Una fuerza de la naturaleza
La muerte de Jim Harrison
Miércoles 13 de abril de 2016
Por Maximiliano Barrientos.
El sábado 26 de marzo murió Jim Harrison, uno de los últimos escritores que asumió a pleno la herencia de Hemingway, no tanto en el estilo, ya que a diferencia del autor de Por quién doblan las campanas, la prosa de Harrison no apostaba por la economía excesiva de recursos lingüísticos, sino que se soltaba y se permitía licencias líricas de una dolorosa belleza. La herencia iba por otro lado: la obsesión por narrar los grandes espacios abiertos y por explorar los viejos temas de la masculinidad: la venganza como una tangible ley del universo, la terquedad y el orgullo como una forma soterrada de dignidad, la aventura como única posibilidad de redención, la violencia como un pacto secreto que —si acontece en determinadas circunstancias— hermana a los que participaron en ella.
Acabo de releer Leyendas de otoño (1979), esa brutal saga familiar que abarca casi dos décadas en menos de cien páginas, y me conmovió tanto como la primera vez que la leí, hace algunos años, mientras asistía a un seminario de lectura en la Universidad de Iowa dictado por Ethan Canin, quien afirmaba que nunca había visto la adaptación que hizo Edward M. Zwick con Brad Pitt en el rol protagónico. Aconsejaba la tarea imposible de no visualizar al actor norteamericano cuando leyéramos las desventuras de ese gran personaje que es Tristan Ludlow: un ángel caído atormentado por la muerte de su hermano menor en la Primera Guerra Mundial, condenado a dañar a todos los que lo amaron y a dejar una estela de destrucción a su paso.
Los de Harrison son personajes dotados de una épica, marcados por la tragedia de una épica, algo que se echa tanto de menos en una literatura actual matizada por modas que beben de una posmodernidad trasnochada o de la hipocresía ‘pogre’ de lo políticamente correcto.
Hay una foto suya que me interpela de algún modo: Harrison está en el monte, detrás suyo hay un caballo. Es 1972 y él tiene 35 años y mira a la cámara sonriendo, como si albergara un conocimiento que nosotros, hombres que nunca abandonaremos las ciudades, jamás llegaremos a poseer. Hay paz en su rostro y en la luz que la foto preservó de esa tarde lejana. La imagen pareciera extraída de un sueño, como si —al igual que el mundo de sus novelas—proviniese de un lugar ya extinguido, ido para siempre.
Mientras releía la nouvelle, me impresionaba el contraste entre la turbulencia de la historia de los Ludlow y la serenidad del escritor en esa fotografía. “Sólo a Tristian y al mexicano no les importaba el dinero que tenían ante ellos, pues no perseguían nada de lo que ese dinero podría comprar”, se lee a treinta páginas del final. “Se hubiera dicho que el mexicano recordaba su lejano y querido país, al que no podía volver si no a riesgo de morir. Y Dios sabe que Tristian sólo quería revivir a los muertos; su cerebro eran los restos de una carnicería, una ciudad o un bosque quemados, el frío tejido de las cicatrices”.
Hay otras fotos donde se lo ve ya envejecido, tuerto, con pliegues y pliegues de arrugas deformando sus facciones. Si lo que se dice es cierto, perdió el ojo izquierdo siendo niño, una niña se lo voló de un botellazo. Era un farreador legendario, un día antes de fallecer estaba en su bar preferido de la Patagonia, en Arizona. Bebía vodka rodeado de amigos, hablaba de un viaje que haría a España. La gente que estuvo con él esa noche dijo que nada hacía entrever el infarto agudo de miocardio que acabaría con su vida. Tenía 78 años y 21 libros de ficción y 14 de poesía, además de un par de volúmenes de ensayo y uno de memorias.
En contra de una literatura domesticada, herida de ensimismamiento y de autocomplacencia, en contra de una literatura en la que el escritor se celebra a sí mismo de forma narcisista, la suya apostaba por retratar el misterio de la personalidad en historias donde la narración plagada de acción y aventura no excluía la grandeza del estilo.
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