Un drama convertido en una una comedia refinada

Sobre Viaje alrededor de mi cráneo

Una lectura de Matías Moscardi de la novela del escritor húngaro Frigyes Karinthy, recuperada en la colección Rara Avis de Tusquets, y la odisea de la extracción de un tumor cerebral. "La escritura y el humor, podríamos decir, como operaciones simbólicas para extirpar imaginariamente el tumor. Para lo real está el cirujano".

Por Matías Moscardi.

 

«Todo el mundo sabe lo que es un cerebro: basta hundirle algo, y todo se acaba», apunta el escritor húngaro Frigyes Karinthy (1887-1938) en Viaje alrededor de mi cráneo (1936), reeditado recientemente por TusQuets, con adaptación y prólogo de Juan Forn. Este libro reúne las crónicas que Karinthy fue publicando en la columna semanal del diario húngaro para el que trabajaba desde el momento en que se enteró que tenía un tumor cerebral y sus chances de sobrevivir eran de una en un millón.

Imaginen que un día están tomando un café, muy tranquilos, la vida funciona y avanza, hasta que de pronto empiezan a escuchar trenes… ¡en una ciudad donde no hay trenes! Así empezó la odisea cerebral de Karinthy. A pesar de la fuerza magnética que tiene el tema del libro –la épica de una operación cerebral–, me atrevería a decir, de entrada, que dos son los temas centrales: el humor y la literatura. Teniendo en cuenta el cataclismo personal que atraviesa Frgyes, resalta de inmediato su invariable actitud cómica y su preocupación por cómo narrar, sin sobresaltos, la catástrofe personal.

«El arte no es un estado relativamente enfermizo: al contrario, es más bien una salud especial y superior», comenta Karinthy como declaración de principios. Por eso, escribirá la enfermedad del cerebro desde la más óptima salud literaria. Ni tragedia, ni golpes bajos: Viaje alrededor de mi cráneo es una refinada comedia. Esa distancia cómica con respecto al mal que padece, es lo que le permite hacer foco en otra parte, atender lo que realmente importa: trata a la enfermedad como una ficción. La escritura y el humor, podríamos decir, como operaciones simbólicas para extirpar imaginariamente el tumor. Para lo real está el cirujano.

En efecto, por la palabra parece haber comenzado todo. Después de la alucinación auditiva de los trenes, Karinthy le dice a su esposa –un poco en broma, un poco en serio– que seguramente se trate de un tumor cerebral. Cuando se entera, meses después, de que esto era efectivamente así, reflexiona: «Me tortura la tenaz sospecha de que todo comenzó al pronunciar aquellas palabras: la criatura nació cuando la nombré. Las cosas existen porque les damos nombre; con eso las reconocemos como posibles. Y todo cuanto nos parece posible se realiza: la realidad es una creación de la imaginación humana». Dicho de otro modo, la etiología clínica del mal parece, desde su perspectiva, puramente nominalista: el tumor irrumpe como acto de pronunciamiento, un dios que, por medio del verbo, ha creado un mundo ingobernable y hostil… ¡en su propia cabeza!

«Me aburre la enfermedad; me aburre la muerte; no tiene nada de terrible ni de conmovedor ni de sublime o aterrador: no es más que aburrimiento, un aburrimiento que me sigue a cada paso como un infecto perro cobarde y gruñidor». Lo notable del libro de Karinthy es que la enfermedad deviene taller de escritura: Karinthy es un Apolo Creed que, incluso ante la más traumática y temible de las experiencias, no permite que ningún fatalismo, ningún lloriqueo, ninguna emoción prefabricada ingrese al cuadrilátero de estas crónicas para jugar la batalla final. De hecho, morir es aburrido para la literatura: morir es una obviedad de héroe novelesco barato. Leemos: «Y les tomo el pelo a los enfermeros con pueril humorismo, como si fueran los ayudantes del verdugo en una comedia de varieté». Un enfermero llega a decirle: «¡Se encuentra usted gravemente enfermo! ¡No es correcto estar de tan buen humor!». Cuando le preguntan si el viaje hasta Estocolmo –lugar donde se realiza la operación– será costoso, Karinthy responde: «la vuelta será barata; parece que las urnas con cenizas no pagan pasaje». Antes de la operación, le hace una broma a un amigo por teléfono, fingiendo un hilo moribundo de voz como despedida. Incluso en el momento mismo de la operación –no se adormece al paciente porque el riesgo disminuye un veinticinco por ciento si no está inconsciente– Karinthy bromea, con el cráneo abierto como un cofre: «¿Es el adiós, querido Frik?». Después de sobrevivir a la intervención quirúrgica, le avisan que perderá la vista y responde: «Ya he visto suficiente en mi vida». Contra todos los pronósticos, recupera la vista. Cerca del final, recuerda las palabras de César en Egipto: «Quien nunca ha esperado nada no podrá desesperar jamás». Algo de estas crónicas cuestiona, precisamente, el reparto consensual de las emociones, cómo hay que sentirse, cómo hay que metabolizar el dolor, cómo hay que escribir la enfermedad. Karinthy se ríe –por no decir: se caga de risa– de todo esto. La escritura lo distrae y, de pronto, lo vemos detenerse en una lúcida caracterización psicológica de sus visitantes:

«Se van perfilando dos estilos entre mis visitantes: algunos exhiben una compasión ruidosa, expansiva y burlona, que pretende diluir en bromas el terror que a todos nos invade cuando estamos cerca del Gran Enigma; otros practican una forma de compasión más silenciosa y seria, que es la más valiente o al menos la más sincera de ambas, puesto que reconoce calladamente que en el fondo de toda compasión hay una dosis inevitable de egoísmo, desde que en el crepúsculo de nuestra infancia descubrimos los peligros que nos acechan, a nosotros mismos y a nuestros seres queridos».

Karinthy insiste, de manera constante, en que la realidad es el más sabio de los géneros literarios: «la realidad sabe mejor cómo, cuándo y dónde colocar las cosas, incluso desde el punto de vista simbólico». Por eso, se atiene de cualquier alteración de los hechos: no agrega, no distorsiona, no enfatiza ni exagera, jamás cambia la música de lugar. «Intento evitar todo cuanto pueda resultar “simbólico”, puesto que me interesa, incluso más que al lector, poder recordar todo clara y nítidamente, libre de toda deformación efectista». El humor es para Karinthy «una necesidad vital»: «me guardo de proferir frases extraordinarias o memorables (…) ninguna clase de últimas palabras, de las que siempre he tenido una pésima opinión». 

Por supuesto, al lado de la magnitud de un tumor cerebral, todo detalle parece insignificante: «Desde hace unos días sopla bastante el viento; es preciso cerrar la ventana que hasta ahora se podía dejar abierta». Y ahí está la belleza del texto de Karinthy: en su despreocupación, en su distraída serenidad, en su indiferencia ante la muerte. «¿Por qué estoy tan abatido? Porque la música de la realidad ha callado y la fría melodía que se ha apagado dejó en mis espaldas el penoso fardo de la vanidad. ¿Por qué no fui feliz? ¿Por qué me he dejado vencer por ese pequeño bulto odiado y maldito? ¿Por qué hace tanto frío? ¿No hay calefacción en esta clínica?». Las preguntas enormes y las cuestiones coyunturales operan de manera contigua, guardan una relación de vecindad: la felicidad y la ausencia de calefacción son parientes cercanos en su modo de ver las cosas. «El tumor está ahí, como un globo rosado, del tamaño de una cebolla pequeña», describe después de la operación exitosa. Y notamos, entonces, que la escritura de Karinthy tiene la forma de ese mismo tumor: algunas pequeñeces son tan importantes como la más trascendente de las reflexiones filosóficas. Eso: «cada día ocurren tres o cuatro cositas que delatan aspectos invisibles de nuestro ánimo y del desarrollo de nuestra alma».

El cirujano que lo va a operar llama «central telefónica» al cerebro y su tarea es la del electricista. «Se trata de mi cerebro. Ni una sola palabra sobre mí: todo es sobre mi cerebro». «¿En qué momento deja uno de ser quién es? (…) ¿Qué derecho tiene mi cabeza a llamarse yo?» se pregunta Roman Polanski en El inquilino (1976). El tipo de personaje que construye Karinthy en estas crónicas parece, precisamente, el eventual inquilino de un departamento con una enorme mancha de humedad que se expande día a día en el cielo raso: un cerebro enfermo que no logra socavar el estado de ánimo del paciente, siempre jocoso, irónico, feliz a pesar del miedo y del terror, porque sabe que sólo estamos de paso: «El cuerpo, para todo hombre serio, es un fenómeno de interés, por supuesto, pero es un mero rudimento, un traje usado del alma». 

En un momento, Karinthy recuerda esta frase: «Como decía Shakespeare, el cobarde muere mil veces; el valiente, una sola». Dos años después, muere aparentemente de un aneurisma –«mientras se ataba los cordones de sus zapatos» apunta Juan Forn en el prólogo, como un detalle que le hubiera gustado a Karinthy– como corolario de unas merecidas vacaciones.

 

 

 

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