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La literatura de Sylvia Molloy: un saber del resto

Por Leonora Djament

"Molloy construye su literatura a partir de las hilachas o harapos que la memoria olvida a su paso": Leonora Djament, quien fuera su editora, recuerda a Sylvia Molloy en esta lectura profunda y delicada de su obra, una "plegaria profana que no pide nada".

Por Leonora Djament.

 

 

Restos

Ruinas visitadas en Misiones, restos de iglesias, casas demolidas, una (o varias) urnas con cenizas, un billete de un peso, cajitas de fósforos, “pedacitos de vida descompuesta”, retazos de géneros (“plumetí, broderíe, tafeta, falla, gro…”). Toda la narrativa de Sylvia Molloy puede ser pensada como un “diario descosido” o, mejor, un “desorden costurero” que trabaja con restos, retazos, reliquias, ruinas. Molloy construye su literatura a partir de las hilachas o harapos que la memoria olvida a su paso. Enfermedades, modernizaciones urbanas, muertes, van dejando despojos detrás de quien narra. 

Ahora bien, sería una tentación decir que la literatura de Molloy funciona contra la fugacidad de la memoria, contra el paso del tiempo, como modo de reparación o torniquete contra el olvido. Sin embargo, estos textos no quieren reparar nada, no hay (solo) una memoria olvidadiza, quebrada, fragmentada que eventualmente pueda ser enmendada, reconstruida en sus lagunas. (“La memoria es un don elusivo”, le advierte la madre al protagonista de El común olvido y Samuel, a su vez, le reprocha: “Y a vos qué te importa que se mezclen los recuerdos (…) No hay memoria pura”.) Estos textos, en cambio, reclaman ser pensados como un arte hecho con restos, un arte de lo precario. Al modo de la alegoría barroca, tal como la lee Benjamin: se trata de ruinas, fragmentos arrancados o desprendidos de un todo irrecuperable (o inexistente), que a un tiempo son historia petrificada y naturaleza en decadencia, y se caracterizan por su fragilidad y transitoriedad, pues sus sentidos son absolutamente provisorios, plurales. Por eso, estas narraciones no son textos contra el olvido, sino textos precarios –precariamente construidos y articulados-, donde por más que aparezca un nuevo recuerdo, un nuevo retazo, no hay posibilidad de completar totalidad alguna, “the whole picture”. 

“Me siento precaria” dice justamente la narradora de Varia imaginación antes de emprender un viaje a la Argentina. “Me siento muy solo en Buenos Aires, también frágil”, comenta el narrador de El común olvido al llegar a la Argentina (los subrayados son míos). Es Agamben quien recuerda que “´precario´ significa aquello que se obtiene a través de una plegaria […] y por ello es frágil y aventurero. Y aventurera y precaria es la literatura si quiere mantenerse en una relación justa con el misterio. El escritor procede […] entre el olvido y la memoria”. Y por allí habría que buscar la potencia de estos textos. Los desechos, entonces, los restos, precarios y frágiles, son los materiales a partir de los cuales quizá se pueda construir algo nuevo. Pero indaguemos qué es ese “algo nuevo”. No se trata de reparar esos restos, de reconstruirlos, de recuperar una organicidad perdida (ese trabajo se sabe fracasado de antemano), sino de estar atentos a lo que esos restos liberan: se trata de vislumbrar cuál es el saber del resto que estos textos proponen. Podríamos decir, entonces, que la literatura de Molloy propone un saber del resto, pero el resto pensado no como fragmentos de un todo sino como lo piensa la tradición mesiánica, como concepto salvador: aquellas astillas que, tal vez, posibilitarán la redención. 

La literatura de Molloy, entonces, como plegaria (profana, claro) que no pide nada, no pide por el pasado perdido, por la memoria que se resquebrajó, sino que en tanto es proferida, sin proponérselo, abre posibilidades, abre mundos, abre temporalidades, siempre inestables, con el olvido y la memoria como su materia prima. Así, hay episodios donde los personajes regresan a lugares que habitaron en el pasado, revisitando su infancia. También, en dirección opuesta, aparecen repentinamente recuerdos que llegan al presente y recién entonces algún personaje comprende una situación de abuso vivido en la niñez. Y hay otras situaciones donde no se viaja al pasado ni el pasado viaja al presente, sino que las temporalidades y los lugares se superponen, se acoplan, se espejan: 

Ahora es abril, pero a veces creo que estamos en septiembre. Sé que estamos por entrar en verano pero hay días en que algo me dice que está por llegar el invierno, con sus lluvias y humedades, casi lo presiento en el viento fresco que a veces sopla por la tarde. Y también lo presiento en el ladrido desolado de un perro que me llega desde el fondo de (la) manzana, que es el de aquel perro de la casa del fondo, en Olivos, que ladraba de tarde cuando tenía frío. Estoy en Buenos Aires, me digo, estoy en casa de mis padres. No, no me he ido. Está refrescando, mejor que entre. 

 

Temporalidades espejadas y arte precario. Estamos ante una literatura construida con hilachas; textos hechos con sobras. (Es más, solo a través de las fracturas es que se puede comprender algo: literalmente es gracias a la fractura de un brazo que Daniel, el protagonista de El común olvido, se entera de una fractura anterior en ese mismo brazo, de un accidente que lo involucró y de los amores secretos de su madre.) Y las temporalidades espejadas y estos restos, con sus sentidos precarios, inestables, lo que proponen, quizá, sea simplemente (o nada más y nada menos que) una perspectiva: como Daniel, en El común olvido, sopesando las justificaciones del exilio de su madre: “en momentos más piadosos, la justifico: me digo que su reescritura de la historia no era simplemente un gesto vanidoso sino que respondía a una necesidad vital, la de dar cabida a su pasado argentino dentro de una perspectiva que solo adquirió al irse”. (También es una perspectiva distinta -de su propio cuerpo, en este caso- lo que consigue Daniel, de adolescente, en el baño de su casa, sentado desnudo entre dos espejos enfrentados.) A lo mejor todo se trata de conseguir perspectivas. 

 

 

Sumas

Si bien los personajes de estas narraciones se quejan porque “no ata[n] cabos”, es curioso cómo la contabilidad entreteje los textos de Sylvia Molloy. Hay en Desarticulaciones un capítulo que se llama justamente “Finanzas”, donde tres mujeres esperan al contador. Siguiendo esta pista, cuando en El común olvido se habla del pasado, el narrador “liquida cuentas”, o bien hace “inventario” de la casa de su madre, “empaqueta”, “lleva a depósito” y al final de la novela sopesa pérdidas y ganancias. Algunas veces en estos textos, como ya vimos, un recuerdo del pasado vuelve repentinamente al presente y cobra otro sentido. (¿Qué pagaremos cuando aparece el sentido? ¿El precio del resto que queda en la sombra?) Otras veces, calculando cuánto dinero le queda para continuar una estancia en Buenos Aires prolongada más de lo previsto, Daniel comenta: “ya he entrado en mis reservas”. (“Reservas” que tal vez sean a un tiempo tanto sumas económicas como secretos). En una ocasión, a la narradora de Desarticulaciones le ocurre un “episodio raro” y necesita anotarlo. Entonces dice: “Tuvo un episodio raro, lo consigno aquí…”. Ahora bien, ¿qué pasaría si leemos el verbo “consignar” no ya como sinónimo de “dejar anotado”, “firmar”, sino en su matiz comercial? “Consignar”, dice el diccionario, es dejar mercadería en depósito. Dejar mercadería en consignación significa dejar objetos para su futura venta, pero sin certeza de si se van a vender o no. (Justamente el modo en que los editores enviamos los libros a las librerías.) La consignación establece, entonces, una relación específica con el futuro: puede que sí, puede que no. Toda la escritura de Molloy, me parece, funciona como un envío al futuro, sin certezas. Por eso me resulta interesante pensar estos textos en su reenvío al futuro y no al pasado. No pensar ya la relación de estos textos con la memoria, con el pasado a reconstruir, sino observar, en cambio, la apertura que dibujan. Como la plegaria profana, frágil y aventurera, que abre posibilidades.

“Acaso” es una de las palabras que probablemente más insisten de principio a fin en estos textos que estamos leyendo (a tal punto que se podría decir que es otro de los hilos que entretejen estas novelas). Pero este “acaso” no funciona simplemente como sinónimo de “tal vez”. Se trata, me parece, de un “acaso” ominoso, el mismo que aparece, por ejemplo, al final de “El sur”, el cuento de Borges donde “Dalhmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar y sale a la llanura” para pelear contra su contrincante. ¿Por qué “acaso”? Si Dalhmann es un bibliotecario porteño (como Daniel, por cierto) que no tiene ningún conocimiento práctico sobre el mundo de los gauchos. ¿Acaso sí sabrá, contra todo pronóstico o lógica? Literalmente, sobre el final de El común olvido, el protagonista desliza: “acaso, ¿por qué no?...”. Estamos ante una apertura incierta, sin certezas, que dibuja nuevas perspectivas. Y por eso mismo, estos momentos solo pueden narrarse en presente, abismándose a lo que pueda venir. (Efectivamente tanto el final de “El Sur” como los finales de Varia imaginación y Desarticulaciones están narrados en presente.) Y tal vez ese sea parte del aprendizaje de estos textos: no hay sentido final, definitivo. No hay que esperar la gran revelación. “Pedazos nimios, claro está. No reclamo para ellos el valor de revelaciones que me aclaren la existencia o que den sentido a mi vida presente”. No existe “the whole picture”. Como “los objetos, casi educidos por la esperanza” que Daniel debe envolver al levantar la casa de su madre, recordando los hrönir borgeanos, y que luego probablemente no tendrán sentido fuera del contexto de la casa materna. 

Proyecto mesiánico, si se quiere, donde los restos son el lugar de una posible fuerza salvadora (“¿Y cómo explicarles (…) que la traducción, descubierta en la universidad como técnica, fue mi salvación?”; pero mesianismo escéptico, porque sabe de sus limitaciones. O acaso…

Creo que la literatura de Sylvia Molloy puede ser leídos desde esta perspectiva. Son textos que trabajan con el pasado, pero solo para calcular pérdidas y ganancias (tarea imposible, por cierto) y posibilitar a partir de un pasado astillado la apertura de otras temporalidades, la llegada de un futuro incalculable. “Para seguir adelante” reza -¿otra plegaria?- el epígrafe de Desarticulaciones. Literatura hecha de restos que confían en ese naufragio en el que viven. Ruinas que celebran la felicidad y el saber del resto. 

 

 

* Todas las citas de aquí en más pertenecen El común olvido, Vivir entre lenguas y Varia imaginación. Los subrayados son míos.

 

 

Publicado originalmente en Chuy. Revista de estudios literarios de la Untref. 2021.  

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