Nuevas resonancias del rock en la literatura
Música a los libros
Lunes 08 de julio de 2019
Una lectura cruzada de Oktubre, de Carolina Bello (Estuario) y Paz, amor y death metal, de Ramón González (Tusquets). Dos novelas distintas entre sí, divergentes, que acercan la experiencia del rock a lo traumático y lo curativo, según Luciano Lahiteau.
Por Luciano Lahiteau.
Hubo un tiempo en que la literatura ligada al rock era una puerta de ingreso a las delicias de la vida. Era alumbramiento y devaneos, exaltaciones de la crudeza de la libertad y la fugacidad de los viajes, y todo envuelto en el frenesí de la sexualidad descubierta y el aturdimiento de la mente despierta. Era una literatura bañada por la inocencia de la confianza en un futuro que estaba por hacerse, o que al menos derribaría el mundo dado. Y que hubiera elegido como máxima cualquier pasaje de En el camino. “Nada detrás de mí, todo delante de mí, como ocurre siempre en la carretera”, o "El mejor maestro es la experiencia y no a través del punto de vista distorsionado de alguien": si de algo carecían aquellos textos era de miedo.
Ya en el futuro, el mundo es un lugar tanto o más angustioso que a mediados del siglo pasado. Y el rock tiene, en estas circunstancias, otro tipo de resonancias. Las más comunes, las nostálgicas, deudoras de aquella juventud perdida. De las otras, más hondas y complejas, están hechas Oktubre, de Carolina Bello (Estuario) y Paz, amor y death metal, de Ramón González (Tusquets). Dos novelas distintas entre sí, divergentes, que acercan la experiencia del rock a lo traumático y lo curativo.
Oktubre conquista terreno para la novela corta. Forma parte de la colección Discos de la editorial uruguaya Estuario, para la que Carolina Bello (Montevideo, 1983) eligió meterse con el segundo álbum de Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota, editado en 1986. La obra de esta joven comunicadora y crítica de arte, pero también cuentista, narra el idilio transcontinental entre Olga y Hernán, dos jóvenes amantes de la música unidos por la casualidad del destino.La historia es apenas el tronco de un espacio narrativo donde Bello se expande hacia el diálogo epistolar, la crítica musical, la crónica periodística, el registro de estilo cinematográfico y, por qué no, la novela histórica. Es inquietante la sincronicidad de la aparición de esta segunda edición con el estreno de la miniserie Chernobyl, escrita por Craig Mazin: las escenas iniciales son casi idénticas.
Olga habita un país y una ciudad que la incomodan. En Prípiat, la ciudad soviética del futuro, las flores son radiantes pero las personas son autómatas que cumplen un mandato social y político. Su padre es uno de ellos, y lo probará sacrificando su vida en la sofocación del incendio desatado el 26 de abril de 1986 en el reactor 4 de Chernóbil. Su madre es argentina, y por ello habla y escribe en castellano, la lengua que le permitirá evadir el apocalipsis nuclear que la rodea. Es en la palabra −usada en fallos sintácticos y ortográficos− donde Olga halla sosiego. En ese marco, las cartas de Hernán (a quien ha conocido en una visita) son una vía de escape a la contaminación mortífera y el desmantelamiento súbito de su vida. Olga preserva algunos objetos en los que Bello se detiene para notar la sensibilidad de la protagonista, y usa su traje para colar la agudeza de su mirada sobre la obra de Los Redondos.
El arco narrativo trazado por Bello es perfecto, y le permite un juego de no ficción con el catálogo profundo de la banda del Indio Solari y Skay Beilinson. Olga y Hernán cruzan observaciones, pálpitos y sentimientos en la brecha que va de Gulp! (1985) a Oktubre (1986), paréntesis temporal que contiene los acontecimientos de Chernóbil y la evolución del grupo durante la elaboración del disco de las masas movilizadas y las catedrales en llamas. A través de Olga, la autora habla de la obra musical desde puntos de vista originales y tensiona, con saludable riesgo, las composiciones de Solari-Beilinson con el cine ruso, la paranoia nuclear, U2, Soda Stereo y el post-punk de Joy Division y Sad Lovers & Giants. Con Hernán como médium, Olga se introduce en Oktubre y se convierte en una original diseccionadora del oficio de Solari, mientras intenta sobrevivir a la nube radiactiva y triste que se cierne sobre su existencia.
Paz, amor y death metal, en cambio, es crónica pura. Casi un diario personal del autor, un joven español sobreviviente del ataque terrorista del 13 de noviembre de 2015 en la Sala Bataclan de París. Esa noche, tres terroristas abrieron fuego contra la audiencia del concierto de Eagles Of Death Metal en medio del show, matando a 80 personas y tomando a más de 100 como rehenes. Ramón González, su novia argentina Paola, y dos amigos se encontraban entre el público y sobrevivieron refugiándose en una habitación detrás del escenario.
González (Daimiel, 1984) es un ingeniero químico y melómano con una vida corriente y un buen trabajo. La noche del concierto es como cualquier otra; Eagles Of Death Metal no es su banda favorita, pero es una buena ocasión para distraerse y disfrutar de la música en vivo. De la reconstrucción testimonial de los sucesos se trata la primera parte, casi una pieza más del relato policial del ataque. González es preciso y directo, no sobrecarga la descripción ni ornamenta el recuerdo. En las dos parte siguientes, en tanto, es donde está el nudo de su ópera prima: cómo atravesar la experiencia traumática y convivir con el miedo.
Es un trance que comienza en el momento en que la policía desaloja el Bataclan y González puede ver el cadáver de un hombre cuya expresión “parecía querer decirme que el sentido último de la vida era la violencia”. Y que enseguida se empezó a bambolear al ritmo de los cambios de humor, el insomnio, los arranques de furia, ansiedad y tristeza. El ejercicio de poner los hechos a distancia, y sobre papel, despierta una mirada desnaturalizada del terror y de la piedad, al punto de identificar las horas posteriores al atentado con la euforia: “Me sentía ingrávido, poderoso, inmortal”.
Como en Oktubre, el miedo se hace tan grande que deja de ser visible. Está en todo, forma parte del ambiente. El impulso a cambiar de vida y exprimir el tiempo de las primeras semanas muta en terror, pasividad y fragilidad. La terapia psicológica aparece como tema y como escenario de metaficción, porque Paz, amor y death metal colinda con el proceso de sanación a través de la palabra de su autor. La música ha quedado asociada al terror y no hay más búsqueda de libertad posible: queda desprenderse de la malla venenosa del miedo y seguir. “¿Por qué no escribe sobre lo que ocurrió?”, pregunta una asistente psicológica del Estado francés a González: “Contar lo que siente puede ser una buena terapia”.