La belleza, el placer y el éxito según Baudelaire
Escritos íntimos de un genio
Lunes 09 de octubre de 2017
"No pretendo decir que la Alegría no pueda asociarse con la Belleza; digo que la Alegría es uno de sus ornamentos más vulgares; mientras que la Melancolía es, por así decir, su ilustre compañera": tomado de Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos, publicado por Universidad Diego Portales.
Por Charles Baudelaire.
He encontrado la definición de lo Bello –de mi Bello. Es algo ardiente y triste, algo un poco vago, que deja margen para las conjeturas. Voy, si se quiere, a aplicar mis ideas a un objeto sensible, al objeto, por ejemplo, más interesante de la sociedad, a un rostro de mujer. Una cara seductora y hermosa, una cara de mujer, quiero decir, es una cara que hace soñar, al mismo tiempo –pero de una manera confusa–, con voluptuosidades y tristezas; que conlleva una idea de melancolía, de lasitud, incluso de saciedad, y una idea opuesta, es decir un ardor, un deseo de vivir, asociado con una amargura que refluye, como nacida de la privación o la desesperanza. El misterio, la añoranza, son también rasgos de lo Bello. Una hermosa cara de hombre no necesita incluir, salvo quizás a los ojos de una mujer, esa idea de voluptuosidad, que en un rostro de mujer es una provocación tanto más atractiva cuanto más melancólico es el rostro. Pero esa cara contendrá también algo ardiente y triste –necesidades espirituales, ambiciones tenebrosamente reprimidas–, la idea de una potencia que gruñe y no tiene utilidad, a veces la idea de una insensibilidad vengativa (pues en estos asuntos el tipo ideal del dandi no debe ser soslayado) y a veces, también, y ese es uno de los rasgos más interesantes de la belleza, el misterio, y finalmente (para atreverme a confesar hasta qué punto me siento moderno en estética) la Desgracia.
No pretendo decir que la Alegría no pueda asociarse con la Belleza; digo que la Alegría es uno de sus ornamentos más vulgares; mientras que la Melancolía es, por así decir, su ilustre compañera, al punto tal que no puedo concebir (¿será mi cerebro un espejo ensortijado?) una clase de Belleza en la que no haya algo de Desgracia.
Apoyado en –otros dirán: obsesionado por– estas ideas, se puede imaginar lo difícil que me sería no concluir que el tipo de Belleza viril más perfecto es Satanás –a la manera de Milton.
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No tengo convicciones –tal como las entiende la gente de mi siglo– porque no tengo ambiciones. En mí no hay base para convicciones. En la gente honesta hay cierta cobardía, o más bien cierta indolencia. Solo los ladrones están convencidos. ¿De qué? De que deben tener éxito. Y lo tienen. ¿Por qué habría yo de tener éxito si ni siquiera tengo ganas de hacer el intento? Es posible fundar imperios gloriosos en el crimen y religiones nobles en la impostura. Sin embargo, algunas convicciones tengo, aunque tienen un sentido más elevado, que la gente de mi época no puede comprender.
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El gusto por el placer nos ata al presente. El cuidado de nuestra salud nos deja suspendidos del porvenir. El que se ata al placer, es decir al presente, me da la impresión de un hombre que baja rodando una cuesta y que queriendo agarrarse de los arbustos los arrancara y arrastrara en su caída. Ante todo, ser un gran hombre y un santo para sí mismo.