Crypta
© Carla Mc-Kay
Un cuento de Álvaro Bisama
Martes 09 de agosto de 2016
Las cosas increíbles que estuvieron a punto de ocurrirnos de algún modo nos ocurrieron: uno de los relatos de "Cuando éramos hombres lobo" del escritor, crítico literario y profesor chileno, editado por El Cuervo.
Por Álvaro Bisama.
Tiene treinta años y viene llegando del exilio. Es 1988 y desembarca en el puerto. No importa su nombre en esta historia que, si se mira bien, es solo una anécdota. Lo que dejó atrás es la memoria de una infancia donde existían otros colores, otros aromas. Se fue el 74, lo que recuerda –la memoria es una lejanía desolada– es el vértigo y un mundo que desapareció. Pero nada más. No le interesa recordar. Así que eso es todo, ese es el punto de partida. Así que recapitulemos: borrón y cuenta nueva al regreso, treinta años, 1988, el puerto. Eso basta para comenzar. A su llegada, no tiene un trabajo seguro. Vive en la casa de una pareja de amigos. Él es profesor y ella enfermera.
La casa queda en los altos del cerro que se eleva en el punto exacto donde alguna vez estuvo el barrio rojo de la ciudad. Sobre ese barrio rojo se escribieron novelas y se filmaron películas pero ahora ya no queda nada salvo eso: las películas y los libros. Pero la vista desde su balcón es impresionante. Cuando se levanta, puede ver la bahía al amanecer y la lentitud de los buques al entrar y salir de la rada. Hace durar los ahorros. Les paga un arriendo mínimo a sus amigos y se dedica al arte, pinta, escribe, dibuja, esculpe, lo que quiere decir que no se dedica a nada; simplemente deambula por el puerto, bebe en los bares, se escurre en la frágil bohemia de los fines de dictadura. A veces se acuesta con novias ocasionales, muchachas que le preguntan por su acento, sus viajes y con las cuales comparte algunas tardes. Él, se hace entender, es poeta y, por ende, lee mucho. Aquello es falso pero no demasiado, lee mucho pero no es poeta. Alguna vez lo publicaron en una antología sueca de escritores en el exilio. Como todos los de la antología era una copia triste de Nicanor Parra. Pero da lo mismo. Lo que importa: una de las muchachas con las que se acuesta le presta un libro.
El volumen se llama Crypta y es el primer y único libro de un poeta/artista visual/teórico que vive en un pueblo de la provincia que queda a una hora del puerto. Crypta tiene 120 páginas y es, de buenas a primeras, inentendible. En eso está de acuerdo casi todo el mundo: nadie sabe qué hacer con Crypta y con su autor. Los más arriesgados elucubran teorías sobre el libro: el libro que cambió la poesía chilena, el ensayo total sobre el lenguaje americano. Los menos, simplemente lo omiten, para qué entrar en honduras. Él, en todo caso, no es ninguno de ellos. No es más arriesgado ni menos arriesgado. Simplemente no entiende. Se pierde en Crypta, en ese laberinto de citas y collages que mezcla fotos de Trotski y Verlaine; mapas secretos del mundo; ecuaciones zoomórficas que deben ser resueltas por conejos; lingüística de topos; catálogos de arte victorianos; fotos de mujeres suspendidas en distintos tipos de oscuridad; conspiraciones, los agujeros negros del lenguaje, dedicatorias a poetas franceses desconocidos; más ecuaciones, esta vez graficadas con la iconografía de la meteorología hindú; reescrituras; fotos de casas en llamas, habitaciones llenas de escombros, anotaciones de náufragos que dilapidan sus últimos momentos contando fábulas nepalesas y el sonido transcrito que hace de una manada de lemmings ahogándose en un mar helado.
Y sí, Crypta trae todo eso y más. Crypta es eso y más y él queda absorto con el libro. Se obsesiona. Les habla de él a los amigos que lo acogen. Rompe con la muchacha que se lo ha prestado para quedarse con él. Por esos días, consigue un trabajo: da clases de idioma en un instituto. Mata sus tardes con otras muchachas y yendo al cine. Sigue releyendo Crypta, del mismo modo que sigue errando por los bares, sin llegar a conclusión alguna. Deja de decir que es poeta. Su personalidad muta, se impregna del lenguaje de susurros nacionales, se llena de eufemismos. Pierde su acento extranjero. Se mimetiza con el color amarillo sucio del puerto. Empieza a fingir que le gusta su trabajo. Pasan los meses. Un día conoce en un bar a un cineasta. El cineasta le dice que está en busca de guiones, no se lo dice precisamente a él, pero él lo entiende así: están en una mesa llena, suena algo de Quilapayún y el cineasta (que es la estrella de la noche: ha presentado en una cineteca del puerto un documental sobre el desmantelamiento de una vieja discoteca en el centro de Santiago, una discoteca a la que asiste toda la fauna de la contracultura chilena pero que, irónicamente, está regentada por un ex CNI) dice: estoy en busca de un guionista. Lo dice al aire y no mira a nadie pero él entiende que le están hablando. Eso es todo: el cineasta dice que anda a la busca de un guionista y a él se le ilumina la cabeza y se da cuenta de que es guionista. No es raro, antes era poeta.
Esa noche, a la salida del bar, medio ebrio le dice al cineasta que tiene un guión en barbecho y que se lo desea mostrar. El cineasta le dice que se va fuera de Chile un par de meses pero que a la vuelta pueden conversar. Él asiente y sonríe, le viene de perillas, en dos meses puede tener listo un guión. Se despiden en medio de ese barrio rojo donde ya no hay luces. Sube al cerro caminando. No pasan colectivos, camina entre medio de callejones oscuros, casas miserables, gatos perdidos y sombras fugaces que se agolpan en las esquinas. Mientras sube, piensa en el guión pero surgen algunos problemas. Al principio son problemas abstractos que lo golpean en la bruma alcohólica, miedos mínimos que se le aparecen de repente y de los cuales –mientras el frío de la noche lo devuelve paulatinamente a su estado de sobriedad– adquiere conciencia total cuando llega a su casa. Los problemas son dos. Uno tiene solución y el otro no tanto: nunca ha escrito un guión y, lo que es peor aún, no tiene historia alguna que contar. Cuando bebe un vaso de agua en la cocina ambas objeciones lo dejan abatido. Los días que siguen se los pasa intentando decidir qué va a hacer. Consigue por ahí unos cuantos libros sobre cómo estructurar un guión y con eso el problema uno está solucionado. El problema dos es más complejo así que recurre a las soluciones clásicas: intenta adaptar su propia biografía, plagia a autores clásicos, se roba argumentos de cuentos de hadas, se entrevista con amigos y amigas que puedan contarle historias. Ninguna le resulta: su propia biografía –si no fuera por un exilio sin estridencia– carece de drama, de los autores clásicos sabe poco y nada, sobre los cuentos de hadas solamente se le ocurren soluciones pornográficas y respecto a sus amigos/as todas las historias que le cuentan parecen gastadas y pierden el gas cuando las intenta colocar en el papel. Se desespera, comienza a odiar las clases de inglés, a sus amigos/arrendatarios, a la geografía multiforme de Valparaíso y la odiosa subida al cerro que realiza cada noche. Deja el proyecto.
Un mes después, un mes antes de que llegue el cineasta del extranjero, se encuentra con su ex en la Plaza Victoria. No hablan. Solo la ve al pasar, ella se pasea con un hombre. Entre medio de los dos está un niño pequeño. Se saludan en todo caso. El niño no le da bola. Él regresa a casa. Tiene una idea: toma de una estantería el ajado ejemplar de Crypta. Así que lo hace: relee Crypta por enésima vez anotando las imágenes que se le vienen a la cabeza. Al cabo de dos semanas, descifra el libro, tiene una historia que contar. Es la penúltima semana de 1988. Pinochet ha perdido el plebiscito, la realidad luce más alegre, intensa y menos dolorosa, y él ha terminado su guión; lo ha escrito a mano, en hojas blancas. Tras el guión de Crypta hay mapa posible del libro que ha ocultado hasta ahora su secreto: se trata de una novela. El esqueleto de esa novela, el esqueleto de ese guión, es mínimo y en el guión cobra la forma de una película coral protagonizada por seres con cabeza de animal que deambulan por una casa vacía, teniendo relaciones sexuales de corte sadomasoquista. Todos los personajes (que son cerdos, perros y focas) componen una familia de apellido Picabia. Todos abren puertas y cierran puertas, mientras descubren la mecánica de la casa donde están encerrados, la que al final se revela como la cabeza del poeta. En el guión esta anagnórisis los demuele: los Picabia no existen, carecen de sustancia; son, con suerte, sinapsis, flujos de ideas, representaciones simbólicas de lo que sucede realmente en esa cabeza.
Eso escribe en el guión, que además corrige y pasa a máquina en dos días. Le gusta cómo queda pero siente que falta algo, como si en ese rompecabezas –que es el guión, que es la cabeza donde viven los Picabia, que es Crypta, al fin y al cabo– una pieza brillara en la oscuridad señalando que es falsa. Él no sabe qué pieza es pero la intuye, la siente cerca. En el bar alguien le dice que el cineasta ya ha llegado a Chile y que en Año Nuevo se dejará ver por Valparaíso. Él sonríe: si solo tuviera más tiempo, piensa. Más tarde, en su habitación, mira las páginas mecanografiadas de Crypta, el guión, y el ejemplar de Crypta, el libro. Se le ocurre cuál es la falla: ha escrito en la oscuridad, se ha movido en sombras, lo ha hecho todo por intuición. Se da cuenta de que debe ir a ver al poeta. Dos días después, toma el guión de Crypta, lo fotocopia y parte al pueblo donde vive el poeta. La noche anterior ha llamado a la muchacha a la que le robó el libro para preguntarle dónde vive el poeta. Ella le responde solo después de una hora de recriminaciones, silencios, llantos al otro lado de la línea. Ella le cuenta que ha vuelto a estar sola. Luego, le ha advertido: no sabes a lo que vas, antes de decirle que se ha hecho un aborto. Él ha pensado en el niño con el que la vio; se imagina que pudo haber sido un fantasma. La conversación completa con la muchacha dura dos horas agotadoras, se extiende por la madrugada, en la noche deforme del puerto. Al final, ella le dicta la dirección. No sabes a lo que vas, ha dicho antes de colgarle. Después de eso, insomne, él se ha quedado cavilando. Piensa en la muchacha pero también en lo que conoce del poeta: nunca fue a la universidad, robaba motos cuando era joven y las lanzaba al mar, tuvo una librería que fracasó por falta de público, ya no sale de su casa. Eso es todo, un puñado de cuentos chinos de la literatura local. Nada serio, piensa mientras la micro se adentra en los cerros de provincia. Hace calor. Son las 12 de la mañana. Ya ha pasado Navidad y faltan un par de días para el Año Nuevo. Cuando llega al pueblo, toma un colectivo que lo deja a dos cuadras de la casa del poeta, que está en una población llena de casas iguales, en la loma de una colina amarilla. Camina por la población. Los niños andan en bicicleta, los rayados del NO pierden color en los muros, se escucha música reggae saliendo desde algunas casas.
Encuentra la del poeta, una construcción reciente y mínima, nada la distingue del resto. Toca el timbre, una mujer le abre y le explica a qué viene. Ella lo mira raro. La mujer tiene el maquillaje corrido, parece haber llorado. Menciona el nombre de la muchacha. La mujer lo deja entrar: el poeta está en su estudio. Ella le dice que espere en el living. Mira la decoración: muros casi desnudos, solo fotos familiares del poeta, la mujer y sus hijas. Eso es todo. Nada más. Un olor pesado, a especias, flota en el aire. La mujer le pide que por favor la visita sea breve, que el poeta no se siente muy bien en estos días. Él asiente con la cabeza y esboza una disculpa. Luego la mujer se pierde en la cocina. El poeta aparece en el living. Es idéntico a las fotos: feo, alto, flaco, demacrado y tiene una melena escuálida y sucia peinada hacia atrás que disfraza en una calva incipiente. Su piel es amarilla. Está enfermo. Probablemente está loco: se da cuenta cuando hablan del proyecto de la película. Él miente, el poeta escucha. El poeta le pregunta si va a ser como esa película inglesa donde aparece Borges. Él dice que no la ha visto, pero que en cualquier caso, no va a ser como esa película. El poeta le dice que lo que aparece en verdad en la película inglesa es una imagen de Borges a la que le llega un balazo. La imagen de Borges rompe la pantalla. Hay diferencias entre Borges y su imagen, dice el poeta. Luego le pide la copia del guión. Él se la entrega, el poeta no la hojea. Le cuenta la historia de un poeta surrealista que se comió su propia mano. Lo encontraron así, dice el poeta, devorándose a sí mismo en una habitación, con la mano casi sin piel, con los ojos abiertos y saciado de sí mismo, dice. Luego agrega: ¿Ha leído usted a Lovecraft? Él dice que no. Vale la pena, hágalo. Sus monstruos son asombrosamente parecidos a nosotros, pero viven en el lado delgado del aire. Esos monstruos ahora son la realidad. Si acepto participar en su película, va a ser solo interpretando a uno de eso monstruos, dice el poeta. Crypta ya es letra muerta. Es un texto que funciona solo, más allá de mi nombre, más allá de las colinas de este pueblo de tierra. No me interesa. Ahora puede irse, pero déjeme el guión para verlo. Él se despide y se va. Vuelve al puerto.
Piensa en la conversación, imagina los monstruos. Se dedica a lo suyo. Vagabundea por bares. Se siente vacío. Se emborracha. Una noche se para en la puerta de la casa de la muchacha y se pone a gritar. Ella sale a verlo. Lloran juntos. Terminan en la cama. Luego se separan, el vacío vuelve. En Año Nuevo mira los fuegos artificiales en una plaza: las luces que explotan en el cielo y ciegan la vista, bombardeando una ciudad donde, milagrosamente, nadie muere. Abraza a sus conocidos y luego ubica al cineasta en una fiesta. Son las cuatro de la mañana. Le dice que tiene el guión. El cineasta está drogado, él está ligeramente ebrio. ¿Qué guión?, le pregunta. ¿Quién chucha eres tú?, agrega. Él dice: me encargaste escribir el guión de tu próxima película, adapté un libro, estoy a punto de conseguir la aprobación del autor, dice mencionando el nombre del poeta. Pero quién es ese huevón, dice el cineasta y quién eres tú, huevón, no te conozco; además, yo hago documentales. ¿Por qué estás en esta fiesta?, grita el cineasta y luego se da la vuelta y se va. Él se queda en medio de la pista de baile. La gente baila cumbia alrededor suyo. Se va. Escapa del único modo posible en el puerto: sube el cerro. La calle huele a pólvora y carne asada. Los ecos de la celebración llegan traídos por el viento. No mira las luces de la bahía. Se sienta en la calle. Pasa ahí como una hora. Fuma. Respira hondo. Las volutas del humo toman la forma de los monstruos y luego desaparecen. Eso es todo. Decide entrar. No hay nadie en la casa. Llama a la muchacha por teléfono. Hablan hasta el amanecer. Cuando ella cuelga, él se va a acostar. Sobre el escritorio, mira el ejemplar de Crypta. La luz del sol naciente ilumina la mitad de la portada. El resto permanece en penumbras: un par de casas derrumbadas fotografiadas en blanco y negro donde un par de niños juegan alrededor del frontis. Los niños están suspendidos en el aire, detenidos. La oscuridad tapa a uno, que aparece deforme, plácido y sombrío, ante sus ojos. Es imposible saber lo que está haciendo.
El presente relato fue tomado de Cuando éramos hombres lobo, de Álvaro Bisama, Editorial El Cuervo. La Paz, Bolivia.