"Gabriela": un cuento de Marta Brunet
Literatura chilena
Miércoles 30 de agosto de 2023
"Yo he sentido que la muerte me seguía", dice la protagonista de este cuento de la escritora chilena Marta Brunet, nacida en Chillán en 1897 y fallecida en 1967 en Montevideo. Tomado de los cuentos seleccionados por Cynthia Rimsky para Alfaguara.
Por Marta Brunet.
Se hablaba de accidentes en que se palpa la fatalidad. Se contaban muchas historias, y cuando un silencio de angustiosa interrogación se tendió a lo negro de lo ignoto, lentamente, con una voz musical que cantaba el final de las sílabas, una mujer joven habló:
—Yo he sentido que la muerte me seguía.
Muy alta, esbelta, con una flexibilidad de quila en los movimientos, Gabriela se hundía en un sillón policromado por cojines fantásticos. Vestida de negro, la seda diseñaba las formas sobrias en curvas, dando la sensación de que iba desnuda bajo el traje. Tenía el cutis pálido, con una blancura viva que daba luz y ni una pinta de rosa se mezclaba a su albor. En el rostro eran sombras las ojeras y negrura de abismo las pupilas fijas, alucinadas, extrañas, desconcertantes bajo la onda de pelo rubio que le cubría la frente, alborotándose atrás en una corta melena. La nariz recta se estremecía en un constante husmear perfumes y luego —mancha de sangre en un lino— se dibujaba la boca alta y breve. Los brazos bajaban desnudos, yendo a unir las manos sobre las rodillas en un gesto de plegaria.
—Fue —prosiguió, instada mudamente por los ojos que la miraban— una tarde en la montaña, durante un verano en que acompañé a mi marido en el fundo. Sofocaba un roce que ardía en el horizonte, la hoguera enorme se iba a lo alto a crear nubes de humo y un olor acre se pegaba a la garganta, dificultando la respiración. A veces se percibía el fragor de los árboles al troncharse. Bandadas de pájaros pasaban sin rumbo, piando despavoridos. La vegetación se mustiaba en una languidez de muerte y hasta los animales mostraban fatiga e inquietud.
»Poco a poco fue cogiéndome una pesadez molesta, una especie de sopor que me embotaba el cerebro, y creyendo que el movimiento lo ahuyentaría, me puse un sombrero y tomé por la carretera bordeada de pinos.
»Al final de la planicie —donde la carretera empieza a sumirse en una cuesta— tuve la sensación de que alguien me miraba desde el otro lado de la cerca. Me detuve vacilante, angustiada sin saber por qué. Quise volverme, regresar a casa..., y no pude. Una fuerza superior e incontrastable me empujó hasta una puertecilla practicada en la cerca, me hizo abrirla, empujarla, avanzar.
»Delante de mí serpenteaba un estrecho atajo que iba al molino, vereda abrupta llena de baches y guijarros sueltos, peligrosa por su descenso rápido y constante, que abajo desembocaba junto a un ancho canal.
»Quise volverme nuevamente, pero el cuerpo no me obedeció y atento a otra fuerza que lo impelía siguió camino adelante. Iba lenta, sin detenerme, sin poder detenerme, ahora con la sensación de que alguien me seguía, queriendo recoger el roce de los pasos que debían ir tras de mí y no logrando escuchar otra cosa que los golpetazos de sangre que enviaba el corazón al cerebro; queriendo volverme y no haciendo otro movimiento que el de avanzar, apresurándome por instantes.
»Encontré a una mujer que venía en sentido contrario seguida por un perro. Quise detenerme: no pude. Quise hablarle: no pude. Quise hacer un gesto: no pude. La mujer pasó junto a mí dándome las buenas tardes, quedó atrás. Yo seguía avanzando, rígida, muda, mecánica.
»El perro se había detenido y me aguardaba gruñendo, erizado, mostrando los dientes agudos. Aquel perro me conocía y humilde y cariñoso jugaba siempre conmigo. Ahora se replegaba sobre sí mismo, tomando impulso para saltar. Al verlo en el aire creí que caería sobre mí destrozándome. Pero no, atacaba lo que yo sentía seguirme, atacaba algo que sus ojos de visionario percibían. Oí su grito de dolor y, tras un espacio de silencio, su aullar agorero me escalofrió pavorosamente. ¿Contra qué había chocado?
»El perro también quedó atrás. Yo seguía avanzando, corriendo. Todo pasaba junto a mí en vértigo de rapidez. Me sentía hundir en algo negro, en la muerte que me esperaba abajo. Ya no corría: daba saltos, obligada, empujada, golpeada. Me veía caer de bruces y rodar hasta el agua del canal. ¡Oh, qué horror! Y seguía saltando, desacompasada, brusca, roto el nudo de la garganta por gritos guturales que me parecían de monstruos, tan ajenos eran a mi voz.
»Un salto. ¿Caería a éste? No, aún no. ¡Otro! ¡Otro! ¿Ya? No... Y de pronto, no sé cómo ni por qué fuerza desesperada del instinto de conservación, conseguí echarme y caer hacia atrás, quedándome rígida, inmóvil, pero sin perder el conocimiento. Entonces, por sobre mí pasó algo helado, horrendo, indescriptible, algo como ese viento sur que en primavera nos enfría hasta los tuétanos, algo como la sensación que produce el roce de un animal viscoso, algo como si al mirarnos en un espejo encontráramos reflejados los huesos mondos de un esqueleto. Fue un momento pavoroso en que sentí que la vida se me iba, que se me helaba la sangre. Entonces perdí el conocimiento.
»Dicen que cuando me encontraron me dieron por muerta: tan pálida estaba. Volví a la conciencia después de muchos días de fiebre y lentamente me fui reponiendo, pero nunca, nunca, se ha conseguido que un poco de sangre me coloree la piel. ¡Quedó alba de horror al paso de la muerte!
Un silencio. La mujer callada parecía seguir —con las pupilas en el vacío— la visión de cuanto había evocado. Las cejas se unían en una horizontal de sufrimiento y la boca reseca se abría anhelante sobre los menudos dientes deslumbradores. Extraordinaria de expresión, semejaba una máscara trágica, de esas que el Renacimiento gustó de pintar en los infiernos dantescos.
Callaban todos. Las mujeres se estremecían sintiendo en los nervios el cosquilleo del miedo. Los hombres... Uno preguntó a otro quedamente:
—¿Usted lo cree, doctor?
—¿Yo? No..., acaba de inventarlo. Es una histérica, pero tiene talento.