idolatra a las piedras.

Nacho, mi primer marido, era la contrafi gura de Aris, un astrofísico de dos metros que se inclina en diagonal para oír a sus interlocutores con la atención que merecen las ecuaciones insolubles. Ve por encima de sus espejuelos con la encantadora concentración de una grulla ilustrada. Me sedujo su inteligencia, su pelo incapaz de ser peinado y, todo sea dicho, su sorprendente capacidad de demostrar que también el sexo puede ser astrofísico.

Fuimos felices, pero él se moría de ganas de tener hijos en una etapa en que yo no estaba preparada para asumir esa variante del confl icto. Nacho se casó en segundas nupcias con una laboratorista coreana y vive en Alemania. De vez en cuando me manda una postal que fi rma con el número favorito de Johannes Kepler: “.00429”

Mi divorcio fue tan racional que unas amigas de la Facultad decidieron sacudirme con un fi n de semana profundamente irracional. Una de ellas tenía un tiempo compartido en Acapulco. Tomamos la Autopista del Sol, tan distinta a la carretera de mi infancia, que la nostalgia volvía más modesta y sinuosa de lo que acaso había sido.

Llevaba más de dos décadas de no ir al sitio al que en otro tiempo fui demasiadas veces. No quise buscar señas arcaicas, como la Vaca Negra en Iguala, donde bebí deliciosas leches malteadas y que ofrecía un hot dog de un metro que nunca llegué a pedir. Los días lentos se habían desvanecido.

Sin embargo, al pasar por una región de cactáceas y cerros de tierra colorada recordé las seis horas que pasamos en el Cañón del Zopilote cuando se nos ponchó una llanta. Mi padre, el más obsesivo de los ingenieros, había olvidado revisar la llanta de refacción, que también estaba ponchada. Vimos los pájaros negros que daban nombre a la cañada hasta que una pick-up se detuvo y aceptó llevar a mi padre a un poblado próximo. La interrupción del viaje nos pareció divertidísima; perseguimos iguanas y jugamos a las escondidas.

Mi padre regresó en compañía de un mecánico, con el rostro de quien ha perdido una guerra. Había deambulado de un pueblo a otro hasta dar con ese hombre manchado de aceite.

Cuando el mecánico acabó de apretar las tuercas, mi padre le entregó los billetes, de uno en uno, con la demora de quien sabe que son demasiados y no encuentra otro modo de quejarse que hacer lentísima la estafa.

El otro partió en su coche y mi padre se dirigió a unos matorrales. Volvió con los ojos enrojecidos. Se había escondido para llorar sin que lo viéramos. Hasta ese momento yo ignoraba que su cara fuera capaz de producir lágrimas. Me dio miedo verlo así, disminuido. Luego, con los años y las terapias, me conmovió su crisis de ingeniero. Había fallado: se sentía mal de no haber podido cuidarnos. Hacer planes era su forma de querernos.

En la Autopista del Sol no quise pensar en otros tiempos, pero ya estaba inmersa en ellos. Al respirar el aire sa lino que anunciaba la proximidad del puerto, estaba preparada para visitar dos Acapulcos, el del presente, que me interesaba poco, y el del pasado, mucho más intenso.

Una de las amigas recordó las noches de locura en el Tiberio’s y el Baby O. Fingí haber estado en esas discotecas para sugerir que incluso yo había tenido una juventud animada. Quería pertenecer con sencillez al grupo inte grado por tres mujeres un poco más jóvenes que yo y con menor reconocimiento en la academia. Las tres se referían a mí como “eminencia”

Hubiera sido agradable que se tratara de una broma, pero no lo era: 

—¿Dejará una investigadora nivel III que le unte blo queador? — preguntó una de ellas para hacerse la simpática.

El Sistema Nacional de Investigadores debería dar un curso para sonreír ante una pregunta así. Reaccioné mal, estoy segura. Mi mirada seguramente transmitió lo que pienso de ellas: jamás serán nivel III.

Al llegar al departamento, descubrimos que estábamos muertas de hambre. Cada una de mis acompañantes conocía un lugar genial para comer pescado a la talla, que, por supuesto, no era el mismo que las otras conocían. Discutieron tanto que pidieron que yo eligiera. Para no ofender a nadie escogí con la técnica de “de-tin-marín-de-do-pingüé”.

El sitio favorecido por el azar quedaba muy cerca, pero pasamos cuarenta y cinco minutos en el tráfi co de la Costera. No quise buscar los locales de mi adolescencia. La antigua joya del Pacífi co parecía un desesperado arrabal de la frontera. El “triunfo de la Virgen”, que había ponderado en Río de Janeiro, era ya una derrota babilónica, una Sodoma con vicios de descuento.

Había oído historias de gente que salía con ronchas del mar porque el drenaje de los hoteles desembocaba en la bahía y con otitis de las albercas que ya no se desinfectaban como antes.

Vislumbré un posible desenlace para el viaje: un lanchero de cuerpo perfecto me seduciría para narcotizarme y extraerme un riñón.

El restaurante que escogí de “tin-marín” resultó ser una palapa con las dimensiones de una catedral. Al entrar, una de las amigas dijo:

—¡Él está aquí!

No supe a quién se refería, pero otra me dio un codazo. En una mesa del fondo, un trío cantaba. En efecto, Él estaba ahí

No les había hablado a mis colegas de mi romance de juventud. En el entorno universitario, el fotogénico Hombre Noticia es visto como el lacayo del poder que usurpa el nombre de un fi lósofo en horario triple A.

—¿De qué hablas? —pregunté, mientras nos dirigíamos a nuestra mesa.

—Del guapo.

 Entonces supe que ese fi n de semana mis acompañantes también le habían dado vacaciones a su conciencia. Se refi - rieron a Aristóteles como el más atractivo de los malestares nacionales.

Mi lejano ex estaba rodeado de hombres de guayabera, con la pinta y el sobrepeso propios de quienes pertenecen al primer círculo del gobernador. Lo oían con atención y festejaban sus ocurrencias con estruendosas risotadas.

Pedí un margarita de tamarindo y traté de cambiar de tema, pero mis amigas abrieron un simposio sobre los hombres detestables a los que se querían coger. El argumento fue circular porque el preferido resultó ser Aristóteles. Mencionaron lo bien que le sentaban las canas (la escena trans - cu rría antes de que descubriera los tintes para el pelo) y la mirada triste que tenía desde su ruptura con una actriz colombiana.

—De seguro está aquí por el esquí acuático. Vi unas fotos de él saltando en una rampa. ¡Está buenísimo! Yo se la chupaba aquí en el baño —acto seguido, la autora de esta frase se llevó un limón a la boca en forma inquietante.

¡Qué mal conocía a esas colegas! Habíamos cenado algunas veces en compañía de otras personas al término de sesiones universitarias. Ahora descubría su currículum oculto. Eran springbreakers que habían llegado a los cuarenta con un aire de falsa adolescencia reforzado por los margaritas y los daiquirís. Me asombró que supieran tantos chismes de la farándula. Sólo pertenecían a la UNAM porque no tenían nada que hacer en Televisa.

El tequila es la bebida de los coroneles. Al tercer margarita me sobraban deseos de dispararles a mis compañeras de mesa, pero las castigué de otra manera:

—Aristóteles fue mi novio.

—¡Nooooooooooooo! —respondió mi coro griego.

Me vieron como si hubiera ascendido a un insopor ta ble nivel VII del SNI, un Olimpo académico que incluye harén.

No calibré lo que sucedería. Pensé que me pedirían detalles para sazonar los tacos de pescado, pero no que una de ellas se dirigiría al trío para pedirle “Lástima que seas ajena” ni que otra iría a la mesa de Aristóteles a informarle que yo estaba ahí. 

“¿Qué hay en un nombre?”, la pregunta volvió a mí. No lo he dicho: me llamo María, como casi tantas mujeres de mi generación. Algunas se llamaban María del Carmen o María Isabel. Yo sólo recibí el nombre de la Virgen (otra razón para haberla defendido en Río). En el momento de este encuentro, Aristóteles tendría unos cuarenta y cinco años y se encontraba en el pináculo de su fama. ¿A cuántas Marías habría conocido hasta entonces?

Debía estar cansado de los hombres de guayabera porque se puso en pie de inmediato. O quizá sólo acataba los protocolos de quien sabe que la fama es una forma provechosa de la esclavitud. El caso es que se dirigió a nuestra mesa con el paso de quien sube de rating al atravesar un restaurante.

Yo luchaba con una espina entre mis dientes.

Aris pensó que María era la amiga de los pechos grandes que le sonreía con obvia coquetería:

—¡Tanto tiempo! —exclamó el divo.

—Tienes razón —dijo mi amiga—: llevo cuarenta a ños es perándote, aunque tal vez pienses que tengo treinta y cinco. 

Él soltó una carcajada y me miró, ejercitando una mente adiestrada en recordar a miles de personas. De pronto sus ojos se iluminaron:

—¿Acapulco? —preguntó. 

Me lamí la encía: la espina seguía ahí.

—Condominio de Los Cocos —bajé la mirada a los restos de pescado. 

—¡María! —exclamó. Abrió los brazos y me puse de pie, magnetizada. Me estrechó, besándome en el cuello y las mejillas. Olía delicioso, a una suave mezcla de sudor y loción.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Estaba entusiasmado:

—Me han dicho que eres una profesora chingonsísima. Yo nunca dejaré de ser un tarado.

—Estás loco.

—Loco por ti. Me dejaste embrutecido, nunca pude recuperarme de que me abandonaras. No me quedó de otra: el suicidio o la televisión.

Estas mentiras no sólo estaban dirigidas a mí. Me elogiaba para quedar bien con mis acompañantes, demostrando que alguien perfecto era capaz de sentir despecho.

Su siguiente parlamento fue dirigido al coro griego:

—María me sorbió los sesos. Yo era inteligente, se los juro, no tanto como ustedes, pero el amor hizo conmigo lo que hace hasta con los genios: me volvió un imbécil. María es la culpable, pero no la culpo. No estuve a su altura, eso seguramente ya lo saben.

Las tres lo veían como si fuera Héctor en la Ilíada, dispuesto a demostrar el frágil heroísmo de ser hombre.

Él, que no había leído a Homero, me vio como si yo fuera Helena de Troya. Algún rasgo genético proveniente del Pe lo poneso daba a sus ojos la intensidad del que está dispuesto a hacer la guerra por amor. Sabía que Aristóteles era un charlatán y que decía embustes para cautivar a mis amigas. Un hombre vacuo dedicado profesionalmente a dis torsionar la verdad. Pero en ese momento también era Paris o Héctor y yo era Helena o la Ciudad. Tal vez sólo se limitaba a repetir una rutina de seducción y yo, eterna especuladora, sobreinterpretaba sus gestos como resabios de una edad antigua. Lo cierto es que las emociones no le piden permiso a la razón: en ese momento estábamos en Grecia y él me amaba.

Aris repitió una frase que ya había dicho y ahora sonó diferente:

—Tanto tiempo —puso sus manos en mis mejillas.

Vi sus ojos castaños y quise sumergirme en ellos. Recordé una máxima de Anaximandro que había citado en uno de mis libros: “No me vencieron los ejércitos: fui derrotado por tus ojos”.

No teníamos nada que decirnos, yo había hecho mi vida en otro mundo, pero un olor inconfundible llegó a mí, el olor de su axila. Pensé en el hueco maravilloso que un hueso formaba en su clavícula y en la fi rmeza de sus brazos, que prometían seguridad. Hubiera querido dormir en esos brazos de la adolescencia hasta la muerte.

No creo que él haya pensado en cosas tan exageradas, pero tuvo el mérito de ser práctico:

—Hay que vernos. Me quedo hasta el domingo. ¿Dónde te hospedas? Te paso mis dos números de celular. ¿Cuál es el tuyo? ¿Las mujeres sabias usan celular?

El coro respondió por mí. Aris me besó, muy cerca de la boca, y volvió con los gordos de guayabera.

Mis amigas pidieron más tragos; yo no tuve que hacerlo. Había bebido una extraña versión de la ambrosía. Estaba divorciada, era libre y el hombre que tanto me había gustado en la primera juventud parecía dispuesto a consumar lo que quedó pendiente. No quería una relación con él. Quería su piel, su carne, sus olores deliciosos.

Mientras las otras festejaban como si fueran ellas las que habían ligado, me vino a la mente la última frase de Versace. El diseñador fue abordado en Miami, afuera de su casa, por un amante ocasional. No sé si el hombre famoso llevaba lentes oscuros. En todo caso, en mi versión los lleva. El joven se le acerca, él se quita los anteojos, lo ve, trata de reconocerlo, vacila y fi nalmente da con el sitio donde se encontraron: “Lago de Cuomo, ¿verdad?”. El otro se irrita de que no recuerde su nombre y se limite a asociarlo con un escenario. En ese instante decide matarlo. Lo mismo había pasado con Aris. Yo era “Acapulco” para él. Si acaso se in teresaba en volver a verme, no sería por mi persona sino por los recuerdos que podía traerle de una época desapa recida.

Decidí no hablarle y mis amigas me admiraron todavía más.

Tres horas más tarde recibí una llamada suya. Quería verme, a toda costa, esa misma noche:

—Perdona que sea tan insistente, pero tenemos poco tiempo. No quiero que pasen otros veinte años sin vernos.

—Han pasado más de veinte años.

—Más a mí favor. Conozco un japonés de locura. Paso por ti a las ocho. No me batees, por favor. Una vez fue suficiente.

—Yo no te bateé, tú dejaste de buscarme.

—Llamé a tu casa y me contestó tu papá. Me advirtió que con la tragedia de Lupe tu familia tenía bastante. Amenazó con colgarme de los huevos si volvía a buscarte. Me acobardé, lo confieso. Salvé mis huevos, que no me han servido para nada. ¡Leo noticias en la tele! —Supongo que al menos te sirvieron con tu novia colombiana. —María, por favor, no permitas que vuelva a equivocarme.

—No me conoces, ya soy otra.

—¿Ahora te gusta la mostaza, tu color favorito ya no es el púrpura, ya dejaste de estornudar en cadena, tres veces seguidas, ya te quitaste el lunar en la axila?

—En eso soy igual.

—Quiero cenar con la chica que estornuda tres veces seguidas. ¿Es eso tan grave?

—Nos vemos a las ocho —prometí con sequedad.

Aristóteles me llevó a un restaurante que sugería que México es un país acaudalado y de espléndido gusto. Los comensales parecían haber sido seleccionados para un anuncio; todos eran atractivos y hablaban en educada voz baja. No había televisores a la vista, la iluminación era perfecta, el servicio esmerado, la comida tan bien presentada que daban ganas de fotografi arla.

Aris casi no habló de sí mismo. Preguntó por mi familia, mis libros, mis amores. Estaba acostumbrado a hacer entrevistas y además me había buscado en Google. Dijo sentirse abrumado por mis logros y se pendejeó por no haberme perseguido. Cuando llegó mi turno de hacer preguntas, habló de la muerte de sus padres, las vidas difíciles de Heráclito y Sócrates, a quienes mantenía gracias a su descomunal salario en la televisión, de lo absurdo de su trabajo, que sabía inocuo y que seguramente yo despreciaba.

Una mujer de aspecto vietnamita se acercó a la mesa con sigilo. Pensé que formaba parte del personal. Un vestido de seda, estampado con dragones en miniatura, ceñía su delicada silueta. El pelo negro le caía sobre los hombros como una lluvia mágica. Puso un papel en la mesa, un origami en forma de rana, y se alejó sin decir palabra.

Aristóteles desdobló el papel: tenía escrito un nombre y un teléfono. Lo rompió en tantos trocitos que sospeché que había contratado a esa chica para rechazarla delante de mí.

Pretexté que iba al baño para recorrer el restaurante. La hermosa vietnamita cenaba con un hombre de cabellera plateada y elegante camisa Mao, un caballero de facciones serenas que parecía dispuesto a aceptar los devaneos de su joven amante. Fragüé esta trama en mi mente y al volver a mi mesa le pregunté a Aris:

—¿Te pasa esto muy seguido? ¿Las mujeres se te acercan así?

Yo me hubiera acostado con la vietnamita, pero él ni siquiera trató de localizarla en el restaurante.

—La fama es horrible. A veces pienso que sólo busco atención porque perdí a mi único amor verdadero.

¿Podía creer esas confesiones de telenovela? Recordé la canción “Amor eterno”, del inmortal Juan Gabriel, que habla del “más triste recuerdo de Acapulco” y suele ser interpretada como una elegía a la madre cuando en verdad se trata de la encendida evocación de un amante muerto. Mencionar una pasión genérica (el “amor verdadero”, el “amor eterno”) puede servir para evocar otra muy concreta. ¿Aristóteles cortejaba a la cuarentona que tenía enfrente o se cortejaba a sí mismo en los recuerdos de adolescencia que yo le traía?

Inevitablemente, hablamos más del pasado que de las personas que éramos en ese momento.

Al salir, llegamos a un puente de madera de teca, colocado sobre un arroyo artifi cial. Aris se detuvo y me besó. Me tomó de la nuca y ladeó mi cara, con una maniobra experta que obviamente no le conocía. Fue un beso intenso, perfeccionado por el sonido del agua sobre las piedras. Me hu biera ido a la cama en ese instante, pero él propuso que nos viéramos al día siguiente.

Durante la cena me había mostrado algo lejana, puse en tela de juicio la versión que tenía de nosotros y deslicé al gunas críticas sobre la insulsa vida que llevaba. Él no podía suponer que estaba dispuesta a que nos acostáramos esa noche. ¿Por qué no le toqué el pene mientras nos besába mos en ese puente sobre el río? Aris pensó que debía hacer más labor conmigo y sugirió un encuentro al otro día, en el bar del hotel Mirador, para ver a los clavadistas que siempre me habían gustado. Quedamos a las seis para cenar después.

Me llevó al departamento y se despidió con un beso tierno en mis labios.

No fui a la cita, tal vez para tener un tema que rumiar en los siguientes años o para decepcionar a mis amigas, que no pensaban en otra cosa que en mi cópula salvaje. Pero lo que en verdad me decidió fue algo que él me dijo: había renunciado a mí por una amenaza. Yo ignoraba que mi padre lo había amedrentado, pero Aris se dio por vencido con excesiva facilidad. Podía haber hecho más. ¿Acaso mi amor no valía un esfuerzo? Mientras yo lloraba sin consuelo y me refugiaba en el estudio de la mitología helénica, él se ha bía rendido a las mujeres anodinas y las tentaciones del éxito.

Al día siguiente de la cena en el restaurante japonés confirmé que incluso las moléculas se dejan afectar por las ideas. Aris no buscaba otra cosa que cerrar un episodio sentimental de su pasado. ¿Qué le aportaba yo? La oportunidad de sentirse, si no profundo, por lo menos al margen de la superfi cialidad, y también magnánimo, penetrando a una mujer con doctorado que —ayúdame, Proust— a fi n de cuentas no era su tipo. Si de veras quería estar conmigo, me buscaría en la Ciudad de México.

Naturalmente, no lo hizo. Aristóteles seguía siendo el ser melifl uo que renuncia al primer rechazo.

Ahorraré los veintipico años siguientes, que incluyeron el matrimonio con un geógrafo alemán y confiable que venció mis recelos ante el embarazo. Ingrid nació y creció en Múnich, ciudad agradabilísima donde Heinrich daba clases y que me sirvió de base para atender compromisos académicos en Europa.

Nos separamos quince años después, cuando llegué a la conclusión de que un hombre previsible es mejor para la paternidad y la geografía que para el amor. Heinrich tiene los atributos de un santo, pero yo necesito que el conflicto no sólo sea una teoría. La solución llegó en la forma de Aldo, filósofo italiano, casado, hipocondríaco, con una amante en cada ciudad de Europa, de una inteligencia que daba susto y una fealdad tan original que seducía. Lo amé como no he amado a nadie, sabiendo que eso era un despropósito que me hacía feliz. No duramos mucho, claro está.

Decidí volver a México y conformarme con los hombres de machismo light que lavan los platos pero se ponen nerviosos si tú manejas. 

Ingrid se adaptó de maravilla al desorden de un país donde las actividades fundamentales son las fiestas, las becas, las huelgas y las vacaciones. No diré que mi hija es el emblema de la pereza, pero tiene una inagotable capacidad para relajarse. Me considera una overachiever que ignora las diversiones, sin comprender que escribir ponencias de veinte cuartillas es una forma perversa de la diversión.

En ocasiones el ADN se mueve en zigzag: mi hija heredó la ligereza de su tía Lupe. Se embarazó sin que eso le pareciera un problema y dice ser feliz como madre soltera. Melusina, por otra parte, resultó ser una niña encantadora. Ingrid es especialista en feng shui, milita en defensa de los animales y viaja con frecuencia a Alemania, donde su padre se queja de que la ve muy poco. Él y yo respetamos su ignorada vida íntima hasta hace unos días: Ingrid llamó para avisar que debía ir a Múnich con urgencia. Nada de lo que hace suele ser imperativo, pero esta vez sonaba apurada. Me pidió que me quedara con Melusina. Quise saber las razones y comenzó a llorar.

Fui a verla de inmediato. La encontré en piyama a las cuatro de la tarde. Su departamento es una especie de jardín interior, decorado con coloridos ensamblajes que hace con cartones y otros desperdicios. Unos diez clínex arrugados contribuían a la decoración sobre una mesa.

Ingrid estaba devastada

—Nunca he querido hablar de esto porque eres muy rígida —comentó.

Haberme casado varias veces, tener amantes, fumar mariguana en público y defender tesis de avanzada permite que mis alumnos me vean como una persona liberal, pero no dejan de tratarme como profesora. Supongo que también para mi hija he sido más una autoridad que una cómplice. El papel de una madre consiste en poner límites, pero estoy condenada a envidiar a las madres que ponen límites y saben más cosas de sus hijas.

Le pedí que acabara de una vez por todas con su hermetismo.

—Tengo una pareja —dijo entre sollozos—; se llama Petra y acaba de chocar.

¿Por qué no me lo había dicho antes? No tengo nada contra el lesbianismo y el hombre del que se embarazó me parece un imbécil; podía entender que sólo lo usara como semental.

“¿Qué hay en un nombre?”. Su chica debía ser alemana; eso justificaba tantos viajes. ¿Y si se trataba de una Petra mexicana? En tal caso, tendría un origen claramente marginal. ¿Por eso no me la presentaba?

—¿Tu novia vive en Múnich? —pregunté.

—Es de Hamburgo, pero vive allá.

Sentí alivio de que fuera alemana. Mi reacción fue discriminatoria, lo sé, pero también sé que no hay nada tan sólido como una pareja alemana.

—¿Por qué no me habías hablado de ella?

—Maneja un tráiler —hizo una pausa y me vio detrás de sus lágrimas, sin enfocarme—:

Se volcó anoche —agregó.

—¿Y cómo está? —pregunté mientras un dato martilleaba mi cabeza: “maneja un tráiler”, “maneja un tráiler”.

—No sé bien, tengo que ir allá.

—Claro.

—¿Claro qué? ¡Te decepciono, ¿verdad?!

—¿Cómo crees?

—¡Mi novia es una trailera!

—Está bien.

—Yo no estudié, ella tampoco. ¡Somos unas pinches ignorantes! Te doy vergüenza, ¿verdad? Siempre te he dado vergüenza.

—Estoy aquí para ayudarte. Me quedo con Melusina en lo que vas a Alemania. Tenía un congreso en Montreal pero lo cancelo.

—¿Ves? ¡Siempre tienes un congreso en Montreal!

—Es mi trabajo.

—¡Para verme tienes que cancelar algo! ¡Agradezco que arruines tu vida por mí!

—Ingrid, por favor.

—¡Chinga tu madre!

Así terminó nuestra negociación. Mientras salía de su edifi cio recordé la tarde en que mi padre no pudo cambiar la llanta del coche y se sintió humillado. Ahora, a través del tiempo llegaba un personaje que podía cambiar cualquier llanta: Petra.

¿Soy tan esnob que no merezco la confianza de mi hija? Lo confi eso: no aprecio que se dedique a ordenar piedras y muebles para conseguir adecuadas dosis de energía; por otra parte, su actitud ante los animales me parece paternalista: los considera tan inferiores que incluso cree que pueden ser defendidos por ella. Es mi hija pero no puedo ser indiferente a sus limitaciones. Prefiero no discutirlas.

Melusina, en cambio, tiene una inteligencia despierta y pícara.

Ingrid la dejó en mi casa antes de ir al aeropuerto y mi nieta pidió un vaso de agua:

—¿Con dos o tres hielos?

—Con cinco.

Me cayó bien que exagerara y supiera lo que quería. En los días que hemos pasado juntas no la he visto dudar. Me cuenta cuentos, como si ella tuviera que entretenerme a mí. A los cuatro años revela más personalidad que mi hija.

Me pidió que fuéramos al supermercado para conseguir las muchas cosas que faltaban en casa y me deslumbró su capacidad para elegir productos. Ya sabe qué cosas son sabrosas sin hacer daño (mi hija la ha educado bien en ese campo, lo reconozco).

—Te voy a preparar sopa de palomitas, Abu —dijo al regresar del súper.

Metió una bolsa de palomitas en el microondas y luego hizo un menjurje que, extrañamente, no me repugnó.

—“Viscoso pero sabroso” —juzgó ella. Sentí un intenso amor por esa niña con un hueco entre los dientes y ojos despiertos, quise hacer algo por ella, pensé en opciones de diversión, no se me ocurrió ninguna, me supe en falta ante la chica más brillante de mi estirpe y entonces dije:

—Vamos a Acapulco.

Desde niña había querido hospedarme en el hotel Las Brisas, que entonces era carísimo. Me cautivaba que estuviera en la cima de un risco y contara con jeeps de toldos blancos y rosas para que los huéspedes circularan por la ciudad. Las gemelas Riaño se habían hospedado ahí. Lo mejor de ellas fue que pasaron por mi vida sin interferir en lo único que me importaba: Aristóteles Ritsos. Y al recordar a esas fi guras anodinas, ocurrió un poderoso momento de hybris. Durante décadas pensé en mi primer amor como un asunto pendiente. Yo, la gran especuladora, me interesaba en eso porque era lo que no había sucedido ni sucedería. En cambio, él podía borrarme de su mente como yo borraba a las gemelas Riaño. Si no estaba ante él, carecía de entidad. Esta fue la desmesura que al fi n me atreví a ver. Lo mejor de Aris era su imposibilidad.

Entré a la página web de Las Brisas y supe que la violencia había vuelto más asequible ese lugar.

En mi anterior visita, me había alarmado la devastación urbana. Ahora las cabezas de los decapitados eran arrojadas como un desafío frente al palacio municipal. Me pregunté si sería seguro llevar a Melusina a un sitio donde los cadáveres se bronceaban en la playa, pero Las Brisas me pareció el sitio perfecto, un enclave autocontenido, del que no tendríamos que salir.

Y así fue como una mañana, mientras mi adorada nieta participaba en un taller de cerámica, entré al restaurante que dominaba la bahía y el mar azul cobalto y vi que la cara de Aristóteles entraba al salón, pero no su cuerpo.

La sorpresa de enfrentar el atractivo, ya artifi cial, de sus facciones demoró la percepción de algo más importante: mi ex novio estaba en silla de ruedas. Lo acompañaba un enfermero corpulento, con el cráneo rapado.

Al entrar al salón no causó el revuelo que causaba cuando era dueño del horario triple A, pero algunas personas aún lo reconocían. Lo saludaron con el distanciado respeto que se concede a un paralítico famoso.

El enfermero lo llevó a una mesa y fue al bufé por comida (parecía conocer de memoria los gustos de su patrón porque no le hizo pregunta alguna). Aris desayunó solo, atendido por ese mesero particular. Al terminar, se quedó viendo la bahía. Curiosamente, aún usaba sus extemporáneos sacos con escudo. Me acerqué a él.

Esta vez no hizo el menor intento de reconocerme. Me vio como si yo fuera un trámite más que una persona, alguien del hotel que venía a preguntar si todo estaba en orden.

—Soy María —dije— de Acapulco —agregué, como quien dice “Aristarco de Samos” o “Zenón de Elea”.

—Ah —tendió un índice tembloroso hacia mí. 

Siempre he odiado que los ancianos se vean quince años más jóvenes que las ancianas de su generación. En este caso la regla se invertía.

Aristóteles Ritsos era un guiñapo.

—María-María, ¡qué gusto! Eres psicoanalista, ¿verdad? Siéntate un momento, por favor —mostró una sonrisa porcelanizada—, me han hablado de tus éxitos. Vives en París, ¿no? Disertas aquí y allá, bueno, siempre disertaste. ¡La gran disertadora!

El enfermero cruzó conmigo una mirada de complicidad. Su paciente no las tenía todas consigo.

—¡Cuéntame de tu vida inmaterial! Yo sólo tengo recuerdos materiales; algunos tuyos, si me permites la confesión. ¡Hasta en el golfi to tenías ideas! Te tardabas diez minutos en pegarle a la pelota en la suerte del caracol. No podías decidir tu estrategia, dudabas mucho. Me hizo muy feliz que no dudaras conmigo; fuiste una delicia material —tomó mi mano, vi el dorso de la suya, salpicado de pecas.

—¿Quieres un café? —preguntó. —

Sí. El enfermero se dirigió a la mesa del bufé. Aris continuó:

—Sigo en la televisión, pero ya no transmiten mis programas.

—¿Cómo es eso?

—Me graban todos los días, pero no sale en la tele. Hay que darle espacio a las nuevas generaciones. Mi cara ya no vende detergente. ¡Mira nomás qué jodido estoy! —apresó la tela del pantalón: sus piernas eran delgadísimas—. Los viejos vivimos de recuerdos y apapachos. Yo tengo muchos recuerdos, pero pocos apapachos. Estoy más solo que Adán el Día de las Madres. ¿Viniste a apapacharme? —sonrió con coquetería.

Hizo una pausa, tosió, tardó un poco en recuperarse, un hondo jadeo me hizo pensar en una enfermedad pulmonar. Enfi sema, tal vez. Extraño que no llevara un tanque de oxígeno. Quizá no lo usaba en público por coquetería o quizá se encontraba en el mar para respirar mejor. Volvió a toser; luego de otro carraspeo me vio con ojos húmedos:

—Quería casarme contigo, pero eras demasiado inteligente para mí.

Supe que me amabas porque todo lo que hacíamos te preocupaba mucho, cuestionabas todo: la ropa que debías ponerte, lo que habías dicho, el sitio al que íbamos. Eras insoportable y eso demostraba que me querías. Estar conmigo te ponía nerviosa. Qué rico fue eso.

Aris parecía haber caído en un estado de suave demencia. La pérdida de control lo volvía genuino de un modo incómodo. Me preocupó verlo así, pero poco a poco descubrí que nunca lo había oído con tanto gusto. Se limpió con la servilleta un rastro de saliva blanca y amagó una tos. Siguió hablando:

—Me acobardaba ante tus ideas, pero sentí que el mundo era mío cuando te tomé la mano en la lancha con suelo de cristal. Vimos la virgen bajo el agua y supe que no había nada más milagroso que estar contigo. Tú te sentiste mal porque querías dejar de creer en Dios y fue como si yo te llevara a una iglesia. Tuviste una crisis de conciencia, parecida a las que luego tuviste en Pie de la Cuesta, cuando fuimos a ver la puesta de sol, en La Quebrada, en el frontón, en la laguna de Coyuca, en todas partes. Estar contigo era como nadar en mar abierto; en cualquier momento me podían revolcar las olas de tus pensamientos. ¡Cómo te quise! ¿Y quién era yo? Un muchacho que no sabía hablar con nadie. Me dio miedo no estar a tu altura. Yo era hermoso, supongo que lo recuerdas. Demasiado hermoso para ser tomado en serio. ¿Te casaste con un acróbata del pensamiento? ¡Seguro que sí! Yo sólo fui el hijo de un griego sin suerte que le puso nombres pretenciosos a sus hijos. ¿Pero sabes qué? Fui feliz.

—Qué bueno, Aris.

—Fui feliz contigo —formó una visera con sus dedos, como si buscara algo en el horizonte—: vengo aquí a ver el mar, en los descansos de las fi lmaciones. No sé si ya te dije que sigo en la televisión, pero a escondidas. Algún día sacarán todos mis programas. A veces me graban en la casa. Voy al baño y reviso si no hay cámaras. Las cámaras me siguen a todas partes. Quisiera que me siguieran en mi mente. Me gustaría hacer un programa con mis recuerdos más personales. Ahí estás tú, claro. ¿Te acuerdas cuando nos volvimos a ver?

Guardé silencio. No estaba muy segura de que él hubiera aquilatado nuestro último encuentro, después de un cuarto de siglo de no vernos.

—¿Te acuerdas del restaurante japonés?

—Sí. —¿Y te acuerdas del beso en el puente?

—Sí. —Vamos bien: ¿Te acuerdas del día siguiente? Temí que me reprochara, tantos años después, no haber ido a la cita en La Quebrada. Ahora que estaba paralítico, vencido por alguna enfermedad respiratoria y medio loco me dio vergüenza haberlo dejado plantado.

—¿Qué pasó al día siguiente? —pregunté.

—Estuviste maravillosa. Nunca he gozado tanto. Un clavadista se lastimó y me abrazaste, como cuando apareció la víbora coralillo, pero esta vez no te solté en toda la noche. Recuerdo tu aliento, tus jadeos… El enfermero, que había regresado con una taza de café para mí, tuvo el buen gusto de alejarse.

—No he olvidado el sabor de tu sexo, la forma en que mis dedos te tocaban por dentro. Fue una sola noche pero la disfruté para siempre. Al estar dentro de ti supe que ese momento me haría feliz, no sólo entonces, sino el resto de mi vida. Cada vez que me ha ido de la chingada, y no han sido pocas veces, he pensado en la forma en que me mordías aquí, en la muñeca, y en la respiración que salía de tu nariz, acariciándome la piel. Te amé con una locura animal, a ti, que eras la mujer de todas las ideas. Esa noche, El Revolcadero no fue una playa: fuimos nosotros. Fue tan bueno que al día siguiente me dijiste que no querías estropearlo con una repetición. Debíamos dejarlo así, como un tesoro único, para siempre. ¿Te acuerdas?

Aris me vio con los ojos castaños que tan fácilmente se llenaban de lágrimas.

Traté de contener las mías al decir:

—Sí, me acuerdo. No sé si él se dio cuenta de que yo lloraba. Siguió viendo el mar, como si de ahí provinieran sus recuerdos.

—Fui muy feliz contigo —añadió. En ese momento, Melusina entró al restaurante. Había hecho un panda de cerámica y quería mostrármelo. No supe cómo presentarle a Aris, pero ella se adelantó a decirle:

—¿Te gustan los pandas?

—Hace muchos años fui un oso panda y me enamoré de una señorita koala. Eso no era muy conveniente, pero fue estupendo. Melusina se dirigió a la zona de los yogures en el bufé.

—Me dio gusto verte —besé a Aris en la mejilla y respiré un olor agrio.

—Eres mi mejor recuerdo, princesa. Nunca antes me había dicho “princesa”. Toqué el escudo náutico en su saco. Quizá yo debía llamarlo “capitán”, pero preferí decirle algo verdadero:

—Me hiciste muy feliz.

—¿Verdad? —sonrió con sus dientes falsos.

— El Revolcadero no fue una playa: fuimos nosotros.

 

 

 

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