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Ficción argentina

¿Encontraría a la Maga? Una vuelta al clásico de Julio Cortázar

Luis Gusmán relee Rayuela

"En la novela de Julio Cortázar hay otro juego que no es la rayuela, sino la escondida". Leé un adelanto del nuevo libro del autor de El frasquito: Flechazo, por Emecé.  

Por Luis Gusmán. Fuente foto: Clarín.

 

 

 

Rayuela relata el callejeo de Oliveira y la Maga por la ciudad convertida en rayuela, como aquel juego de la infancia: «Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de la frase de un clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo». Pero en la novela de Julio Cortázar hay otro juego que no es la rayuela, sino la escondida. 

La Maga y Oliveira juegan a perderse y encontrarse por las calles y los lugares de París: «Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos». Los dos están convencidos de que un encuentro casual era lo menos casual en sus vidas: «Y mira que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos». 

Y, sí, entonces hay una vez en que Oliveira no la encuentra: «Pero ahora ella no estaba en el puente. Su fina cara de traslúcida piel se asomaría a viejos portales en el Ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el 27 Boulevard Bourdon. De todas maneras, subí hasta el puente, y la Maga no estaba». 

Oliveira, en su búsqueda de la Maga, se apodera de París y es un parisino más. Tiene una familiaridad con las calles, los lugares, con su arte, los helechos en forma de araña de Klee, el circo de Miró, los espejos de ceniza de Vieira da Silva. Y París se duplica en esos otros espejos que no se consumen en ceniza, como ese amor callejero entre los dos. 

El juego de los encuentros tiene sus reglas: «La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio a cierta hora. Les gustaba desafiar el peligro de no encontrarse …». Se citaban por ahí, pero siempre se encontraban. Sus itinerarios excedían 23 los cálculos de probabilidad: «Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella fatalidad». 

Oliveira la sigue buscando: «Y por qué no, por qué no había de buscar a la Maga, tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y oliva que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, nos íbamos por ahí a la caza de sombras…».

Pero Oliveira nunca llevó a la Maga a lo de madame Léonie a que le leyera la mano. Tuvo miedo de que advirtiera en su futuro alguna verdad sobre su pasado: «Porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizás que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sosteniendo dos velas verdes y el viento soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro». 

Es posible que, en ese juego de espejos y repeticiones, al ritmo de ese tango parisino y sentimental, Oliveira se detuviese ante esa cotorrita de la suerte porteña que es madame Léonie. Es posible también que nunca llevara a la Maga ante la adivina para no encontrar en la palma de la mano de ella algo que a él le era desconocido, o todavía algo más ominoso, desconocido para los dos. Porque quizás lo más terrible no fuese la máquina de repeticiones, que habían domesticado en ese juego de encuentros y despedidas por las calles parisinas, sino enfrentarse a los espejos de ceniza de Vieira da Silva: «…Un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil». 

Es decir, deambular como un fantasma porteño por el tablero de París, sin ton ni son. Como si para ese hombre llamado Oliveira, en el dibujo atizado de la rayuela, las piedritas hubiesen caído fuera del trazado. «Ya para entonces se había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche, sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas». Entonces: final de juego. 

Los lectores de Cortázar que visitan el cementerio de Montparnasse entendieron bien el juego. Y en un ritual, fiel como todo ritual, dejan sobre su tumba unas piedritas que arman una rayuela mutante. Las piedritas cambian de tamaño y de color, pero siempre entran en la rayuela.

 

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