Una noche con Susana Giménez
Martes 31 de diciembre de 2024
Juan Sklar visitó el estudio de Susana Giménez en vivo y esta es su bitácora para el cierre del Festival Eterno.
Por Juan Sklar.
—Papi no te vayas —dice mi hijo menor y pucherea.
Me agacho, lo abrazo.
—Tengo que ir a trabajar, te quedás con los abuelos.
No responde ni me suelta.
—Vamos —le digo y lo agarro de la mano. Intento llevarlo hacia el living. Se resiste.
—No quiero que me vean llorar.
Tiene cuatro años. En otro momento no me daría culpa dejarlo con mis viejos, pero hace unos meses que en el jardín se viene portando muy mal. Ya tuvimos dos reuniones con las seños y empezamos a ver a una psicóloga. Los episodios se hacen más intensos, y más frecuentes, si me tengo que ir de viaje. Se aplacan, o desaparecen, si pasamos días juntos, en el club, en la playa o yendo a pasear. No sé cómo solucionarlo. No puedo vivir de vacaciones y en este contexto ni siquiera puedo trabajar menos. En el último año agarré muchos más trabajos de los que quisiera y muchísimos más de los que me interesan.
—¿A dónde tenés que ir un domingo a la noche? —pregunta el mayor y me mira con desconfianza.
—Voy a la tele, a ver cómo graban el programa de Susana Giménez.
—¿Y yo puedo ir?
—No, mi amor. Perdón.
Les doy un beso y un abrazo y camino hasta la puerta. El menor queda llorando. Mi mamá tiene que agarrarlo para que no se venga encima mío. El mayor se pone a mirar la tablet y cuando le digo chau, hijo no me responde.
Salimos para los estudios de Telefé. Vamos Amalia Sanz, Victoria Rodríguez Lacrouts, Alejandro Seselovsky y yo. Sese es el mejor compañero posible para este plan. Por un lado, es un gran cronista. Nunca dejo de recomendar sus textos Mamá, sobre la búsqueda de su madre biológica, y Diario de un telemarketer, sobre la temporada que pasó infiltrado en los galeones de la atención al cliente tercerizada. Además, trabajó cinco años en revista Gente. Tiene una mirada especial e informada sobre la farándula. En el Uber expone:
—Los siglos no terminan de terminar hasta que no se extinguen los exponentes de la cultura de masas. El entretenimiento —dice y piensa en voz alta —al mismo nivel que el arte, condensa el espíritu de una nación y el siglo XX argentino solo va a morir cuando mueran Mirtha y Susana.
Me meto en la conversación, en el tirapostismo entusiasmado y cuasi erudito sobre figuras pop. Intento meter una idea sobre los personajes nombre de pila. Susana, Mirtha, Moria, Marcelo, Mario y cómo configuran una especie de familia nacional del espectáculo. Pero después de esa lista los nombres se vuelven erráticos, al igual que su importancia y sus roles. ¿Silva? ¿Silvo? ¿Valeria?
—¿Qué Valeria? —pregunta el conductor el Uber.
—Lynch—dice Amalia.
—Mazza —dice Victoria.
—Bertucelli —se suma el del Uber —Yo pensé en Bertucelli.
Mi teoría está floja de papeles y no tengo la lucidez como para emparcharla. Es fin de año. Mi cerebro se siente esponjoso, zumbante. Carbura bajito y si me distraigo, se apaga.
Llegamos a Telefé. Todo está nuevo, todo resplandece.
—¿Sentís? —dice Seselosvy —Olor a guita.
Un estudio de televisión huele a aire acondicionado mezclado con equipos y cables. Lo sé porque trabajé acá durante años. Hay plata, no lo dudo, pero lo que yo siento en el aire son ganas de figurar, de estar, de pertenecer, de ser visto, de frotarse contra el brillo contra la piel. Atravesamos un pasillo. Hay técnicos y bailarines, asistentes y Susanos. Todos quieren un pedacito de luz. Yo también, pero esta no es la luz que me desvela, ni la que hace que pierda de vista a mis hijos.
Entramos al estudio. Además del esperable living de un talk show, hay una tribuna repleta de gente. Fans de Susana ansiosos por ver a la diva de los teléfonos. El entusiasmo es contagioso más allá de las razones que lo mueven. No me interesa nada de lo que voy a ver, pero me fascina el interés. Envidio el interés. Incluso el que puede despertar una mujer de ochenta años en una tribuna de gente que, imagino, no tiene nada mejor que hacer. O sí. Pero creen que esto es muy especial. Que Susana es mucho más que una mujer.
Un productor reparte tubos de plástico extendibles con luces LED. Algunos los usan de corona, otros de pulsera. Yo me lo pongo de collar. Sese, Amalia y Victoria también. Ahora todos brillamos. Susana entra al estudio y el público explota. Nos dejamos llevar por la algarabía. Gritamos, bailamos, chiflamos. Por un momento me olvido de todo. Del cansancio, de mis hijos y de todos los trabajos que tengo pendientes. Trabajos que no me interesan y que jamás hubiera considerado si la plata no se hubiera achicado como se achicó.
En el último año, el tema de la guita rebalsó sobre otras, casi todas, las instancias de la vida. Aparecieron tensiones en charlas que no son directamente sobre dinero, en vínculos que no suelen discutir de números. Más cansancio, menos paciencia. Una sociedad sin plata es como una pareja sin sexo. Todo raspa, todo pesa. El malestar es constante y se vuelve parte del paisaje. Nos afecta sin saber que nos está afectando. En mi caso, el debate presupuestario constante devino en un manoteo de tareas al límite de posibilidades físicas. Pero delante mío están Yanina Latorre y Miguel del Sel caracterizado como La Tota y el brillo farandulero apaga todos mis pensamientos. Quizás debería ver más programas así, a modo de terapia.
Yanina tira datos y la tribuna ruge. Chismes de Pampita, La China, Wanda y Enzo Fernández. La gente grita preguntas y la panelista responde. Desde el sexo de Colapinto hasta la depilación anal de su marido, Diego. El público en vivo le inyecta una energía única a un programa que, de otra manera, sería solo el último estertor de un formato caduco. Es el chat antes del chat, son emojis de carne y hueso, corazones que vuelan en forma de Susana te amo, sos la número uno, sos lo más. Nosotros cuatro también gritamos, chiflamos y nos reímos. Ya somos fans.
Después entran en el living Diego Latorre y los dos hijos que tuvo con Yanina. En un minuto el programa pasa de fascinarme a darme vergüenza ajena. No me interesa si Lola Latorre se operó la nariz, cómo duerme Diego, ni cómo juega al fútbol Diego Jr. El chisme en primera persona no tiene fuerza. Deja de ser un relato punzante y agresivo, un dedo indiscreto que hurga en el lado oculto de las vidas brillantes. Se transforma en una auto celebración enmascarada, blanda y sin sabor, que ni siquiera tiene el poder de la mandada de parte. Yanina le dice a Susana: Pampita te miente. Wanda te miente. Y todos entendemos que ella también le miente, que nadie, ni Yanina Latorre cuenta lo sucio, lo roto, la roña. Que sin mugre no hay confesión.
Yanina y Susana hablan de Moria Casán y Yanina repite el latiguillo de los fans. Sos la número 1. ¿La número uno de qué? La misma idea de ser la uno está vencida. Ya no hay un solo ranking, ni una sola manera de medir el éxito, no hay un ambiente ni un mundillo. El mundo del espectáculo está tan fragmentado que hay gente exitosa que no sabe de la existencia de otra gente igualmente exitosa. Si Sese tiene razón, si el mundo de espectáculo cifra al ser nacional, estamos a las puertas de la fragmentación absoluta.
Después vienen los juegos y ahí ya me desconecto del todo. Nada puede importarme menos que el Turco García y Mauro Z tirando aros de plástico y caminando en patas de rana por piletas para bebé. Desaparecida la fascinación, me baja el cansancio. Vuelvo a la rumiación sobre mis problemas, mi agotamiento y el sonido de alarma que es el malestar de mis hijos. Son las once de la noche. Mañana arranco a las seis de la mañana. Falta una hora de programa. Tengo que volver a casa y esperar a que la quetiapina me haga efecto. Cuento las horas de sueño. Y pienso que sin medicación psiquiátrica esta vida no se sostiene. Algo ya hubiera volado por los aires, probablemente mis hijos.
Si trabajo menos, no me alcanza la plata. Si trabajo más, mis hijos me reclaman. Si hago todo, no duermo. La sensación de desasosiego trepa desde el pecho a la garganta. Trato de no enroscarme en mis propios pensamientos. No puedo, no puedo, no voy a poder. Con el cansancio pierdo lucidez. Las deudas se transforman en abismo, las dificultades en destino. Es fin de año, repito, es el país, me digo, todos estamos así. La certidumbre de la adversidad colectiva no me calma ni me alivia. Solo me hace pensar que no tengo a quién recurrir.
Toca Miranda. Hacen playback. Sus fans deliran pero ellos no tienen la más mínima gana de estar ahí. ¿Con quién quisieran estar? ¿Qué afectos descuidaron por venir? ¿Lo hacen por la vidriera? ¿Lo hacen por la guita? El show termina.
Imagino que hace años los Miranda, con su sensibilidad pop que coquetea con lo berreta, hubieran amado estar en lo de Susana. Pero están cansados, como todos estamos, y se quieren ir. Estar quemado es así, arruina incluso las cosas que te gustan.
Lo que más me duele es que no estoy escribiendo. Ni la novela, ni un poema, ni catarsis en un cuaderno. Caminamos hacia la salida. Un productor pide los tubos de plástico con luces LED. Les pido los suyos a Sese, Victoria y Amalia. Escondo tres en el saco y devuelvo el cuarto, para no levantar sospecha.
Nos quedamos en la puerta esperando a que salga Susana. Ahí está su Club de Fans y su seguidora más fiel, Lorna. Nos sacamos fotos con ellos. También hay noteros, curiosos. Envidio su entusiasmo, pero sobre todo su energía. Si de ese estudio estuviera por salir Thom Yorke, el Indio Solari o el fantasma de Phillip Roth igual querría irme a mi casa. La diva sale en su Mercedes Benz, manejando ella misma. No para, ni siquiera baja la ventanilla. Ella también debe estar cansada.
Al día siguiente me levanto a las seis para llevar a los chicos al colegio. Entre que volvimos de lo de Susana y la medicación hizo efecto, me dormí a las dos. Hago todo mal. Confundo las viandas y llegamos tarde a los dos colegios. Los chicos dicen que con mamá esto no les pasa.
El día es pedregoso. Trato de no discutir con nadie y de no mandarme cagadas en el trabajo. A la noche no puedo ni cocinar. Pido pizza. Los chicos se pelean. ¿Por qué? Imposible recordarlo. Mis hijos se pelean por cualquier cosa, en cualquier momento. Cuando están tristes es fácil recordar que esto tiene que ver con su angustia, con las mudanzas y la separación de sus padres. Cuando están así, pegándose y gritándose, fastidiando al otro por deporte, llorando por cualquier cosa, se me escurre la paciencia.
Dejo que se maten y me voy a la cocina. Escucho gritos. Vuelvo. Están luchando por el control remoto. Tengo una idea.
—Chicos, ¿a qué no saben? Susana Giménez les mandó regalos.
Los dos me miran sin soltar el control remoto.
—¿Quién es Susana Giménez?
—La señora del programa que fui a ver ayer.
—Mentira, no mandó nada.
El más chico larga el control remoto.
—¡Regalos!
Voy hasta mi saco y les muestro los tubos de led.
—¡Re-ga-los! ¡Re-ga-los!
El mayor ve que son regalos reales y él también deja el control remoto.
—Vengan, vamos al cuarto.
Me siguen. Apago las luces y enciendo los tubos. Los chicos se vuelven locos. Los mueven, los revolean, los golpean. El chiquito cambia el grito de re-ga-los, por el de Su-sa-na.
—Mira, pa, mira —dice el mayor y lo agita formando una estela de luz. El menor lo imita. Por un rato, juegan en paz. El mayor me pregunta si la próxima vez me pueden acompañar, digo que sí. Después juegan a Susana Giménez: compran y venden los tubos con plata imaginaria. Pasamos una hora en la oscuridad, sin llantos ni peleas. Lo aprecio pero se hizo tarde. Es hora de dormir. Vuelve la lucha, ahora de ellos contra mí. Quieren seguir jugando, yo quiero ir a tomar la medicación y volarme la cabeza. No hay manera de que hagan caso sin que yo me enoje o levante un poco la voz. Sé que hay otros niños que se van a la cama sin hacer tanto escándalo. U otros padres que saben manejar a sus hijos. En cualquier caso, si grito se van a excitar más y todo va a ser peor. Tengo que mantener la calma. Pero ya dije quince veces a dormir, de todas las maneras posibles.
—Chicos, si se meten en la cama, mañana jugamos de vuelta a Susana.
No entiendo por qué, pero esta promesa sí funciona y se tapan con las sábanas. Pongo la playlist para ir a dormir. Y casi milagrosamente, se calman. Con los ojos cerrados, el mayor dice:
—Estuvo re bueno lo de Susana.
—Sí, estuvo re bueno —respondo.
—Susana… —suspira el menor y abraza un tubo de plástico.
Nos quedamos en silencio. Me acuesto con ellos. A medida que pasan las canciones, mi angustia baja. El menor me agarra la oreja. Dice que lo relaja. Al otro le hago mimos en el pelo. Los chicos no están dormidos, pero ya no hablan. Siento el alivio de haber terminado el día y estar horizontal. La hora de las canciones es la redención de la paternidad. Un encuentro sin conflictos, sin negociaciones, ni sobornos. Amor sencillo y directo, expresado sin palabras. Y el descanso, la mera idea del descanso, me da algo de claridad mental. La plata no me sobra, pero me alcanza. Mis hijos no son difíciles, tuvieron un año difícil, necesitan paciencia y algo de maña. No soy mal padre, solo estoy cansado. Me levanto de la cama y voy a mi cuarto. En vez de tomarme la medicación, me pongo a escribir. A mano, en mi cuaderno. Como hice siempre. El placer es infinito. Nada me amansa y me calma como escribir a mano, como ver la tinta fluir en el papel. La belleza sutil y ansiolítica de ver el caos transformase en sucesión de trazos. No me quiero dormir tarde, así que escribo solo media hora. Lo suficiente para recordar que en la vorágine de trabajo relegué la única cosa que me da equilibrio. Escribo entonces
un comienzo
para la historia del cansancio y Susana,
una de juegos con tubos de plástico
y canciones de cuna tirados en la cama.
Una historia de un padre cansado y perdido,
que encuentra sosiego y sentido
en hacer lo que tiene que hacer
escribir, descansar
y cuidar a sus hijos