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El prólogo de los Cuentos Reunidos

El prólogo de Elvio E. Gandolfo a los Cuentos Reunidos de Felisberto Hernández.

Por Elvio Gandolfo.

Durante muchos años, incluso décadas, hubo dos títulos cruciales de la literatura uruguaya alimentando las pilas de saldos de la avenida Corrientes y después de la avenida 18 de Julio de Montevideo: La vida breve, de Juan Carlos Onetti, y Nadie encendía las lámparas, de Felisberto Hernández. Para muchos lectores argentinos, yo incluido, el primer contacto con lo que escribió Felisberto Hernández quedaba marcado como un momento de antes y después en la vida, no en la mera literatura (disimulado por la pregunta “Este tipo, ¿quién es?”). En mi caso fue la lectura del relato “El balcón”, incluido en una de las series de “crónicas” (en este caso fantásticas) que editaba Jorge Álvarez. No es exagerado comparar ese instante con otros: descubrir a Proust, a Borges, a Grombowicz o, ya que estamos, al propio Onetti.

cuentos reunidos

Hubo una época en que se podía gozar de las obras completas organizadas para Arca por José Pedro Díaz (que fue su amigo y discípulo) primero en seis tomos y después en tres. Más adelante hubo ediciones fuera del Río de la Plata: completas de Siglo XXI de México, y selecta de Siruela en España. Desde hace años los lectores argentinos quedaron desprovistos incluso de aquellos viejos ejemplares de saldo, ahora convertidos (gracias al interés en aumento de gente como Italo Calvino) en inhallables joyas bibliográficas. O maniatados ante las recientes ediciones en Montevideo, plagadas de erratas y con una tipografía antilectura, del actual sello Arca, que nada tiene que ver con el pasado. De allí la importancia crucial de esta edición de Eterna Cadencia Editora que pone después de mucho tiempo al alcance de los lectores buena parte de su mejor obra.

El prólogo de Elvio E. Gandolfo a los Cuentos Reunidos de Felisberto Hernández.

Por Elvio Gandolfo.

Durante muchos años, incluso décadas, hubo dos títulos cruciales de la literatura uruguaya alimentando las pilas de saldos de la avenida Corrientes y después de la avenida 18 de Julio de Montevideo: La vida breve, de Juan Carlos Onetti, y Nadie encendía las lámparas, de Felisberto Hernández. Para muchos lectores argentinos, yo incluido, el primer contacto con lo que escribió Felisberto Hernández quedaba marcado como un momento de antes y después en la vida, no en la mera literatura (disimulado por la pregunta “Este tipo, ¿quién es?”). En mi caso fue la lectura del relato “El balcón”, incluido en una de las series de “crónicas” (en este caso fantásticas) que editaba Jorge Álvarez. No es exagerado comparar ese instante con otros: descubrir a Proust, a Borges, a Grombowicz o, ya que estamos, al propio Onetti.

cuentos reunidos

Hubo una época en que se podía gozar de las obras completas organizadas para Arca por José Pedro Díaz (que fue su amigo y discípulo) primero en seis tomos y después en tres. Más adelante hubo ediciones fuera del Río de la Plata: completas de Siglo XXI de México, y selecta de Siruela en España. Desde hace años los lectores argentinos quedaron desprovistos incluso de aquellos viejos ejemplares de saldo, ahora convertidos (gracias al interés en aumento de gente como Italo Calvino) en inhallables joyas bibliográficas. O maniatados ante las recientes ediciones en Montevideo, plagadas de erratas y con una tipografía antilectura, del actual sello Arca, que nada tiene que ver con el pasado. De allí la importancia crucial de esta edición de Eterna Cadencia Editora que pone después de mucho tiempo al alcance de los lectores buena parte de su mejor obra.

Dos áreas fueron esenciales en ella: el despliegue sereno y complejísimo de los recovecos de la memoria, y el intercambio de funciones entre los objetos y los seres humanos. Como es lógico, muchos textos mezclan ambos campos. Pero la originalidad de Felisberto Hernández en el buceo de la memoria no tiene parangón. Sobre todo en sus tres textos más extensos: dos editados en vida, Por los tiempos de Clemente Colling (1942) y El caballo perdido (1943), y el tercero póstumo: Tierras de la memoria, de 1944, publicado recién en 1965. Todos incluidos en esta selección.

En los tres, el modo en que se mete con la memoria no se parece al de nadie. El paradójico logro del yo que narra reside en flotar empáticamente en el mar del recuerdo, sin ordenarlo demasiado, interrogándolo sin salir de sí, sin actuar sobre el exterior. El “tema” narrativo puede ser una profesora de piano de la infancia (en El caballo…), o un viaje de adolescencia en Chile (en Tierras…). Pero ese “argumento” es a la vez despliegue de sí mismo y hundimiento desde un principio en el mecanismo extraño de recordarlo, que va aglutinando a su alrededor la extraordinaria capacidad del autor para mezclar la filosofía en acción con una “ciencia el pasado personal” cuyos mecanismos busca con ahínco, aún a riesgo de quedar atrapado en la fascinación por su funcionamiento.

Entre los relatos más breves de este volumen figuran algunos de sus clásicos absolutos: “Nadie encendía las lámparas”, “El cocodrilo”, “El acomodador”. Más secreto, y muy hondo, es “Menos Julia”, extraordinariamente moderno, o incluso posmoderno.

Aparte del deslumbramiento (repetido en cada relectura), el “efecto Felisberto” no estaría completo sin caer en la tentación de marcarle algún pequeño apartamiento de la admiración total, algo que él mismo promovía. Debo confesar que tanto “La casa inundada” (aquí incluido) como “Las Hortensias” me resultan los textos donde él fue más voluntaria, trabajosamente raro, escenográfico.

*

Felisberto Hernández nació en el barrio de Atahualpa de la ciudad de Montevideo. Vivió 62 años. Estudió piano, y a los 17 acompañaba películas mudas en un cine. Clemente Colling, ciego y organista, le enseñó armonía. Hasta los 38 fue básicamente pianista y compositor, aunque en ese período publicó sus “libros sin tapas” iniciales. Hacía giras por las provincias argentinas y los “departamentos” uruguayos, con su amigo y gestor Venus González Olasa. Ya desde entonces, le costó mucho, más que vivir, ganarse la vida.

El cambio casi completo a la literatura lo realizó poco después de la muerte de su padre, también trabajoso (y a menudo frustrado) luchador contra la penuria económica que asediaba a su familia. A partir de entonces dejó muchas cosas además del piano, a cambio de la atención concentrada, de la mirada abstraída en lo que quería expresar, un borde entre la realidad y el pensamiento, entre el individuo en eterno proceso de hacerse y deshacerse y las necesidades materiales del cuerpo.

Pocas cosas parecen más móviles, inseguras o dispuestas a fugarse que la literatura de Felisberto Hernández. Pero pocos autores tuvieron una claridad tan lúcida y vigorosa para saber exactamente qué querían y perseguirlo. Por el camino trató de ser concertista, esposo, amante, padre, incluso famoso. No tenía un lugar fijo para escribir: escribió en la casa del Pelado (su querido hermano Ismael), en la de Paulina Medeiros (su amante), en París, en un sótano de Reina Reyes (su penúltima mujer). Tuvo un amigo en el filósofo Carlos Vaz Ferreira, otro en el poeta Jules Supervielle, que fue esencial para la difusión de su obra, su viaje a París, su afirmación, a la que ayudó también el crítico Alberto Zum Felde. Y editores como Susana Soca, que publicó por primera vez “El balcón” en su revista La licorne.

Pero fallan los numerosos adjetivos que críticos y analistas le aplicaron para tratar de definirlo y que suenan siempre (ante la realidad inconmovible de la obra) como abusos de confianza: niño, perverso, incierto, desprolijo. El mismo facilitaba las cosas. En un momento de su biografía se sintió “un vagón desenganchado de la vida”. En otro, escribió sobre dos de sus compañeros de infancia: “Casi diría que desde chicos ya se veía que iban a ser personas mayores. En cambio yo me quedaría menor para toda la vida”. O mejor aún: “para sus intimidades pensarían que ser bobo era una desgracia sin compensación y que ser vivo era el principio más importante del hombre, era más que tener salud, era ser capaz de no carecer de nada y hasta daba más orgullo que la valentía”. Como escritor, Felisberto Hernández sería cualquier cosa menos “vivo”, terminaría por ser uno de los vagones mejor enganchados del tren del lenguaje, y un adulto a carta cabal. A menudo esos críticos o comentaristas parecen querer ayudarlo, reformarlo, educarlo, psicoanalizarlo, corregirle el estilo, a ese hombre que luchó a brazo partido, con tenacidad demoníaca, por describir un proceso esquivo, o mezclas extrañas de imágenes (humanas, animales, de objetos), y que lo logró con humor y genialidad. Además tenía muy claro también lo que quería evitar: la seriedad, la falsedad. Como a Onetti, lo sacaba de quicio cualquier cosa que lo apartara de la fidelidad a sí mismo. Aunque el otro tenía la leve ventaja de ser existencial, urbano, faulkneriano, un poco más ubicable.

Para cierto tipo de consagración, y a partir de un territorio como el suyo, no vivió el momento más adecuado. Los nombres nucleados en el semanario Marcha, la tantas veces citada y muy influyente “generación del 45”, amaban ser maestros, lúcidos, gente que sabía y aplicaba ese saber con afán. Así se equivocaron con él, por ejemplo, tanto Emir Rodríguez Monegal como Carlos Martínez Moreno. Más tarde tanto Ángel Rama como José Pedro Díaz lo entenderían mejor; pero el clima general aumentado por el carácter “de derecha” de Hernández, que era anticomunista (dato que bastaba y sigue bastando para descalificar una obra, cualquiera sea su calidad) siguió incólume durante décadas.

Cuesta comprender sobre todo el apelativo de “ingenuo”. Como comentó Juan José Saer en un coloquio sobre su obra: “Yo creo que ya es hora de que la candorosa ingenuidad que se atribuye habitualmente a Felisberto Hernández muestre de una vez por todas que había resultado ser más nuestra que suya”. Por su parte, Felisberto desconfiaba claramente del lenguaje pulido y de la razón consciente. “Cuando un cuento mío ha sido transportado a un español literario y castizo por los correctores –escribió–, ha perdido mucho”. Y también: “He rechazado definitivamente dedicarme a escribir en forma crítica, puramente consciente, porque me horrorizan los que veo en este estado”.

En uno de los textos de este libro ubica el descubrimiento de la angustia en un viaje que hizo fuera de Montevideo con su acompañante musical, “el Mandolión”. Más tarde la expresaría a fondo: “Mi angustia se movía lentamente y llenaba un espacio desconocido de mí mismo. Yo ya no era un cuarto vacío; más bien era una cueva oscura en cuyo fondo de paja húmeda y en un ambiente de viscosidad cálida, se movía una boa que despertaba de su letargo”. Tal era el precio secreto para un hombre famoso en vida por su disposición a las bromas, su vitalidad y energía social. Los testimonios de quienes lo conocieron y frecuentaron exhiben una clara satisfacción y alegría de haberlo hecho.

El otro precio fue más visible y evidente. Con el paso de los años su cuerpo fue creciendo, sobre todo a base de las cantidades de papas fritas y huevos fritos que solía ingerir. Fueron formando parte de su leyenda, de su anecdotario. Pero también el desborde físico (que le dio un perfil tan distinto al de pianista inicial, delgado y romántico) fue metabolizado por su literatura, como todo. Le llamó a su cuerpo “el Sinvergüenza”, considerándolo un traidor inmanejable, y escribió un “Diario del sinvergüenza”, uno de sus últimos textos importantes, póstumo. Diversos trabajos menores lo distrajeron en los últimos años, porque tuvo el destino repetido del creador de excepción en el Uruguay: la penuria.

*

Si hay un autor con el que puede compararse a Felisberto, que también tuvo mucho sentido del humor y mucha angustia, que escribió de manera incorporable, y que demoró mucho en ser al fin aceptado, es Kafka. No hay suerte más envidiable que la de un buen lector que todavía no conozca algo de cualquiera de los dos. Porque ahí, al tomar el texto y empezar, no sabe dónde se está metiendo, como lo saben los que sí lo conocen. Para esos que ya los transitaron, se volverá a producir el impacto, esta vez matizado por la manera en que la carga sigue intacta, aunque a su vez en cada reencuentro cambia o desplaza su potencial de goce, conocimiento y energía reveladora.

Elvio E. Gandolfo
Montevideo, junio de 2009

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