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Sentarse a escribir

Por María Sonia Cristoff

"De todas las formas del merodeo posible, la única que trato de evitar siempre es esa, la del merodeo sobre la página, la que evita asumir el problema". Otra columna de la autora de Derroche.

Por María Sonia Cristoff.

 

 

 

Como la lengua de un gato, como el lamido de un gato. Así son, para mí, esos momentos en los que la escritura no avanza, no se da, no aparece. Ásperos, reticentes. Y a la vez tan recurrentes, si me permiten la cacofonía. Porque no es cierto que sintonizamos así de pronto esos otros momentos en los que algo se suelta, esa nota en la que la escritura se da, ese trance en los que un habla se nos vuelve ajena mientras nos encarna, nos hace decir. Eso ocurre, claro que sí, porque solo de eso se trata escribir, pero ocurre como un destello en medio de una serie de merodeos. El destello puede durar días y hasta meses, no se confunda nadie por la connotación fugaz de la palabra. Los merodeos pueden durar eso y mucho más. Y pueden tomar formas bien diversas. 

Hoy, por ejemplo, cuando llegué por quinta vez a un nudo, el mismo desde hace días, un nudo en el que el texto con el que estoy despliega un caparazón infranqueable, una estrategia de tortuga milenaria, impasible, y entonces se me niega, me tentó el disimulo, el no darme por enterada, el contestarle a la tortuga con estrategia de avestruz, y entonces seguir frente a la laptop, la cabeza hundida en la tierra pero el cuerpo erguido, presente, lo dedos ágiles sobre el teclado, seguir como si ahí no pasara nada. Me tentó, como decía, pero me abstuve, porque de todas las formas del merodeo posible, la única que trato de evitar siempre es esa, la del merodeo sobre la página, la que evita asumir el problema, la que barre bajo la alfombra, la que termina derivando en redacción, nunca en escritura. Sé que con ese recurso del merodeo sobre la página se llegan a escribir libros enteros, incluso obras enteras, pero sé también que por esa vía no se termina generando otra cosa que no sea comunicación, didactismo, entretenimiento, el encuentro con una voz apaciguada que incluso puede tener mucho para decir pero que ni por un minuto conoce el vértigo de ser dicha por un tono, por una prosa, de asumirse como prenda de ventrílocuo: de escribir, en suma. Precisamente para eso, para escribir, creo que una de las grandes cosas a cultivar entre quienes nos dedicamos a eso es la de la elasticidad para percibir cuándo es pernicioso aferrarse al mandato superyoico de horas-máquina, cuándo es que hay que tomarse un aire, una distancia, cuándo hay que dejar, separarse del texto por un rato, por un tiempo, por lo que haga falta. Porque además ocurre que los merodeos, por más mala fama que tengan en la sociedad del rendimiento constante, del sudor en la frente y demás figuras del sacrificio, son no solo necesarios sino también disfrutables. 

Hoy, por ejemplo, cuando me encontré con aquel nudo del que hablaba, salí a caminar. Las callecitas que bajan hacia Martín García se volvían tubulares por el envión con el que iba. Un gato de pelaje frondoso -no el de la lengua áspera, otro- que tomaba sol en una silla de plástico que alguien había sacado a la vereda me convenció, con solo mirarme, de que mejor ralentizar. Lo mismo me sugiere siempre Fiesta, mi perra, cuando el merodeo la implica. 

Otras veces, otros días, frente a otros nudos, ya sea porque sé que el clic está en la punta de la lengua, de los dedos, o porque se me impone la fiaca sedentaria, tengo otras versiones del merodeo que pueden resolverse a muy pocos pasos del teclado: un par de posturas de yoga, un par de recetas para lo que comeremos más tarde, un par de infusiones con jactancias alquímicas, un par de camisas que solo pueden lavarse a mano, un par de desperfectos técnicos que arreglar en mi casa, un par de canciones a todo volumen, un par de plantas que injertar en el balcón. Nunca un par de mensajes que contestar ni una conversación que entablar, jamás -hablo de mi protocolo de escritura, claro, que de universal no tiene nada, que apenas es un caso. En esa franja del día que desde hace años aparto para la escritura, esa franja que defiendo con uñas y dientes, las únicas conversaciones posibles son las que tengo con mis interlocutores en los libros y en las páginas que andan por ahí: todos ellos cómplices en mis merodeos, en mis acechos; todos ellos perfectamente al tanto de las derivas múltiples y necesarias involucradas en esto que engañosa, imprecisamente, llamamos sentarnos a escribir. 

 

 

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