La librería: un cuento de Aldous Huxley

Lunes 10 de febrero de 2025
Con traducción y prólogo de Matías Serra Bradford, Edhasa publica los cuentos del autor de Un mundo feliz
Por Aldous Huxley. Traducción de Matías Serra Bradford.
Parecía a todas luces un lugar improbable para encontrar una librería. Todas las otras aventuras comerciales de la cuadra apuntaban a satisfacer las necesidades más básicas de la atareada pobreza del barrio. En la calle principal había un brillo y una animación aparentes producidos por el rápido paso del tráfico. Era casi etéreo, casi alegre. Pero todo alrededor pululaban extensas zonas, frías y húmedas, de indigencia. Los habitantes hacían sus compras en la calle principal; pasaban llevando carne que se veía viscosa aun a través de los envoltorios de papel. Se veía deslucido el barniz de las puertas. Las mujeres, con sombreros negros y velos oscuros, arrastraban los pies hasta el mercado con sus bolsas de mimbre arruinadas. ¿Es que estas personas, me preguntaba, compraban libros?. Y sin embargo ahí estaba, un negocio diminuto, y hasta las ventanas tenían estantes y se veían los lomos marrones de los libros. A la derecha, un gran emporio derramaba hacia la calle sus muebles increíblemente económicos; a la izquierda, las ventanas con cortinas discretas de un restaurante anunciaban en letras blancas, gastadas, los méritos de los almuerzos de seis peniques. Entre éstos, tan angosto que apenas prevenía la unión de muebles y platos, estaba el pequeño local. Una puerta y poco más de un metro para una ventana oscura, ese era todo su frente. Uno veía que aquí la literatura era un lujo; ocupaba su espacio proporcional en este lugar de penuria. Pero aun así el consuelo era que sobrevivía, sobrevivía irreversiblemente.
El dueño del local estaba parado en el umbral, un hombre pequeño, con la barba de un oso y con ojos muy vivaces en las esquinas de sus anteojos que cruzaban su nariz larga y puntiaguda.
—¿El negocio anda bien? —le pregunté.
—Mejor le iba en la época de mi abuelo —me dijo, sacudiendo su cabeza con tristeza.
—Somos cada vez más filisteos —insinué.
—Es culpa de nuestros periódicos baratos. Lo efímero arrasa con lo permanente, lo clásico.
—Este periodismo —asentí— o mejor llamémoslo este cotidianismo banal es la maldición de nuestros tiempos.
—Apto sólo para... —gesticuló tomándose las manos como en busca de la palabra.
—Para el fuego.
El viejo se puso victoriosamente enfático con esto:
—No, para la cloaca.
Sonreí para mostrar mi simpatía por su apasionamiento.
—Coincidimos felizmente en nuestros puntos de vista —le dije—. ¿Puedo espiar un poco sus tesoros?
En el interior del local reinaba un crepúsculo como arratonado, que hacía recordar al cuero viejo y el olor de ese polvillo sutil que se adhiere a las páginas de los libros olvidados, como si preservaran sus secretos; como la arena seca de los desiertos árabes debajo de la cual, todavía increíblemente intactos, reposan los tesoros y los desechos de hace mil años. Abrí el primer volumen con el que me crucé. Era un libro de láminas de moda, cuidadosamente pintadas a mano en púrpura y magenta, en marrón y solferino y castaño rojizo y esas sombras verdes licuadas que una generación anterior había llamado Las penas del joven Werther. A través de las páginas, bellezas vestidas con crinolinas nadaban con la holgura de cruceros. Sus pies se veían finos y chatos y negros, como hebras de té asomando tímidamente por debajo de sus faldas. Sus caras tenían forma de huevo, alisadas con un pelo brillante y oscuro, testimonio de una pureza inmaculada. Pensé en nuestras modernas figuras de la moda, con sus tacos y el arco de su empeine, sus caras achatadas y su amargada sonrisa seductora. Era difícil no ser un creyente en la decadencia. Los símbolos me conmueven fácilmente; tengo algo de un Francis Quarles en mi naturaleza. Como carezco de una mente filosófica, prefiero ver mis abstracciones en emblemas concretos. Y en ese momento se me ocurrió que si quería que un emblema simbolizara lo sacrosanto del matrimonio y la influencia del hogar, no encontraría nada mejor que dos pequeños pies negros asomándose decorosamente como hojas de té por debajo del ruedo de una falda amplia y encubridora. Mientras que los tacos y empeines de pura cepa representarían, en fin, lo contrario.
El curso de mis pensamientos se desvió al oír la voz del viejo.
—Supongo que es un hombre musical —dijo.
—Un poco —admití, y me extendió un gran folio.
—¿Alguna vez escuchó esto? —me preguntó.
Robert El Demonio: no, nunca lo había oído. No tuve dudas de que era una laguna en mi educación musical.
El viejo tomó el libro y acercó una silla desde la penumbrosa penetralia del local. Fue en ese momento que noté un hecho sorprendente: lo que en un vistazo descuidado había pensado que era un mostrador común ahora percibí que se trataba de un piano de formato extraño, cuadrado. El viejo se sentó frente a él.
—Sepa disculparle algunos defectos en el tono —dijo, volviéndose hacia mí—. Es un Broadwood arcaico, de la era georgiana, ya ve, y ha prestado mucho servicio en estos cien años.
Abrió la tapa, y las teclas amarillentas me hicieron una mueca desde la oscuridad, como los dientes de un viejo caballo.
El hombre hizo crujir las páginas hasta que encontró el lugar buscado.
—La música de ballet —dijo— está bien. Escuche esto.
Sus manos huesudas, más bien temblorosas, comenzaron de pronto a moverse con una agilidad asombrosa, y allí mismo, tenue y tintineante contra el alboroto del tráfico, ascendió haciendo piruetas una música jovial. El instrumento traqueteaba de un modo notable y el volumen del sonido era leve como el del hilo de agua de un arroyo casi seco: pero de todas maneras se mantenía afinado y la melodía estaba allí, delgadísima, etérea.

—Y ahora una canción de borrachos —gritó el viejo, preparándose con excitación para la tarea. Tocó una serie de acordes que ascendían modulándose hacia un punto de quiebre; tan marcadamente operístico al punto de resultar en realidad una parodia de ese momento de exigido suspenso en el que los cantantes se aprestan para un estallido de pasión. Y enseguida llegó el estribillo para borrachos. Uno se imaginaba hombres con capas, desbordadamente dichosos frente a los jarros vacíos.
“Versiam’ a tazza piena
Il generoso umor...”
La voz del viejo era aguda y se quebraba, pero su entusiasmo compensaba cualquier defecto de interpretación. Nunca había visto a nadie que fuera un juerguista tan comprometido con lo suyo.
Pasó algunas páginas más.
—Ah, el “Valse infernale” —dijo—. Ese es bueno.
Hubo un preludio un tanto melancólico y luego la melodía, no tan infernal como uno debió pensar, pero con todo bastante placentera. Miré por sobre su hombro hacia las palabras y canté para acompañarlo.
“Demoni fatali
Fantasmi d’orror,
Dei regni infernali
Plaudite al signor.”
La furgoneta a vapor de una cervecería pasó rugiendo con su trueno fulminante y borró por completo el último verso. Las manos del viejo todavía se movían sobre las teclas amarillas, mi boca se abría y se cerraba, pero no había sonido de palabras ni música. Era como si los demonios fatales, los espectros del horror, hubieran hecho una irrupción súbita en este lugar pacífico, aislado.
Miré hacia afuera por la puerta angosta. El tráfico pasaba sin cesar; hombres y mujeres se apresuraban con sus caras fijas. Todos ellos, espectros del horror; reinos infernales los que ellos habitaban. Afuera, los hombres vivían bajo la tiranía de las cosas. Cada una de sus acciones estaba determinada por las órdenes de la pura materia, del dinero, y las herramientas de su trabajo y las leyes inconscientes del hábito y las convenciones. Pero aquí yo parecía al resguardo de las cosas, viviendo a distancia de la actualidad; aquí donde un viejo hombre de barba, sobreviviente improbable de otro tiempo, tocaba tenazmente una música heroica, a pesar de que en ocasiones los espectros del horror podían ahogar el sonido con su clamor.
—¿Lo lleva?
La voz del viejo interrumpió el curso de mis pensamientos.
—Se lo dejo a cinco chelines.
Me extendió el grueso volumen deteriorado. En su cara se notaba una mirada de excesiva ansiedad. Podía darme cuenta de lo ávido que estaba por obtener mis cinco chelines, lo necesarios que eran para él, pobre hombre. Con una amargura irracional, pensé: ha estado tocando para mi beneficio, como un perro entrenado. Su distancia, su cultura, era todo un truco mercantil. Me sentí ofendido. Se trataba de uno de los usuales espectros del horror disfrazado de ángel de este risible paraíso contemplativo. Le entregué dos medias coronas y empezó a envolver el libro con papel.
—Le aseguro —dijo— que lamento separarme de él. Como ve, les tomo afecto a mis libros. Pero siempre deben partir.
Fue tan obvio que exhaló genuinamente que me arrepentí del juicio que de él me había formado. Era un habitante reacio de los reinos infernales, incluso como lo era yo mismo.
Afuera estaban comenzando a anunciar los periódicos de la tarde: un barco hundido, trincheras capturadas, el emotivo discurso de alguien. El viejo librero y yo nos miramos en silencio. Nos comprendimos sin hablar. Aquí estábamos y en ninguna otra parte, y aquí estaba toda la humanidad, en general, todos enfrentados por la horrorosa victoria de las cosas. En esta continua masacre de hombres, en este sacrificio aislado del viejo, la materia triunfaba del mismo modo. Y caminando a casa por Regent’s Park, yo también vi que la materia me vencía. Mi libro era inconmensurablemente pesado, y me preguntaba qué diablos haría con una partitura para piano de Robert El Demonio cuando la hubiera llevado hasta casa. Sería otra cosa más para hundirme y estorbarme. En este instante era abominablemente pesado. Me asomé por encima del enrejado que rodea el lago ornamental y, tan disimuladamente como pude, dejé caer el libro entre los arbustos.
A menudo pienso que sería mejor no intentar encontrar la solución al problema de la vida. Vivir ya es suficientemente difícil sin complicar el proceso pensando en él. Tal vez lo más sabio sea dar por hecho “la agotadora condición de la humanidad, nacida bajo una ley, a otra encadenada”, y dejar la cuestión allí, sin intentar reconciliar lo incompatible. ¡Qué absurda la dificultad de todo! Y para colmo he gastado cinco chelines, que no es poca cosa, como se sabe, en estos tiempos de escasez.