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Ficción hispanoamericana

Los animales en los cuerpos de mis hijos: un cuento de Katya Adaui

Geografía de la oscuridad, de Katya Adaui, ha obtenido el Premio Nacional de Literatura de Cuento en Perú: a continuación, Páginas de Espuma nos cede uno de sus cuentos.

por Katya Adaui.



Huelen a sudor antiguo. Los trajes de gomaespuma corresponden a otros cuerpos. Arrancamos una malla de licra atorada en uno de los pies. Puaj, dicen, ¡qué asco! ¡Yo no me voy a poner eso!

Mi hija es un elefante. Mi hijo, un ratón.

Los ayudo a vestirse, los llevo frente al espejo y sonríen, se sienten de gala. Han elegido a sus propios animales. La zoología de nuestra casa es peculiar, el ratón no le teme al elefante.

Mi hija se ha convertido en mi animal favorito. Y hay algo que no puedo contarle: a los elefantes que perdieron a la madre se les amarra una colcha alrededor del lomo. El peso reemplaza la trompa, adonde van a refugiarse. Aunque la colcha sea lavada y mezclada con otras, siempre reconocerán su olor. Si cargan la misma colcha, semana tras semana, mes tras mes, durante sus primeros cinco años de vida, sobrevivirán.

Debo extremar el cuidado.

Te volteas y ya no están. Alguien los tomó de la mano y no fuiste tú. Te volteas y renacen en otra familia. Tienen nuevos nombres y apellidos y apodos entrecomillados. No voy a privarme de ver a mis hijos transformados en seres sin preguntas. Hoy no.

Ella, una burbuja gris acolchada. Él mordisquea, aburrido, un trozo de queso. No te lo comas todo, es parte del disfraz. Los cepillo y les amarro el pelo. En sus ojos hay la voluntad de una estampida. ¿Debo pintarme manchas, pegarme bigotes y embestir? Yo no me puedo convertir en otra cosa.

Me pongo las medias y lustro los zapatos con los pies.

Me tomo mi tiempo.

Antes de abrir la puerta de calle:

Solo tocaremos los timbres de las casas, nada de edificios.

¡¿Por qué?!: ella.

Él es un no.

Si se pierden por los pasillos, ¿qué sería de ustedes sin mí?

Toda la cuadra es un silencio.

Las ventanas oscuras, como tapiadas. Cuando yo era chico a los tacaños les lanzábamos huevos contra la fachada. Claras y yemas en mescolanza, se chorreaban y quedaban pasmadas. Les imaginábamos una vida horrible. Romperles las ventanas. No nos atrevimos. Puerta marcada, casa detestada, era la contraseña. No es momento de andar desperdiciando.

Como un domador, mantengo a dos animales amaestrados avanzando junto a mí.

Tocamos los timbres de las casas. Delante de las puertas chillan su impaciencia.

Escucho algo. ¡Ya vienen!

Observo las puertas y a los niños. Siento un pavor hondo. ¿Qué puedo hacer? Soy alguien que espera.

Saltan poderosos y despabilados y exigentes.

¡Ahorita, ahorita!

Los animales en los cuerpos de mis hijos se ven baratos, tal cual, de reventa. Los ratones son la segunda especie en poblar la tierra; el elefante africano está en peligro de extinción.

Es terrible saber que nunca podré hacer algo por ellos.


Los niños ríen y esta noche. Ríen y la vida.

Tocamos todos los timbres, de casas y edificios. Rííín, suenan, urgidos, coreados. De nuevo, rííín. Les advierto, una vez más:

No ingresaremos a los pasadizos. Afuera. ¿Está bien? 

Esperamos resistencias. Nuestras bolsas insisten: nos escucharán.

Desearía ser un tigre. Mi agilidad es de tortuga. Voy recogiendo del suelo, una a una, las golosinas morosas. Nos esquivan y mis hijos me siguen o yo. Bajo la luz ámbar de los postes, la vereda brilla color caramelo. Deberíamos dejar algunas aquí y volver mañana temprano, atestiguar las faces, los chisporroteos al sol.

Corremos y maravilla y acumulamos, debajo de las ventanas altísimas y de los ojos recién llegados que nos calculan.

Observo a mis hijos una vez más y deseo para ellos la memoria de los peces, doce largos días, no la memoria eterna del elefante, no la mía. 

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