La captura de A.H.
Martes 06 de octubre de 2009
Una relectura de El traslado de A.H. a San Cristóbal de George Steiner.
Por Guillermo Belcore.
Un caballo no es una cebra. Son semejantes, relinchan parecido, integran ambos la familia de los equinos pero son especies distintas. Lo mismo ocurre con los artistas que hacen novelas y los pensadores que forjan ensayos. Son temperamentos diferentes. Los novelistas de fuste tienen el don de hilvanar una trama, esculpir personajes interesantes y diálogos vivaces, alterar con sabiduría la realidad. Algunos, incluso, cuentan con talento para la metáfora y exhuberancia en la dicción, dos virtudes literarias que aprecio muchísimo. Cuando un ensayista incursiona en la ficción es raro que su producto no sea defectuoso. La torpeza agobia, se le notan las costuras al texto (lo mismo suele ocurrir cuando los periodistas suponemos que transformarse en escritor es un juego de niños). Pero hay excepciones. Este es otro problema existencial, siempre aparece un caso que se obstina en apartarse de la regla.
Una excepción famosa es, por supuesto, Umberto Ecco. Otra, George Steiner. El sublime crítico ha escrito una espléndida novela: El traslado de A.H. a San Cristobal. La obra data de 1979. Yo tengo en casa -siempre al alcance de la mano- la edición en castellano que Mondadori publicó en 1994. Tapa verde y una foto del infame Führer con saco, chaleco y corbata en medio de la jungla. Una cyber-amiga (Gabrielaa) me empujó a releerla. Confirmé que la excelencia rige el conjunto. Esas doscientas páginas están a la altura de la belleza, la sabrosa claridad y la libertad de espíritu de las indagaciones artísticas de Steiner, acaso el hombre más culto de nuestro tiempo, agente tardío de ese espacio histórico-intelectual que por comodidad llamamos Centroeuropa, fecundado por el judaísmo y deshecho hasta las lágrimas por dos calamidades del siglo XX: el nazismo y el bolchevismo.
Una relectura de El traslado de A.H. a San Cristóbal de George Steiner.
Por Guillermo Belcore.
Un caballo no es una cebra. Son semejantes, relinchan parecido, integran ambos la familia de los equinos pero son especies distintas. Lo mismo ocurre con los artistas que hacen novelas y los pensadores que forjan ensayos. Son temperamentos diferentes. Los novelistas de fuste tienen el don de hilvanar una trama, esculpir personajes interesantes y diálogos vivaces, alterar con sabiduría la realidad. Algunos, incluso, cuentan con talento para la metáfora y exhuberancia en la dicción, dos virtudes literarias que aprecio muchísimo. Cuando un ensayista incursiona en la ficción es raro que su producto no sea defectuoso. La torpeza agobia, se le notan las costuras al texto (lo mismo suele ocurrir cuando los periodistas suponemos que transformarse en escritor es un juego de niños). Pero hay excepciones. Este es otro problema existencial, siempre aparece un caso que se obstina en apartarse de la regla.
Una excepción famosa es, por supuesto, Umberto Ecco. Otra, George Steiner. El sublime crítico ha escrito una espléndida novela: El traslado de A.H. a San Cristobal. La obra data de 1979. Yo tengo en casa -siempre al alcance de la mano- la edición en castellano que Mondadori publicó en 1994. Tapa verde y una foto del infame Führer con saco, chaleco y corbata en medio de la jungla. Una cyber-amiga (Gabrielaa) me empujó a releerla. Confirmé que la excelencia rige el conjunto. Esas doscientas páginas están a la altura de la belleza, la sabrosa claridad y la libertad de espíritu de las indagaciones artísticas de Steiner, acaso el hombre más culto de nuestro tiempo, agente tardío de ese espacio histórico-intelectual que por comodidad llamamos Centroeuropa, fecundado por el judaísmo y deshecho hasta las lágrimas por dos calamidades del siglo XX: el nazismo y el bolchevismo.
El libro imagina que un comando israelí tropieza con una anciano arrugado y taciturno en la Amazonia impenetrable, donde las lluvias caen seis meses seguidos. Han pasado tres décadas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los cazadores de nazis comunican por radio a Jerusalén que capturaron al mismísimo Adolf Hitler. El mensaje es interceptado por los servicios de inteligencia de las potencias. Varios gobiernos conspiran para que el Maligno no vuelva a la civilización. “Su lengua no tiene parangón. Es la lengua del basilisco, de cien filamentos y rápida como el fuego”, define Steiner. El conoció las expresiones de la locura y las revistió de las apariencias de la música. El seleccionó la basura y con ella hizo los lobos. Donde caían sus palabras, la vida enfermiza o desviada crecía alimentada por el odio.
No se trata, obviamente, de un thriller, aunque la narración parte de uno de los mitos de nuestra era (Hitler escapó intacto del bunker) y su nudo es el empeño del grupo israelí por llevar a A.H. a San Cristobal. Estamos ante una novela filosófica enriquecida con procedimientos de dramaturgos, como la declamación. Puede ser leída como parábola. La prosa es exquisita pero precisa; la trama fue esmaltada con erudición e ideas profundas, provenientes incluso de la teología y la física. El autor describe las razones de la realpolitik de rusos, alemanes, franceses y anglosajones. Detalla las angustias de la conciencia hebrea, las dudas de los descendientes del Holocausto. Oran así: “Protégenos, oh Señor, de la tentación de impartir Justicia. Haznos Tu instrumento pero no Tu sustituto”. Ser judío es mantener a Hitler con vida. Nadie tiene sed de vilezas.
Lo mejor, quizás, está en el desenlace. El capítulo diecisiete es realmente memorable. Acorralados por la selva, por la fatiga y por sus perseguidores, los israelíes improvisan un tribunal. Hitler asume su defensa con un monólogo impresionante. Intenta persuadir a sus captores con cuatro sofismas: sus doctrinas partieron del mesianismo judío; se limitó a combatir el chantaje del ideal con que la conciencia judeocristiana acosaba a la humanidad; sus crímenes los han igualado y superado otros (Stalin, por ejemplo); y el Tercer Reich propició la creación de Israel.
Francis George Steiner, humanista por excelencia, dio voz al demonio que menos lo merecía. Es un prodigio literario.
PD: Ruego a las buenas editoriales argentinas reimprimir esta obra.