Solución
Por Martín Kohan
Jueves 25 de mayo de 2023
"La discreta delicadeza que tiene Carlos Battilana para escribir sus propios poemas es la que tiene para leer los poemas que escribieron otros". Una nueva columna del autor de Bahía Blanca dedicada a Actos mínimos, de Carlos Battilana (Kintsugi Editora).
Por Martín Kohan. Fuente foto: Página/12.
La discreta delicadeza que tiene Carlos Battilana para escribir sus propios poemas es la que tiene para leer los poemas que escribieron otros. Uno intuye un gesto análogo de cuidado y afecto para elegir cada palabra, al escribir, y para subrayar una palabra ya escrita, al leer. Es lo que hace en Actos mínimos al leer por caso la poesía de Constantin Kavafis y su influencia en la de Horacio Castillo, que la tradujo; un libro de Alejandro Schmidt; un poema de Estela Figueroa; un verso de Pizarnik; una frase de César Vallejo. Lo alientan un afán de “esos momentos sublimes de materialidad extrema cuando la letra deja de ser ‘expresión’ y se convierte en acontecimiento” (lo dice a propósito de Carver) y la convicción de que la gravitación social de la poesía consiste en “repensar el lenguaje cuando está a punto de coagularse, cuando los consensos respecto del sentido son una forma de su asfixia” (lo dice en un movimiento crítico que va de Gelman a Eugenio Montale).
Pero esa misma delicadeza que exhibe Carlos Battilana como escritor y como lector, la sostiene al traspasar del mundo de la poesía a ese afuera y a ese mundo que, para resumir, puede denominarse “la vida”. Posa de una manera similar su mirada y su escritura sobre la ciudad de Buenos Aires, en la que vive pero no nació, para decir cómo la idealiza y la quiere; sobre la vivencia de los barrios y el centro de la ciudad moldeada por los versos de tango de dos Homeros: Manzi y Expósito. Battilana conjetura al Cortázar de Chivilcoy, le interesa más que todos los otros (“imaginé un escritor que lee y escribe durante todo el día, encerrado en su piecita, y que luego sale un poco a caminar”). En “El empleo del tiempo”, subraya que en el tiempo que nos llevaba trasladarnos de un punto a otro de la ciudad, el que nos requerían las colas en el banco o una espera en un café, aprovechábamos para leer (acoto yo, por mi parte: no es seguro que obtengamos más tiempo para la lectura bajo la tendencia ahora creciente: metidos en nuestras casas, haciendo todo por computadora). Hay un relato de gran concisión sobre un viaje a San Clemente, con una auténtica experiencia de borde: de un lado el río, del otro el mar. Hay un ensayo breve de reivindicación de las navidades y otro de reivindicación de los relatos de boxeo. Hay un planteo fenomenal: “No hemos pensado suficientemente en Telch” (“huyó de los sentimientos exhibicionistas”, encomia Battilana en aquel jugador de su equipo. Es lo mismo que destaca, ya no en la cancha, sino en la poesía: los poetas sin alardes).
Actos mínimos se cierra con un texto que acaso valga como “Ars poética”: las complicaciones del niño Battilana en el tercer grado de la escuela primaria cuando, en la hora de matemática, la maestra les encargaba resolver problemas: “Miguel tiene 9 caramelos”, etc.; “María Laura ha construido un muñeco de nieve con 7 copos de 200 gramos cada uno”, etc. Battilana se entusiasma pero se embarulla, se traba, se dispersa, no resuelve. Los números y sus problemas una y otra vez se le escapan. Lo que lo atrae, lo que lo atrapa, son los textos, las palabras. Era el problema, fue su solución.