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Plantar un sueño: May Sarton y su anhelo de raíces

Mundo vegetal

En nuestra nueva sección de lecturas vegetales recomendadas, una reseña de Anhelo de raíces (Gallo Nero), el libro de memorias de la poeta, narradora y jardinera May Sarton, por Agustina Rabaini. 

 

Por Agustina Rabaini.

 

 

 

 

“Pensé en la felicidad, en cómo se teje a diario/ con el silencio de la casa vacía/ y en que no es súbita ni gratuita, sino/ una creación, como el crecimiento de un árbol”, escribió May Sarton (1912-1995) al comienzo del poema “El trabajo de la felicidad”. En esos primeros versos, la poeta y novelista expresaba cómo supo tejer  –al menos en un período de su vida– la felicidad en la paz de las horas, y en lo más profundo de su casa de campo en Nelson, Nueva Inglaterra, Estados Unidos. Aparecía allí una de sus ideas recurrentes –la creación y la construcción de una vida y una obra– que tantas veces compara con los fenómenos y procesos de la naturaleza.

Hija única de madre inglesa y de un padre belga-estadounidense, la escritora nació en Bélgica bajo el nombre de Eleanore Marie Sarton. Cuando tenía cuatro años su familia se mudó a Estados Unidos y regresó a Europa a los 17 años para graduarse en Cambridge, viajar y codearse con figuras como Virginia Woolf, Elizabeth Bowen o Lugné-Pöe.  Vivió la mayor parte de su vida en Estados Unidos y escribió más de 53 libros entre novelas, poemarios, ensayos, cuentos infantiles, guiones y una obra de teatro, pero no fue hasta hace poco que su obra pudo ser descubierta por los lectores de habla hispana. 

El rescate y traducción al español de sus escritos vino de la mano de la editorial Gallo Nero, que con traducción de Mercedes Fernández Cuesta publicó Anhelo de raíces, el primero en arribar a librerías argentinas, y otros dos títulos: Diario de una soledad y El señor peludo.  

Anhelo de raíces es un libro de memorias que empieza cuando la autora llega a vivir, con 48 años, a una vieja y destartalada casa a fines de los años 50. Diario de impresiones, May Sarton cuenta cómo llegó a amueblarla y a convertirla en un hogar, ese “sueño profundo” tan anclado en sus raíces como en la libertad de su pensamiento.

La casa de Nelson fue, de algún modo, su “habitación propia” (para volver al  “cuarto” de Woolf, pero también a las poetas jardineras de la historia),  porque Sarton cultivó allí su fondo con huerto, animales y flores. De ahí que en su escritura los cambios de luz importen tanto como los vaivenes de la naturaleza: hay secuencias en las que se demora y saca brillo a pequeños destellos, hallazgos y apariciones. Otras veces, Sarton recibe a amigos o llama “visitas deliciosas” a los fantasmas de la casa, pero solo cuando está en la más profunda soledad puede observar su vida en toda su resonancia.  

El libro recuerda sus primeros diez años allí y cómo eligió comprar el terreno tras escuchar a una oropéndola cantar y tomarlo como señal de bienvenida. La reconstrucción de la vivienda -desde que los pisos crujían hasta que fue emplazando muebles y objetos- y el tiempo que dedica al jardín hasta verlo pasar de pedregal a vergel, son descriptos con belleza y sin apuro, a medida que las estaciones pasan. 

 “Amamos las cosas por lo que son", nos recuerda Robert Frost. Y quiere decir, creo, que cuando las amamos a medida que cambian -dice en el poema de un arroyo que se ha secado-, las amamos por lo que una vez fueron”. Sarton escribe antes de salir a elegir flores frescas y armar ramos para ver caer el sol sobre las siluetas a la tarde, dispone objetos por la casa, como en la entrada donde ubica, por ejemplo, obras de Hiroshige y Hokusai. La rutina, para la escritora, no es una prisión, sino “el camino hacia la libertad del tiempo”, y en un pasaje revela sus estrategias para terminar los días: “En aquel primer fin de semana establecí el rito de la cena. Cuando me sentara a la mesa, tenía que haber flores; debía haber una botella de vino y que la mesa estuviera puesta con esmero, como el mejor sirviente. Un libro abierto para poder leer, el equivalente a la conversación civilizada para un solitario. Todo estaba preparado como para recibir a un invitado y el invitado de la casa iba a ser yo”.

Además de escribir poesía y narrativa, Sarton produjo no ficción y es  conocida por su activismo por los derechos de las lesbianas y por haber expresado el amor en sus diversas manifestaciones en tiempos en los que muy pocas se atrevían a hablar abiertamente.

Algunas de sus preferencias literarias aparecen en Anhelo de raíces, pero en las horas de reflexión, lo más interesante es el modo en que trazar analogía entre la construcción de la casa y la escritura de poesía, la búsqueda precisa de palabras para sus poemas (puede comparar la búsqueda de armonía en un armado de flores silvestres con el empeño por lograr equilibrio en sus textos). También reflexiona sobre su oficio cotidiano: “Una nunca se da por vencida si es un animal de la escritura y si a lo largo de los años ha ido creando el canal de una rutina. Esas horas de concentración total en algo que viene de lo más profundo del ser, pero que debe ser visto y manejado objetivamente a medida que se avanza en el papel…”

 

Hay en estas páginas una certeza más que condensa algo de una existencia intensamente vivida, la sabiduría que logró conseguir:  “Nada cobra vida sin oscuridad, así como nada florece sin luz”, dice la misma que prefería la luz de mayo y la de octubre y amaba a los gatos; la que prefería las paredes pintadas de blanco y llegó a sentir el peso de la soledad y la aspereza de la vida rural, pero supo aferrarse al costo y al deseo de vivir una vida propia. 

May Sarton se animó a crear y a sostener un universo, dejó decenas de escritos y su voz nos llega, como un susurro en el aire, gentil pero de ninguna manera ingenua, a través del tiempo. 

 

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