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¿Es el gato el animal favorito de la literatura?

Por Matías Moscardi

De Poe a Baudelaire, de Borges a Freud y a Doris Lessing, de Stephen King a Spencer Holst, un recorrido por las apariciones felinas en la literatura y el cine. "¿Cuál es el secreto del seductor magnetismo que los gatos ejercen sobre las personas? ¿Qué extraña alquimia los transformó en lo que representan hoy?".

Por Matías Moscardi.

Jean Cocteau dijo, alguna vez, que prefería los gatos a los perros porque no hay gatos policías. Los gatos están de moda. Por todos lados, Gifs y Memes de gatos simpáticos, tiernos, graciosos: invariables símbolos cristalizados por el marketing. Su ambiguo poder significante parece haber sido aplanado y emparejado por el mercado, como si ese mito según el cual «los chinos se comen a los gatos» fuera una forma de exteriorizar una metáfora de proximidad ominosa: consumimos gatos como mercancías. Escritores como Truman Capote, Herman Hesse, Aldous Huxley, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar; estrellas de cine como Bettie Page, Brigitte Bardot, Elizabeth Taylor y Marilyn Monroe; y, por supuesto, los héroes del rock, desde Bob Dylan, David Bowie, Freddie Mercury, Kurt Cobain y Johnny Ramone ¡hasta el mismísimo Marilyn Manson! Todos han sido fotografiados con sus gatos. ¿Por qué los perros no gozan del mismo tipo de estatuto cultural? ¿Cuál es el secreto del seductor magnetismo que los gatos ejercen sobre las personas? Una parte de la tradición literaria, sin embargo, emparenta la figura del gato con la novela gótica, la brujería y el mal augurio. ¿Qué extraña alquimia los transformó en lo que representan hoy?

Una de las constataciones cotidianas más rotundas del carácter semiótico de la cultura bien podría residir, precisamente, en el estatuto simbólico de los animales. No hay equivalencia posible: la muerte de un gato no es análoga a la muerte de una hormiga. En las mascotas, acaso por el interdicto de una probable proyección inconsciente, algo se humaniza. Ante la escena de un gato matando lentamente a un ratón, por ejemplo, Denise Levertov escribe en uno de sus poemas: «Qué cruel es el gato ante nuestros ojos culpables». El poema se titula, sin embargo, «El inocente». En El malestar de la cultura (1930) Freud observaba que «jamás se pregunta por el objeto de la vida de los animales». Dicho de otro modo, si bien existe una vastísima tradición filosófica que se ha interrogado por el sentido de la vida humana, la pregunta por una verdadera metafísica  animal parece extravagante, incluso cuando los modos usuales de abordar la ética de nuestras mascotas radican, como en el poema de Levertov, en los parámetros dictaminados por la lengua y la cultura propias: los animales «se portan bien» o «se portan mal». Y, aún así, hay un remanente nietzscheano en los animales, pero sobre todo en los gatos: algo –una cualidad inherente a su existencia– parece ubicarlos más allá del bien y del mal.

Acaso la primera cultura en donde el gato ocupa un lugar privilegiado sea nada más y nada menos que la cultura egipcia. En el Louvre, hay una escultura milenaria en bronce de Bastet, diosa egipcia con forma de gato que representaba la maternidad. Precisamente, en su origen mítico, algo de los gatos parece instalarse por encima de la esfera de humana, como una divinidad. Esta primera asociación histórica entre la gata como emblema materno conectará con algunos significados que aparecen, posteriormente, en otras lenguas. Por ejemplo, de acuerdo con el prestigioso Diccionario Oxford de Latín, el adjetivo cattus –de donde posiblemente derive, casi intacta, la palabra gato– significa «inteligente» y a la vez «cauto»; en francés, el verbo guetter refiere, por otra parte, el acto de «espiar». Pero ¿a quiénes espían estos sigilosos y astutos animales?

En la sumatoria de todos estos sentidos asignados a lo largo de la historia, los gatos parecen haber descendido a la tierra directo del Olimpo y estar acá con la estricta y secreta misión de velar maternalmente por los humanos. En efecto, con sólo mirar el andar de un gato –su extremo refinamiento y su levedad, la parsimoniosa delicadeza que, en un abrir y cerrar de ojos, puede transformarse en una veloz reacción– percibimos que el modo de ser de los gatos, su existencia, parece estar sucediendo en otra parte, en otra dimensión. El perro es el mejor amigo del hombre: esto implica, en algún punto, una relación simétrica de igualdad. El gato, en cambio, parece estar siempre un poco más allá de lo humano. Podríamos decir que los gatos son seres de lo imaginario mientras que el perro es un animal de lo real.

En un poema titulado “Los gatos”, Charles Bukowsky escribe: “Caminan con sorprendente dignidad./ Duermen con una sencillez directa/ que los humanos no comprenden/. Sus ojos son más hermosos que los nuestros/ y pueden dormir 20 horas al día/sin dudas ni remordimientos. Cuando me siento mal/ me basta con mirar a mis gatos/. Estas criaturas son mis maestros”. Por su parte, Pablo Neruda tiene su propia “Oda a los gatos”, donde advierte un carácter semejante, relacionado con la superioridad. En este poema, Neruda dice que el gato es el animal perfecto: lo llama “pequeño emperador”, “mínimo tigre de salón”, “fiera independiente de la casa”, “arrogante, perezoso, gimnástico”.

En definitiva, hay algo en la motricidad felina, en su agraciada condición estética de constante modelaje, que tiene marcados efectos psicológicos en las personas. Fabián Casas –que tiene una perra– escribió alguna vez: “a las cosas no les importan los mortales”. Podríamos reformular: a los gatos no les importan los mortales. Hay una indiferencia típicamente gatuna: los gatos rara vez vienen cuando se los llama, se muestran autónomos, independientes. Por eso, el escritor Ray Bradbury aconseja, en una entrevista, tratar a las ideas como a los gatos: hacer que nos sigan. Tal sería la dificultad del pensamiento. De esta enfática actitud de apatía con respecto a las personas, posiblemente proviene su poder simbólico, su ambigüedad para encarnar sentidos contrarios. Por eso, también, ante una fuerza de transmutación semiótica tan grande, la forma en que nuestra cultura termina metabolizando la figura del gato tiene que ver con la reducción de su poder simbólico a la mera simpatía, a una ternura estereotipada.

En “El gato con botas” (1697), Charles Perrault enaltece para siempre la astucia gatuna. En la misma línea, el gato de Cheshire que aparece en Alicia en el país de las maravillas (1865), de Lewis Carroll, además del don de la invisibilidad y la omnipresencia, tiene el don de la reflexión filosófica. Su sonrisa calcada, sin embargo, suma un primer tinte inquietante y prefigura el rictus grotesco del Guasón. La inteligencia de estos animales se transforma en picardía y excentricidad en El libro de los gatos mañosos del viejo Possum (1939), que el poeta norteamericano T. S. Eliot escribió para sus nietos y que inspiraría, muchos años después, el legendario musical Cats (1981).

En un poema llamado “El gato”, incluido en Las flores del mal (1857), Charles Baudelaire se refiere a este personaje como “amable bestia” (aimable bête). Esa sonrisa desconcertante del gato de Alicia, sumada al carácter bestial que asoma en esta mínima caracterización, acaso tengan un referente previo: “El gato negro” (1843), de Edgar Allan Poe. En este famoso cuento, leemos: “todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas”. El gato en cuestión, de nombre Plutón, es depositario del sadismo, la violencia, pero a la vez del karma del protagonista, que mata a su mujer y es delatado ante la policía por el maullido del gato. Quizás este cuento represente la primera escena de transmutación: primero amado, tierno y hermoso, luego odiado, siniestro y vengativo. De la misma oscuridad se nutre Church, el primer gato zombie, que aparece en Cementerio de animales (1983), de Stephen King.

En el libro de culto El idioma de los gatos (1971), de Spencer Holst, el cuento que da nombre al volumen narra la historia de un personaje solitario cuyo gato se transforma en el centro de su vida. Tal es así que, un buen día, decide ponerse como meta comunicarse con su gato. ¡Y finalmente lo logra! Su amigo felino le comunica algo revelador: que los gatos no le temen a la muerte. En este punto comprendemos, de pronto, esa actitud enaltecida y endiosada de todo gato: no sólo son indiferentes a los humanos, sino a aquello que los humanos más temen. Marcel Mauss decía, precisamente, que los gatos son los únicos animales que consiguieron domesticar al hombre. La poeta brasileña Angélica Freitas lo reafirma así: «lo que dicen de los gatos/ es cierto/ nosotros somos de ellos/ y no al revés».

Doris Lessing, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2007, le dedica un libro entero a sus mascotas: Gatos ilustres (1967). Lessing cuenta la historia de los gatos que fueron pasando por su vida. En un momento, llega a esta conclusión: todo gato es adorable. Vuelve, acá, en ese pequeño atributo, algo del sentido originario, egipcio, de la adoración del gato como un dios. En la condición adorable de los gatos se conjugan las principales características históricas de la especie: por un lado, son temibles y sublimes, como un dios y, a la vez, producen un tipo de ternura particular.

El cine y la animación también tienen sus respectivos homenajes a la picardía gatuna: Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988) o Haru en el reino de los gatos (Hiroyuki Morita, 2002) refuerzan la idea de que los gatos viven, literalmente, en otra dimensión, en su propio mundo. El año pasado se estrenó un documental turco titulado Kedi (Ceyda Torun, 2016), que se centra en la vida de los gatos en Estambul, ciudad famosa por la cantidad de felinos que andan por las calles. En este caso, los gatos devienen estrellas de cine: son el foco de la cámara, que nos muestra cómo es su vida cotidiana, qué hacen e incluso cuál es su característica psicológica distintiva en cada caso.

El poder simbólico del gato es tal que, en la actualidad, la palabra se emplea como expresión popular: me refiero al conocido apodo de «gato», que acaso provenga del lunfardo y que solía hacer referencia, con cierta connotación negativa, a personas refinadas. Hoy, incluso, puede utilizarse tanto de manera negativa como de manera positiva: como si la palabra misma se comportara como un gato inquieto y no se dejara atrapar en ningún sentido fijo y estable.

Por último, una anécdota personal: mi novia tiene una gata negra llamada Tinta. Yo nunca tuve mucha onda con los animales. Una vez, adoptamos una perra con una Ex y fue desastroso. Por eso, Ana nunca trajo la gata a casa. Tinta vivía con una amiga de ella. Resulta que un día, no se sabe muy bien cómo, en uno de sus paseos diarios, Tinta volvió con la cadera literalmente pulverizada, hecha añicos. El veterinario, después de mirar la radiografía, diagnosticó que no volvería a caminar. La amiga de Ana tenía programado un viaje largo e impostergable. Moraleja: Tinta se mudó con nosotros, a nuestro departamento. En menos de tres semanas, la gata se recuperó por completo: ahora salta, corre, juega. Y todas las mañanas ejecuta un misterioso ritual: se sube a nuestras mesitas de luz y se queda un rato parada ahí, como una orgullosa efigie del desierto.

 

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