Maclaren-Ross, "un genio que se echaba a perder de forma deliberada"
Por Leonardo Sabbatella
Miércoles 17 de octubre de 2018
Una reseña del libro del novelista británico Julian Maclaren-Ross publicado por La bestia equilátera en su décimo aniversario. "De amor y de hambre es la novela de un esotérico, de un hombre raro, perturbado, un excéntrico cuya escritura, clara y precisa, transmite una fuerza misteriosa".
Por Leonardo Sabbatella.
A finales de la década de 1940, Julian Maclaren-Ross invitó a Anthony Powell y su esposa, Lady Violet, a cenar en el Café Royal. Más tarde, según cuenta el crítico D.J. Taylor, se unieron a la fiesta John Heygate, viejo amigo de Powell, y su novia de ese momento. Durante la noche, la novia de Heygate envía a su pareja mensajes por debajo de la mesa. Maclaren-Ross, que tenía la habilidad de leer al revés, dedujo que uno de los mensajes se refería a sí mismo. Decía: “Es demasiado esotérico”.
Y, sin dudas, De amor y de hambre es la novela de un esotérico, de un hombre raro, perturbado, un excéntrico cuya escritura, clara y precisa, transmite una fuerza misteriosa. No necesita de grandes proezas verbales o sintácticas, sino más bien le alcanza con construir escenas específicas y condensadas para hablar de la pobreza estructural, de los amores contraindicados y de las pequeñas tragedias sociales que se inscriben en los cuerpos.
De amor y de hambre proyecta una historia simple y triste. Richard Fanshawe es un vendedor de aspiradoras puerta a puerta (empleo que practicó el propio Maclaren-Ross) en una ciudad costera de la Inglaterra de pre-guerra –ese clima de inminencia bélica es la atmósfera de la novela. Fanshawe vive en una pensión, es un hombre repleto de deudas, un solitario, un aspirante a escritor que no se tiene mucha confianza y que acarrea un pasado como soldado. Un hombre que prueba ser otros gracias a que, tal como confiesa, “cada vez que trato de ser yo mismo, fracaso”. La vida de Fanshawe es un retrato de la decadencia.
Maclaren-Ross es un ilusionista al que no le importa que se le vean los hilos, su truco es de otro orden y tiene un efecto más ambivalente y perenne. Un compañero de trabajo hace un encargo a Fanshawe, le pide que cuide y lleve de paseo a su esposa mientras él, debido a un nuevo trabajo, pasa unos meses en altamar. Todo lo que viene después el lector ya lo puede calcular pero lo que es imprevisible en Maclaren-Ross es el tratamiento arisco, la modulación elusiva, el montaje de escenas a través del cual hará que los personajes se saquen chispas.
El arco sinuoso y certero que traza cada capítulo da la impresión en ciertos pasajes de asemejarse al folletín. Una novela de amor por entregas. Con decenas de desvíos y ataduras, con relatos paralelos y tensiones internas, endogámicas.
Si para algo Maclaren-Ross ha sido un experto es para los diálogos. Por momentos la novela parece un guión cinematográfico. Los parlamentos de los personajes apenas se interrumpen para anunciar una acción (siempre mínimas, incluso las violentas) y para anotar breves detalles (por caso, el sonido de la lluvia sobre un techo de chapa). Los diálogos producen tiempo hacia dentro de la novela, como si ese fuera su propio ritmo interno.
Quizás por pertenecer a la misma generación o por tener ciertos centros temáticos en común sea que la lectura de Maclaren-Ross traiga el recuerdo de otro inglés: Evelyn Waugh. Los emparenta el aire clásico y la Inglaterra devastada por la guerra pero Maclaren-Ross de forma casi imperceptible transmite una locura inimitable –Veneno de tarántula es otro ejemplo de su excentricidad.
El biógrafo de Maclaren-Ross, a partir del consumo de alcohol y anfetaminas, señaló que “era un mediocre guardián de su inmenso talento”. Un genio que se echaba a perder de forma deliberada, sabiendo que así y todo le alcanzaba para ser un escritor heroico tal como prueba De amor y de hambre.