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La máquina del tiempo
Por Alejandro García Schnetzer
Miércoles 15 de agosto de 2018
"Este libro se afianza en dos absolutos: transmite el azoro y conserva siempre tenso el arco del interés. Uno desea que no termine, que siga don Raúl en su taller reuniendo los componentes de Circuito de memoria, máquina perfecta de recuerdos y de asombros". Una lectura de Circuito de memoria (Entropía 2016), de Raúl Castro.
Por Alejandro García Schnetzer.
«Una condición del carácter argentino, tan sobresaliente como el valor, es la curiosidad; el afán de nuevos conocimientos; un deseo de saber, inquieto e insaciable, como no lo posee pueblo alguno de la tierra. El antiguo refrán "nadie se acuesta sin haber aprendido algo nuevo", resulta insuficiente para este país. El argentino consideraría perdida su jornada si se acostase no poseyendo, al menos, una docena de conocimientos nuevos.» Blasco Ibáñez, Argentina y sus grandezas (1910).
Ciento ocho años han marchitado bastante ese clavel retinto, cuya tenue validez sostienen sólo unos pocos.
Quiero llamar la atención sobre un gran libro aparecido en 2016: Circuito de memoria, de Raúl Castro. La demora no se debe a su extensión –170 páginas– sino al tiempo que llevaba sin volver a Buenos Aires, viaje que me valió un ejemplar de la obra y la comprobación de que varios amigos, que no suelen soltar prenda, la juzgaban infalible.
Hombre de 1936, avecindado en Villa Devoto, don Raúl ha ocupado su vida en la indagación de los mecanismos y en las invenciones. A los seis años, respaldado por un tratado de física decimonónico, ideó un electroscopio; a los nueve, un electróforo de Volta; más tarde, una botella de Leyden, un misil, un autómata, radios, bobinas, luces de emergencia, televisores… Al cumplir ochenta años registró esas industrias pobladas, como el camalotal cuando baja por el río, de imágenes sorprendentes. Un bicho canasto oscilando en un manzano, por ejemplo, que inspira un péndulo movido por ondas electromagnéticas.
Alberto el Grande aconsejaba fijar las reminiscencias mediante la prolija asociación de imágenes turbadoras: un carnero furibundo, por caso, para los pormenores de un pleito. Sin auxilios oblicuos, las experiencias transcriptas por Castro son directas y constituyen veneros y filones para el arte de la memoria: la parrilla del tramway, la cocina de gota, la tosca mecánica del Ford T, los timbres con pila de agua acidulada; lo son también, de otro modo, la busca de los materiales y recursos para los ingenios, la procura de las fuerzas coadyuvantes y de los saberes.
Quien se haya propuesto escribir recuerdos sabe cuán difícil es transmutar la historia personal en un conjunto legible capaz de interesar a desconocidos. Trabajos como el de Castro superan largamente el atolladero y se encumbran en la categoría de los libros con lectores presentes y por venir, que leerán en el trasmuro del tiempo, como hoy pasa con las obras de Fray Mocho, Sarmiento, o los hermanos Mansilla. La introspección que practica les guarda correspondencia, pues recobra –como Wilde, Obligado y tantos otros– lo que fue, dejó de ser o acabaron destruyendo. Se distancia el autor en lo más necesario: no incurre en nostalgias. Castro cuenta, expone, acierta con su humor y atina en las intenciones.
Este libro se afianza en dos absolutos: transmite el azoro y conserva siempre tenso el arco del interés. Uno desea que no termine, que siga don Raúl en su taller reuniendo los componentes de Circuito de memoria, máquina perfecta de recuerdos y de asombros.