Robespierre en el Caribe
Martes 20 de octubre de 2009
El rescate de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier.
Por Guillermo Belcore
Por lo general, los mejores libros no son los más vendidos. Es un asunto peliagudo que no se ha examinado lo suficiente. Con la música, en cambio, parece existir cierta correlación entre calidad y cantidad. The Wall, Octubre, Thriller y el MTV Unplugged de Nirvana -por citar algunos casos famosos- se vendieron como pan caliente. Hoy son clásicos, cada uno en su género.
Confieso que he fracasado en la lectura de una novela que en muchas librerías encabeza desde hace semanas el ranking de best sellers. Me bastaron setenta páginas de La isla bajo el mar para corroborar que Isabel Allende -definitivamente- no es para mí. Sus procedimientos narrativos nunca me han resultado agradables. Me parece que si una idea se expresa de modo melodramático se vuelve trivial. Y que el maniqueísmo plano suele estropear una trama. Su último libro -hasta donde leí, al menos- combina las simplezas de Eduardo Galeano y Jean-Marie Le Clézio. Transcurre en las Antillas a fines del siglo XVIII y denuncia la infamia de la esclavitud, al igual que una de las novelas históricas que han enaltecido a América latina. Abandoné entonces a la señora Allende y corrí a releer El siglo de las luces, obra magna que en 1962 publicó Alejo Carpentier (1904-1980), escritor, ensayista y musicólogo de la estirpe de los imprescindibles.
Tengo en la biblioteca del dormitorio la edición que Sudamericana-Planeta editó en 1984. Está forrado con papel contac transparente, señal del amor que le he dispensado al libro. Un sello en las primeras páginas revela que lo compré en la librería Don Quijote (General Rodríguez 585) de la ciudad de Tandil. ¿Existirá todavía? Las páginas han comenzado a tornarse amarillas y ya exhalan el clásico olor a libro viejo. ¡Qué delicia! Tengo patente en la memoria que concluí el libro -en estado de exaltación- una tarde en Plaza Miserere mientras padecía una cola interminable para abordar La Lujanera, que me devolviera a Morón. En los años ochenta eran frecuentes las huelgas y las suspensiones de servicio en el Ferrocarril Sarmiento.
El rescate de El siglo de las luces, de Alejo Carpentier.
Por Guillermo Belcore
Por lo general, los mejores libros no son los más vendidos. Es un asunto peliagudo que no se ha examinado lo suficiente. Con la música, en cambio, parece existir cierta correlación entre calidad y cantidad. The Wall, Octubre, Thriller y el MTV Unplugged de Nirvana -por citar algunos casos famosos- se vendieron como pan caliente. Hoy son clásicos, cada uno en su género.
Confieso que he fracasado en la lectura de una novela que en muchas librerías encabeza desde hace semanas el ranking de best sellers. Me bastaron setenta páginas de La isla bajo el mar para corroborar que Isabel Allende -definitivamente- no es para mí. Sus procedimientos narrativos nunca me han resultado agradables. Me parece que si una idea se expresa de modo melodramático se vuelve trivial. Y que el maniqueísmo plano suele estropear una trama. Su último libro -hasta donde leí, al menos- combina las simplezas de Eduardo Galeano y Jean-Marie Le Clézio. Transcurre en las Antillas a fines del siglo XVIII y denuncia la infamia de la esclavitud, al igual que una de las novelas históricas que han enaltecido a América latina. Abandoné entonces a la señora Allende y corrí a releer El siglo de las luces, obra magna que en 1962 publicó Alejo Carpentier (1904-1980), escritor, ensayista y musicólogo de la estirpe de los imprescindibles.
Tengo en la biblioteca del dormitorio la edición que Sudamericana-Planeta editó en 1984. Está forrado con papel contac transparente, señal del amor que le he dispensado al libro. Un sello en las primeras páginas revela que lo compré en la librería Don Quijote (General Rodríguez 585) de la ciudad de Tandil. ¿Existirá todavía? Las páginas han comenzado a tornarse amarillas y ya exhalan el clásico olor a libro viejo. ¡Qué delicia! Tengo patente en la memoria que concluí el libro -en estado de exaltación- una tarde en Plaza Miserere mientras padecía una cola interminable para abordar La Lujanera, que me devolviera a Morón. En los años ochenta eran frecuentes las huelgas y las suspensiones de servicio en el Ferrocarril Sarmiento.
El siglo de las luces hace vibrar y danzar a la lengua. Los párrafos duran varias páginas. El cubano Carpentier escribió con todo el diccionario y sintió la compulsión de nombrar cada pliegue del universo. Hay minuciosas descripciones de lugares, ambientes, edificios; son frecuentes las enumeraciones y los símiles. Un apóstol de lo “real maravilloso”, una amalgama irrepetible entre Joyce y el sensualismo tropical. Estamos ante un narrador de primer orden, que adula todos nuestros sentidos.
Sigo pensando lo mismo que veinte años atrás. Es difícil entender cabalmente la Revolución Francesa y sus efectos en América latina sin haber leído esta obra esclarecedora. El tema de fondo es la desilusión con la utopía revolucionaria; por eso algunos inquisidores castristas la han tachado de “novela reaccionaria“. Una injusticia, sin duda. El agente de la historia se llama aquí Víctor Hughes, un aventurero francés que trastorna la vida de tres adolescentes de La Habana y los arrastra al vértigo del cambio político y social en el Caribe. Un hombre capaz de hacer el Bien o el Mal con la misma frialdad de ánimo. La guillotina es su amiga.
La trama, circular, evidencia una ley de la Historia: la revolución siempre se traga a sus hijos (Robespierre dixit). La libertad se impone o se quita por decreto. Los valores los define la Metrópoli o el Comité Central. Asistimos indignados, en la última parte del libro, al restablecimiento gradual de cuanto se creía abolido en las Antillas, a golpe de ukase que rubrica un tal Napoleón Bonaparte. Hughes acata, con esa plasticidad abyecta que caracteriza a los políticos. Al fin y al cabo, el humanista europeo siempre despreció a los negros. Transcribo un pasaje estremecedor para que de paso se palpe la belleza del estilo:
“Como un largo y tremebundo trueno de verano, anunciador de los ciclones que ennegrecen el cielo y derriban ciudades, sonó la bárbara noticia en todo el ámbito del Caribe, levantando clamores y encendiendo teas: promulgada era la Ley del 30 Floreal del Año X, por la cual se restablecía la esclavitud en la colonias francesas de América, quedando sin efecto el Decreto de 16 Pluvioso del Año II. En la Guadalupe, en la Dominica, en la María Galante, la noticia fue dada con salvas e iluminaciones, en tanto que millares de “ci-devant ciudadanos libres” eran conducidos nuevamente a sus antiguos barracones, bajo una tempestad de palos y trallazos. Los Grandes Blancos de antaño se echaron a los campos, seguidos de jaurías, en busca de sus antiguos siervos, devueltos a los caporales con cadenas al cuello… Cayena vuelve a cumplir su destino de tierra abominable”.
Historia, ideas, denuncia del colonialismo y exuberancia narrativa son los materiales con que se ha forjado “El siglo de las luces”. Nadie que se considere a sí mismo buen lector -o que pretenda ser llamado escritor- debería soslayarlo.