La conformación de un lenguaje privado
Sobre Mi abandono, de Peter Rock
Martes 12 de noviembre de 2019
"Novela sobre el padre (casi un homenaje), novela del stress post-traumático, novela de una rebelión íntima, privada; novela de aprendizaje y crecimiento, novela de la locura y de la paranoia que por momentos comparte ciertos climas con La carretera de Cormac McCarthy, novela política y novela social", lee Luciano Lamberti en la novedad de Ediciones Godot.
Por Luciano Lamberti.
Hay una tradición de libros que pueden encuadrarse en el tema del abandono de la civilización por lo salvaje. Pienso en Robinson Crusoe, de Defoe, en el Walden de Henry David Thoreau, en el Holden Caulfield de El guardian entre el centeno de Salinger, que sueña con construirse una cabaña en el bosque y fingir ser mudo para no tener que hablar con nadie. Más acá en tiempo y espacio tenemos al protagonista de El rey de las liebres, el cuento de Federico Falco incluido en Un cementerio perfecto, que por razones no del todo claras (sospechamos un acontecimiento doloroso, aunque no se nos termina de aclarar del todo) termina viviendo en el bosque, rodeado por un séquito de liebres, y volviendo al pueblo al que pertenece, cada tanto, para robar alguna cosa.
En todos estos casos, lo que prima es el rechazo de la civilización, la búsqueda de lo salvaje, el bosque, el campo, como lugar de pureza en contraposición a la decadencia de las ciudades. La “huida hacia el campo” es, por lo tanto, un gesto de rebeldía, pero también de la necesidad de volver al origen, de recuperar aquello que se perdió en algún momento, la caída original del hombre a partir de la vida en sociedad. Si “el infierno son los otros”, entonces lo más parecido al paraíso es la soledad.
Mi abandono, la novela corta de Peter Rock que acaba de publicar Ediciones Godot en un hermoso libro ilustrado (que recuerda a los manuales de herboristería) y puede encuadrarse perfectamente en esa tradición, aunque por momentos incluya otras (la novela del padre, la novela de la orfandad, la novela iniciática). La historia es simple, casi como la de un cuento de hadas: un padre ex combatiente y su hija viven en el bosque, en una cueva de la montaña. El padre educa él mismo a su hija, y se han acostumbrado tanto a esa clase de vida que la consideran “normal”. Un día son descubiertos por alguna entidad gubernamental, sometidos a pruebas y trasladados a una granja, de la que escapan, buscando regresar a su vida anónima en el bosque. Esa es toda la información necesaria para entender el clima general de la novela.
Pero, como siempre, la forma es importante, parte integral del significado. Porque la información nos llega a través de la mirada de la niña, Caroline, y eso es uno de los aciertos de la novela. Su voz no es deliberadamente poética o infantil o moralista, como la de Holden Cauldfield. No cae, por lo tanto, en ninguno de los lugares del “punto de vista de niños”, y esto tiene dos consecuencias en la lectura. La primera es que los lectores entramos paulatinamente en la trama, sin comprender todas sus aristas hasta el final. La segunda es que, a pesar de la ausencia de emotividad impostada, sentimos empatía por esa niña, por su destino, y la empatía crece hacia el final, el momento en que la vemos regresar a la naturaleza, la madre perdida y recuperada, su forma de ser fiel a la voluntad de su padre.
Tenemos, por lo tanto, una progresiva inversión de los roles: el padre como aquel niño abandonado, un poco sicótico, que la hija debe cuidar. Pero también el padre como único signo posible de cordura, que ha decidido apartarla del horrible mundo que generó la guerra.
¿De qué huyen Caroline y su padre? De todo lo que significa “civilización”, de los viejos vicios que han transformado el mundo en un lugar cada vez peor. El padre tiene una pesadilla que se repite: la de un grupo de helicópteros que los persigue. Hay ecos de alguna guerra en esa pesadilla y ya sabemos que la guerra es el invento más antiguo y efectivo de la civilización, su forma de mantener el orden y el status quo. ¿Por qué huyen? Porque su manera de vivir no es concebible para la sociedad, que la condena.
La novela opone, por lo tanto, civilización contra naturaleza, pero también lo nuevo a lo viejo, los mandatos paternos al deseo de lo distinto, de lo cómodo. Lo revolucionario, más que cambiar el orden de las cosas, es apartarse de las cosas, fundar nuevas microsociedades adánicas con sus propias reglas, como esa que pretende instaurar el padre. Caroline, que a pesar de haber nacido en la civilización es casi incapaz de recordarla, termina sintiendo su deterioro, la forma en que los sicólogos tratan de hurgar en su cerebro, de clasificarla, de curar lo que no estaba enfermo. Su padre, los amigos y los conocidos de su padre, son la resaca de la sociedad, lo que el aparato social no termina de asimilar y acaba expulsando.
Por eso digo que esta novela, en apariencia tan simple, alude en realidad a una diversidad de géneros y problemas diversos. Novela sobre el padre (casi un homenaje), novela del stress post-traumático, novela de una rebelión íntima, privada; novela de aprendizaje y crecimiento, novela de la locura y de la paranoia que por momentos comparte ciertos climas con La carretera de Cormac McCarthy, novela política y novela social.
En su única voz representada, en el salto que da desde las primeras páginas hasta las últimas, en la transformación creíble y justificada de la protagonista, Mi abandono es una sana muestra de complejidad. Acá y allá, está plagada de enigmas que no son (ni necesitan ser) resueltos, que pertenecen a ese plano que solo la primera del singular puede captar, que la vuelven creíble y densa. Como si estuviéramos asistiendo, con pudor, a la conformación de un lenguaje privado, de una mente preciosa y única. Va un ejemplo: “Creo que todo el tiempo hay movimiento bajo la superficie de la tierra. Los espacios huecos que son las cuevas navegan sin rumbo debajo de nosotros, llevando con ellas lo que sea que tengan”.